25 de diciembre de 2007

El "Manifiesto introvertido"

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

En marzo del 2003, Jonathan Rauch se convirtió -seguramente sin querer- en una celebridad menor, cuando el diario “The Atlantic” publicó un artículo suyo titulado “Cuidando de tu introvertido”. En él explica que los introvertidos, a pesar de ser comunes, son, aun así, probablemente el más malentendido y agraviado colectivo del mundo.

Quiero decir, “somos” (porque tal vez sea buena idea seguir el ejemplo de Rauch y "salir del closet" de una buena vez por todas).

Hay que dejar claro desde ya que, contrario al estereotipo común, los introvertidos no somos necesariamente tipos malhumorados ni tímidos, sino que procesamos la información y reaccionamos de modo distinto a los demás. Al no comprender esto, hay un serio peligro de que usted, sin querer, esté volviendo loca o loco a algún introvertido cercano.

Dice Rauch que Sartre -otro destacado introvertido- definía al infierno como otras personas durante el desayuno. Porque los introvertidos a veces huimos de la compañía ajena, que encontramos frecuentemente insufrible. Esto no es antisocial, ni señal de depresión, ni requiere de medicamentos. Es solo que, para nosotros, estar a solas es una forma de recargar las baterías, como dormir o comer.

La gente extrovertida no puede vivir sin una multitud a su alrededor. Como dice el autor con aguda precisión, Deje a un extrovertido solo por dos minutos y lo verá buscar su celular. Los extrovertidos son absolutamente incapaces de entender a los introvertidos, mientras que para éstos es lo más fácil del mundo analizarlos a ellos, porque el extrovertido hace imposible no fijarnos en él o ella a medida que despliega su ruidosa interacción con el resto del mundo. Los extrovertidos, dice Rauch, son tan inescrutables como un cachorrito. Suponen que la compañía ajena, especialmente la de ellos, es siempre bienvenida. No logran explicarse por qué alguien querría estar a solas. La mera idea los ofende.

El problema es que los extrovertidos dominan la política y, por ende, los cargos de elección popular. Como dice el autor, esto es una lástima. Si los introvertidos gobernáramos el mundo, sería sin duda un lugar más calmado, más cuerdo y más pacífico. Los introvertidos observamos y analizamos; los extrovertidos hablan a todo pulmón por teléfono en el cine, con la boca llena de palomitas. Los introvertidos somos conductores confiables; los extrovertidos provocan colisiones de tránsito al tratar de brincar las presas para ponerse de primeros en la fila.

Los extrovertidos también dominan la vida social, lo cual -digo yo- también es una lástima. Nada más vean esos espacios televisivos sobre la vida y milagros de “los faranduleros”. ¿Necesito decir más?

Es cierto que los introvertidos a veces proyectamos un aire de arrogancia. Supongo, dice Rauch, que esto se debe a que somos más inteligentes, más reflexivos, más independientes, más mesurados, más refinados y más sensibles que los extrovertidos. Tendemos a pensar antes de hablar, mientras que ellos piensan hablando, y por eso sus reuniones nunca duran menos de seis horas.

Si para un hombre es duro ser introvertido, Rauch sostiene -y sospecho que con razón- que debe ser doblemente duro para una mujer, que atraerá calificativos de “rara”, “solitaria” o “nerda”.

Los extrovertidos no saben el tormento que ocasionan. A veces nos asfixia su cháchara 98% desprovista de contenido y nos preguntamos si siquiera se escuchan a si mismos. El problema es que decirlo se consideraría grosero, porque, naturalmente, las reglas de etiqueta han sido escritas por los extrovertidos. Quizás algún día sea posible decir Soy introvertido. De veras creo que sos una gran persona. Pero, por favor, callate.

Y por eso concluye Rauch recomendando que la próxima vez que vea a un introvertido sumido en sus pensamientos, no le pregunte si le pasa algo malo. De seguro estará ideando algo que hará al mundo mejor.

De hecho, mejor no diga nada.

1 de diciembre de 2007

Libertad religiosa para todos por igual

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Un artículo mío del 18/9/07 desató una cadena de comentarios de quienes afirman o niegan la existencia de Dios, cuyo previsible resultado es que ninguno de los bandos convence al otro. Confío, aun así, que lo que voy a decir sea de completa satisfacción para todos.

Lo bonito de la libertad (religiosa y de expresión) es, justamente, que haya espacios para debatir sobre el tema, aunque el resultado sea quedar de acuerdo en seguir en desacuerdo. Lo que muchos no perciben es que disfrutar esa posibilidad no ha sido constante a través de la historia. Ha habido -y hay- lugares y épocas en que discutir sobre si Dios existe puede poner en peligro la vida o la libertad. En pleno siglo XXI, hay países donde quienes escriben para defender a su Dios (¡y ni hablar de los que escriben para lo contrario!) se ven perseguidos y agredidos por autoridades políticas o por fanáticos. En consecuencia, los dos bandos (creyentes y escépticos), al menos deberían coincidir sobre la importancia de preservar y profundizar el derecho de discutir libremente a favor de su punto de vista.

¿De quién debemos defender la libertad de creer o no creer? Por un lado, del Estado; y, por otro, de los demás.

En cuanto al Estado, no debe haber duda del peligro de que el poder político utilice sus recursos (materiales o jurídicos) para influir sobre el derecho de las personas a decidir libremente sus convicciones religiosas. Basta con mirar a los regímenes teocráticos de ayer y de hoy, o a los que han hecho más bien de la antirreligiosidad su programa de gobierno, para apreciar la importancia de mantener separados Estado y religión. En un régimen de libertad, decidir sobre las propias creencias debe ser un derecho soberano de cada persona, sin ingerencia de la autoridad.

En cuanto a los demás es similar: nadie debe sufrir presión (de familia, amigos, vecinos, compañeros, etc.) para adoptar o cambiar sus convicciones. El derecho de practicar o no un credo religioso termina donde empieza el de los demás a hacer lo mismo. Aquí la intervención del Estado sí se justifica, sin terciar a favor o en contra de alguna posición, para proteger la posibilidad de que cada uno de tomar su decisión y luego practicarla sin estorbo.

¿Qué impide que esto, a pesar de lo razonable que suene, sea plena realidad en Costa Rica? Para comenzar, el artículo 75 de la Constitución, que asigna al Estado una confesión y lo autoriza a aplicar recursos públicos para favorecerla. Si usted es católico, seguro no querría que sus impuestos favorezcan -digamos- el culto de Buda. Pues eso mismo sienten quienes no son católicos -que, según algunos, podrían constituir casi la mayoría de la población- por el hecho de que el texto actual dispone ese favorecimiento expreso.

Por eso, creo que todos podemos coincidir en que la mejor manera de que se respete nuestra elección, sea la que sea, es que se respete la de todos por igual, sin favorecer o desfavorecer a nadie, sujeto -eso sí- a que la posición elegida respete los derechos humanos básicos (o sea, nadie podría tener derecho a practicar un culto que defienda la trata de personas, el genocidio, etcétera).

En vez del absurdo y anacrónico texto actual, me parece que la Constitución podría decir así:

“Artículo 75.- Toda persona es libre de profesar un credo religioso compatible con los derechos humanos, o bien de no profesar ninguno. El Estado velará por el respeto de esa elección, así como de la libertad de practicar actos de culto individualmente o en grupo, conforme a la ley, siempre que se respete el orden público y los derechos de terceros.

El Estado, sus instituciones y los funcionarios públicos -cuando actúen en calidad de tales- no podrán emitir actos o normas, destinar ninguna clase de recursos, manifestarse públicamente o realizar otras conductas que impliquen tomar partido a favor de un credo religioso en particular.”

¿No suena eso perfectamente razonable?

Notas posteriores:

  • En La Nación del 29/12/2007 aparece una respuesta a este artículo, suscrita por el Lic. Jorge A. Fallas Moreno. Véase, además, mi artículo "Nada tan lastimero", en este mismo sitio.
  • 28/9/2008: Luego de meditar y de recibir comentarios sobre la redacción propuesta, le he introducido algunos ajustes que la enriquecen y acercan a los compromisos internacionales adquiridos por el país en el terreno de los derechos humanos. Queda, pues,como sigue:

    "Artículo 75.- Toda persona es libre de adoptar y profesar un credo religioso que sea respetuoso de los derechos humanos; o bien de no adoptar ninguno. El Estado velará por el respeto de esa elección, así como de la libertad de las personas de realizar actividades de culto y de enseñanza, individualmente o en grupo, todo conforme a la ley y siempre que se respeten el orden público y los derechos de terceros.

    El Estado, sus instituciones y los funcionarios públicos -cuando actúen en calidad de tales- no podrán realizar actos, dictar normas, efectuar nombramientos, destinar ninguna clase de recursos, manifestarse públicamente o desplegar otras conductas que tiendan a favorecer o desfavorecer a algún credo religioso, que se fundamenten explícitamente en un credo religioso o que conculquen las libertades a que se refiere el párrafo anterior."

    (Gracias a Hugo Mora por las sugerencias gramaticales que ayudan a clarificar el sentido de la propuesta.)