Este artículo apareció hoy en la sección "Página Quince" de La Nación (ver publicación)
En 1991, el periodista Lance Morrow publicó en la revista TIME un artículo que me quedó grabado y que los diversos acontecimientos nacionales frecuentemente me hacen recordar.
En buen tico, se podría traducir el título de esa publicación como "Una nación de acusetas". El objetivo era denunciar lo que el autor describía como crecientes "malformaciones gemelas" del carácter de los estadounidenses: la intolerancia y el deseo de culpar a los demás por todo. Y aunque vivimos en circunstancias de tiempo y espacio que no son las del artículo de Morrow, está tristemente claro que en la Costa Rica de hoy también vivimos en el reino de los metiches, los carebarros, los llorones y los acusetas.
Algunas personas creen tener un derecho sagrado a conocer vida y milagros de cualquiera. De esta suerte, cuando se trasciende la frontera entre lo que el público realmente tiene derecho e interés de saber y aquello que es irrelevante o personal -pero que provoca el morbo- entramos en la provincia del metiche. Sorprendentemente, éste no ve, o no quiere ver, aquella línea divisoria. Para él, si alguien no está dispuesto a revelar inmediatamente cada minucia y detalle de su vida al primero que pregunte, es porque seguramente algo malo habrá hecho. Su lema personal es "El que nada debe, nada teme".
De metiche a acuseta hay solo un paso. Porque el metiche, que se considera y erige en el supremo intérprete de lo bueno y de lo malo, es también un especialista en juzgar, condenar y ejecutar la sentencia. Y precisamente la habilidad principal del acuseta es señalar con el dedo... siempre que no sea a sí mismo. Tiene, como felizmente dice Morrow, un brillo permanente de ayatola en los ojos. Es el santurrón impoluto, el fariseo, el sepulcro blanqueado.
Al carebarro le importa un solemne pepino lo que piensen de él. Lo vemos todos los días en carretera, cuando desde su automóvil "se le cae" una colilla de cigarro a la calle o procura saltarse la fila de carros porque le estorba tener que esperar. Es el que cree que las reglas -tanto las jurídicas como las simples normas de trato social- son solo para perdedores. Sus actos continuamente ponen a prueba nuestra capacidad de asombro tanto como nuestro umbral de resistencia al agobio.
Pero el carebarro, cuando un buen día finalmente le sale la jarana a la cara, se convierte al instante en llorón. Éste es, como también lo describe magníficamente el artículo de Morrow, "el abyecto y manipulador diablillo con sus abogados", absolutamente incapaz de dar la cara y asumir su responsabilidad. Es una víctima de todo y de todos: de su triste infancia, de lo dura que está la vida, de "esos inútiles y corruptos del gobierno", etc., etc.
Al denunciar desde estas líneas a los mencionados arquetipos, no es mi intención sermonear o, menos aun, traducir una falsa imagen de virtud. De hecho, me he pescado a mi mismo jugando alguno de esos tristes roles más veces de las que me gustaría admitir. Pero la verdad es que los cuatro tipos de personajes descritos constituyen ni más ni menos que un cáncer social. Todos los pueblos y todas las naciones se erigen sobre un tramado de convivencia construido a base de solidaridad y confianza mutua. Con sus actos y actitudes, el metiche, el carebarro, el llorón y el acuseta rasgan ese tejido y de ese modo socavan las bases del edificio social. Los cuatro personifican la crisis moral nacional.
Más que una guerra que se declara a otros, esta es quizás una batalla que debemos librar con mayor intensidad contra nosotros mismos, aplicándonos -con liberalidad y cada vez que sea necesaria- una buena dosis de lo que Pablo Neruda alguna vez llamó "bondad endurecida". De cualquier otro modo será difícil alcanzar una convivencia social pacífica y duradera.
1 comentario:
Me identifiqué, no solo por lo de carebarro sino por la sabiduría de la condición humana y sus posibilidades de mejora social
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