22 de diciembre de 2016

El abogado del diablo y las redes sociales

Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

La expresión “abogado del diablo” tiene un origen histórico, eclesiástico. Se llamaba así (Advocatus Diaboli) a un jurista cuya tarea era argumentar en contra de la canonización de un candidato o candidata a la santidad, con el propósito de tratar de descubrir cualquier debilidad en su personalidad o en la evidencia ofrecida a favor de la canonización, contribuyendo de tal manera a una escogencia idónea.

Hoy en día, se le llama así a una persona que, respecto de una determinada opinión o punto de vista, toma y defiende una postura contraria o alternativa (aunque no necesariamente esté de acuerdo con ella), con el propósito de estimular el debate o lograr una exploración más profunda y certera del tema planteado. En lenguaje popular, es quien “lleva la contraria” respecto de la mencionada opinión.

Antídoto contra la credulidad. En el mundo actual, la tarea de un abogado del diablo puede ser muy ingrata, ya que puede llevar a quien la ejerza a colocarse directamente en oposición a alguna idea muy extendida o arraigada en la opinión pública o en las creencias dominantes. Sin embargo, esa labor es absolutamente esencial para efectos de filtrar o depurar ese ideario de posibles prejuicios, falacias y conceptos errados en general, contribuyendo de ese modo a enriquecer el pensamiento y a exponer a los falsos profetas que abundan en todas las áreas de la vida.

La contraposición razonada de distintos puntos de vista es, de hecho, el componente definitorio de la dialéctica, tal y como se practicaba en los tiempos de Sócrates y demás filósofos de la antigua Grecia, hasta la era contemporánea, pasando por Hegel y llegando a los grandes exponentes del pensamiento crítico actual, entre ellos Carl Sagan. Es el antídoto más eficaz contra los riesgos de una excesiva credulidad, que es capaz de desviar a naciones enteras del derecho sendero, como lo demuestra tantas veces y tan dolorosamente la historia (sobre esto escribí “El peligro de la credulidad”, en estas mismas páginas: LN del 31/7/01).

¡Y es que el mundo está tan lleno de falsos profetas, verdades a medias y puras y simples mentiras! Por contraste, el número de personas que, contra viento y marea, ejercen la noble y necesaria labor de abogados del diablo es escasísima. En nuestro país, desempeñaron esa función grandes críticos como Constantino Láscaris, Enrique Benavides o Alberto Cañas, todos idos. ¡Cuánta falta hacen!

Falsedad en las redes sociales. Y si existe, hoy por hoy, un medio que está urgido de mentes agudas y despiertas, es el de las redes sociales. La reciente campaña electoral en Estados Unidos, por ejemplo, puso al descubierto la forma incontrolada en que pululan las fuentes noticias falsas, cuyo objetivo es diseminar desinformación, que cae como semillas sobre el campo fértil de tantas y tantas mentes crédulas que creen sin cuestionar ni por un instante todo lo que ven o escuchan en la Internet. Esto dificulta enormemente encontrar fuentes serias y confiables, agravado por el hecho de que a veces ni siquiera los medios más grandes y establecidos están exentos de cometer errores. La ventaja es que estos casos son escasos, pues existe siempre una ardua labor de verificación que procura minimizar su ocurrencia. Del mismo modo, suelen ser esos mismos medios los primeros en detectar y reconocer las equivocaciones.

Más claro que nadie habló en su momento el fallecido escritor y filósofo italiano, Umberto Eco, quien acusó a las redes sociales de haber generado una “invasión de imbéciles”, ya que aquéllas “dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”.

Los abogados del diablo son hoy más necesarios que nunca en los medios de comunicación y en las redes electrónicas. Cuando menos así quizás no cometeríamos tanto el error de canonizar a tantos falsos santos que andan por ahí.

22 de noviembre de 2016

Pensionarse no es un crimen

Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)

Hace pocos días, un grupo de jubilados y jubiladas sufrió un trágico accidente en la zona de Cinchona, que ocasionó el fallecimiento de varios de ellos. En medio de la tristeza del hecho, no pude dejar de pensar en el mérito de la labor a la que esas personas estaban entregadas ese día, pues se dirigían a entregar ayuda muy necesitada a una comunidad indígena nacional. Es decir, esos jubilados y jubiladas dedicaban una importante parte del tiempo que su condición de pensionados les brindaba, a nobles acciones de voluntariado y servicio al prójimo. Todo un ejemplo de la forma en que mejor se puede vivir esa etapa de la vida.

Lamentablemente, la percepción que hoy tiende a tenerse de quienes han logrado o aspiran a lograr una pensión –en especial de aquellos que laboramos al servicio del Poder Judicial– tiende a ser diametralmente distinta. Para una buena parte del colectivo nacional, el pensionado (o quien quiera pensionarse) es visto como un delincuente, un vividor, un parásito social que solo piensa en enriquecerse a costa del erario público mientras dedica su tiempo a la pura y simple vagabundería. Eso es absolutamente equivocado y, además, profundamente injusto.

En el país actualmente coexisten varios regímenes de pensión obligatoria o voluntaria, que fueron puestos en vigencia por leyes dictadas por razones que hoy pueden parecernos buenas o malas. Siempre es más fácil juzgar en retrospectiva. Pero lo que está claro es que todos esos sistemas aspiran a un elevado y meritorio objetivo: procurar que los años de retiro y vejez puedan ser vividos en condiciones lo más dignas y autosuficientes que sea posible.

Los mencionados regímenes tienen características distintas, que pueden dar lugar a la percepción de que algunos brindan privilegios excesivos, sin que sus beneficiarios tengan que dar nada o muy poco a cambio. Este es claramente el caso con relación al régimen de pensiones del Poder Judicial, diseñado hace más de siete décadas, cuyas particularidades desconocen muchas de las personas que hoy lo combaten tan denodadamente. En efecto, se ignora que el 68% de los beneficiarios directos y el 92% de los indirectos –por ejemplo, el o la cónyuge de un jubilado fallecido– reciben un monto que no excede de ¢1,5 millones. Se ignora también que a las y los funcionarios judiciales se nos retiene y deduce una cantidad sustancialmente mayor de nuestro salario como aporte al Fondo (un 11%), que el que contribuyen los destinatarios de otros sistemas (2,84% en el caso de los beneficiarios del régimen de la CCSS, por ejemplo). También se ignora que, una vez jubilados, a los servidores judiciales se nos continúa deduciendo el aporte para la sostenibilidad del régimen, cosa que no ocurre en otros esquemas de pensión.

Es importante que se sepa que la inmensa mayoría de las y los trabajadores del Poder Judicial no estamos, ni hemos estado nunca, en contra de que se den reformas que aseguren la justeza y la subsistencia del régimen de pensiones. Por el contrario, somos los primeros interesados en esta revisión, pues es obvio que de ello depende que lleguen a ser una realidad los beneficios futuros por los que ahora trabajamos y cotizamos. La labor que en esta dirección ha venido desplegando el Frente de organizaciones gremiales de este Poder de la República ha sido seria y responsable.

Somos plenamente conscientes de que la pensión no puede constituirse en un mecanismo de abuso o de enriquecimiento injusto de nadie (las llamadas “pensiones de lujo”), por lo que deben existir topes. Tan solo aspiramos a que esta remuneración sirva para lograr el objetivo indicado: el de hacer posible un retiro en condiciones razonablemente dignas y a una edad que brinde una posibilidad real de poder continuar desarrollándonos como personas en los años venideros. Y que sabemos que en estos temas hay que ser tanto realistas como solidarios. Bienvenida sea, por tanto, la discusión constructiva y basada en criterios técnicos sobre estos temas.

17 de julio de 2016

Conductores: ayudémonos unos a otros

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Imagino que no sorprendo a nadie con la noticia de que las presas en las carreteras nacionales se han llegado a convertir en algo invivible. Las causas son muchas y también sus consecuencias, en términos de productividad perdida, combustible consumido en exceso, contaminación atmosférica y deterioro colectivo de nuestra calidad de vida. Por desgracia, es muy poco lo que podemos hacer individualmente al respecto; al menos a corto plazo. Sin embargo, cada vez que como conductor me encuentro al borde de la desesperación en un atasco, pienso que sí hay algo, de valor incalculable, que todos podemos hacer para mejorar aunque sea un poco la situación. Es algo sencillo, pero que puede tener efectos multiplicadores insospechados: ayudarnos unos a otros. ¿Cómo? Practicando proactivamente la amabilidad en carretera.

La próxima vez que vaya al volante y se encuentre en un atolladero de esos que cada vez parecen más frecuentes e inescapables, procure cambiar momentáneamente su perspectiva para darse de cuenta de una simple realidad: aunque para usted, todos los demás conductores son la presa, para ellos, la presa es usted. Usted –quiéralo o no– es parte del problema y, por ende, tiene el deber moral de ser parte de la solución. Practicar una amabilidad proactiva no significa más que estar atento(a) a las oportunidades que continuamente surgen para ayudar a otro a llegar más rápido y seguro a su destino. Y, cuando perciba una, haga lo que razonablemente esté a su alcance para dar esa asistencia.

Un ejemplo sencillo pero que puede lograr maravillas en carretera es practicar el “uno por uno”. Todos sabemos que, en nuestro país, hay una multitud de intersecciones recargadas de tránsito y vías mal diseñadas que se convierten en embudos para la circulación. Quienes transitan por esos puntos no tienen la culpa de ello, pero quienes circulan por allí con derecho de vía suelen tratar a quienes no lo tienen como infrahumanos que tienen bien merecido no poder cruzar la intersección o toparse con el inesperado final del carril por el que se desplazaban. “¡Yo tengo la vía, que se jodan ellos!”, piensan. Por el contrario, quien practique la amabilidad proactiva en esas mismas circunstancias verá la oportunidad de ayudar, por medio de la simple acción de cederle el paso a uno de los conductores en apuros. Sencillísimo; no toma más que unos segundos y, sin embargo, tendrá la satisfacción de haberle hecho la vida más fácil a un semejante.

La mala noticia es que ayudar a otros en carretera no va a resolver el problema de las presas. La buena es que va a hacer que las presas sean más vivibles y que usted gane la satisfacción y la paz de sentirse una persona mejor. Es buen karma. Pruébelo.

4 de julio de 2016

Banco Central moderniza su plataforma de emisión de certificados de firma digital

"1 de julio de 2016

COMUNICADO SINPE 040-2016

Señores 
SISTEMA FINANCIERO
PUBLICO EN GENERAL

Estimados señores:

El Banco Central de Costa Rica culminó con éxito un proceso de cambios en la emisión de certificados de firma digital que mejoran la seguridad, aumentan la vida útil de los certificados, permite tener más de un certificado y su respectiva tarjeta por persona y que además redujo el tiempo de emisión y entrega de los mismos.

Usar la firma digital le evita al titular tener que desplazarse físicamente a firmar documentos o solicitar servicios, lo que le ahorra dinero y reduce los tiempos en la ejecución de trámites.

Sobre la mejora en seguridad, esta se consolidó a partir del 20 de junio cuando todos los certificados de firma digital empezaron a emitirse utilizando algoritmos más robustos de encripción basados en la familia SHA-2, los cuales proporcionan una mejora en la seguridad y consiguen que la emisión de tarjetas de firma digital en nuestro país esté al nivel de los más altos estándares internacionales, sin que eso signifique que las tarjetas emitidas antes de esa fecha sean inseguras. 

Estamos duplicando la vida útil de los certificados que emitimos, pasando de 2 a 4 años, esto representa una mejora significativa para las personas, disminuyendo el número de veces que debe presentarse a una oficina emisora para obtener su capacidad de autenticación y Firma. Asimismo, gracias a cambios en el software y a los procesos de emisión se logró disminuir el tiempo para disponer de las tarjetas de firma digital a menos de 15 minutos, con lo cual se optimiza también la capacidad de emisión de cada oficina emisora y por ende del sistema como un todo.

Gracias a la modificación de las políticas de firma digital promulgadas por el MICITT y a la preparación de la infraestructura de emisión del BCCR, las personas que así lo deseen pueden obtener la cantidad de tarjetas de firma digital que consideren necesarias para realizar sus trámites personales o empresariales. 

Además de estas mejoras, pusimos en operación el servicio de emisión de certificados de firma digital para personas jurídicas (empresas e instituciones), por lo que toda persona jurídica interesada en obtener uno de estos certificados puede desde ya solicitarlo al correo cos@bccr.fi.cr del Centro de Operaciones del SINPE.

A la fecha, se han emitido aproximadamente 160 mil certificados de firma digital que los costarricenses pueden utilizar en más de 60 instituciones, públicas, bancarias y comerciales que tienen disponibles más de 100 servicios que hacen uso de esta importante herramienta. 

Con estos cambios el Banco Central de Costa Rica apoya la Directriz Presidencial Nº67-MICITT-H-MEIC "Masificación de la implementación y el uso de la Firma Digital en el Sector Público Costarricense" y además, los lineamientos sobre autenticación de clientes y autorización de transacciones en canales electrónicos, emitidos recientemente por la Superintendencia General de Entidades Financieras, acuerdo SUGEF18-16: "Reglamento sobre gestión del riesgo operativo". Ambas normativas reconocen el derecho de los ciudadanos a obtener los servicios del Estado y de las entidades financieras por vía electrónica, accediéndolos directamente desde su casa u oficina, reduciéndoles riesgos y costos, y contribuyendo así a mejorar su calidad de vida.

Atentamente,

Carlos Melegatti S., director
DIVISION DE SISTEMAS DE PAGO"

23 de abril de 2016

Realidad e irrealidad en las redes sociales

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A inicios de noviembre pasado, la australiana Essena O’Neill finalmente se hartó y cerró su cuenta de Instagram, que contaba con más de setecientos mil seguidores. Entre otros detonantes, influyó el hecho de que –según ella– antes de publicar una sola fotografía en la que se le veía “casualmente” recostada sobre una toalla en la arena, había tenido que realizar más de cien tomas hasta quedar satisfecha con la forma en que se le veía el vientre. “Las redes sociales no son la vida real”, dijo, cansada de aparentar para sus seguidores un estilo de vida inexistente.

Su compatriota, la modelo Gabrielle Epstein, quien tiene más o menos la misma cantidad de seguidores en Instagram que tenía O’Neill, no tiene los mismos reparos. Como lo confesó ella misma en una nota publicada en el “Mirror” de Inglaterra, con tan solo un “selfie” en Instagram es capaz de ganar más dinero que en una semana de modelaje tradicional. Para eso, le basta con publicar imágenes que a primera vista parecerían propias de la vida cotidiana de cualquier adolescente de un país del primer mundo, pero que, en realidad, son patrocinadas por empresas comerciales cuyos productos ella coloca astutamente en cada foto.

Pero no hace falta buscar a personajes como ellas para entender lo que está pasando. En realidad, es bien sabido que cualquiera de nosotros que tenga alguna clase de presencia en las redes sociales –llámense Facebook, Twitter, SnapChat o cualquier otra– deliberadamente procura presentar al ciberespacio una imagen que no suele corresponder fielmente a lo que vivimos en el día a día. Lo admitamos o no, casi siempre intentamos presentar nuestra mejor cara para parecer más atractivos, más exitosos o más felices de lo que somos en realidad. Solo excepcionalmente damos a conocer algo triste o negativo; a veces con razones sinceras, pero otras veces con el único y encubierto fin de tratar de provocar compasión y apoyo.

Todo esto es muy propio de la condición humana y en realidad no debería tomarnos por sorpresa. El problema es que muchos sicólogos, sociólogos y otros expertos (más recientemente, que yo sepa, un grupo de investigadores de la Universidad de Glasgow, quienes publicaron sus resultados en setiembre del año pasado) han ido advirtiendo con cada vez mayor insistencia que el fenómenos de las redes sociales está contribuyendo a crear una creciente patología en poblaciones vulnerables, especialmente entre los más jóvenes.

Las redes provocan presión y ansiedad en muchas personas, derivadas del sentimiento de necesidad de estar permanentemente disponibles para atender mensajes o responder a las publicaciones de los demás. Pero también pueden afectar sensiblemente la autoestima, al inducir en algunos (sobre todo los niños y adolescentes) una sensación de minusvalía al compararse con sus restantes contactos, quienes –a juzgar por lo que dan a conocer en las redes– viven vidas maravillosas, libres de problemas y decididamente mejores que las suyas. Esto puede crear la idea de que uno es tan solo un triste perdedor, condenado a ver y leer, hasta altas horas de la noche, acerca de lo bien que le va a los demás y a cavilar sobre lo malo de la vida propia. De aquí a la depresión hay tan solo un paso.

Debido a lo anterior, es importante que cada usuario de uno de estos entornos digitales tenga claras las razones por las que acude a ellos y estar atento a los sentimientos que le producen. Por ejemplo, es mala señal que a uno le produzca desconsuelo o rabia que otra persona no atienda o rechace una “solicitud de amistad” en alguna de estas comunidades, así como sentirse herido o vengativo si alguien decide descontinuar una “amistad” previa. Esa clase de reacciones puede a la postre resultar altamente destructiva en un entorno familiar o laboral.

Como tantas otras cosas en la vida, a las redes sociales hay que ir con moderación, recordando que son solo medios y no fines en sí mismas. Ellas son capaces de enriquecernos, por ejemplo, posibilitando el contacto con familiares y amigos con los que, de otro modo, sería difícil o imposible comunicarnos, reforzando así el sentimiento de pertenencia; permitiéndonos acceder a fuentes de conocimiento e ideas nuevas, así como a lo que sucede en el mundo, visto tanto desde la perspectiva tradicional de los medios informativos como de otras personas comunes y corrientes. Pero es crucial tener claro que las redes –y la Internet en general– también están pletóricas de desinformación, verdades a medias y mentiras puras y simples. Nos pintan un mundo que frecuentemente es irreal y que de ninguna manera debería servirnos de parámetro para comparar nuestras vivencias con las de los demás. La comunicación digital nunca puede tener la riqueza de la comunicación personal, pues está intrínsecamente desprovista de los contextos, lenguajes corporales y entonaciones que dotan de contenido a una conversación en el mundo real.

En suma, no le tema a las redes sociales, pero no permita que ellas deformen su percepción del mundo y de sí mismo. Y no permita que le absorban hasta el punto tal de alejarle del contacto cara a cara con sus personas queridas.

10 de febrero de 2016

Publicado proyecto de "Ley de alfabetización digital"

En el diario oficial La Gaceta del día de hoy, aparece publicado el proyecto de ley que lleva el número de expediente legislativo 17.749, "Ley de alfabetización digital" (ver documento PDF). Pretende, entre otros aspectos, crear "el Sistema Interinstitucional de Acceso Digital (SIAD), especializado en la promoción de la alfabetización digital y el desarrollo de capacidades digitales de personas en el sistema educativo público del primero, segundo y tercer ciclo, así como educación diversificada y técnica media". La responsabilidad de gestionar ese Sistema será de la Comisión Interinstitucional de Acceso Digital que también se crea en la ley.

13 de enero de 2016

Servicio al cliente, estilo chileno

Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)

En el reciente fin y principio de año, tuve oportunidad de viajar de vacaciones con la familia a Chile, realizando un inolvidable recorrido por la mitad sur del país, finalizando en Santiago, la capital. En ese trayecto, plasmado en tantas y tantas fotografías que tomamos, fuimos testigos de algunas de las bellezas naturales más espectaculares que hayamos conocido, especialmente las del Parque Nacional Torres del Paine, donde a cada paso que das te ves cara a cara con paisajes que, como acertadamente decía uno de mis hijos, te dejan sin aliento. En el camino, también apreciamos múltiples muestras de belleza urbana, cruzando bellas ciudades y pueblos, como Puerto Varas con sus calles y avenidas tapizadas de flores, así como la encantadora Frutillar, junto al lago Llanquihue y a la vista del volcán Osorno.

Todas estas cosas me las anticipaba y no me vi defraudado (salvo, la verdad sea dicha, por Valparaíso, que imaginaba muy distinta). Sin embargo, hubo otros factores que llamaron poderosamente la atención y que quisiera compartir brevemente, por las posibles enseñanzas que de ellos puedan derivar para un país como el nuestro.

Nivel de servicios. Chile, como es sabido, es una de las economías más importantes de América Latina y compite con las naciones más desarrolladas del mundo en diversas áreas. Por esta razón, daba por un hecho que allá encontraríamos servicios que estarían al menos al mismo nivel, cuando no muy superior, a los que tenemos en Costa Rica. Para mi sorpresa, ello no fue siempre así.

Por ejemplo, en nuestro país existe un amplio acceso a servicios bancarios y financieros en general, siendo posible realizar trámites a lo largo del día, mediante agencias y sucursales que atienden no solo en jornada diurna sino también vespertina, incluso sábados y domingos. Por contraste, en Chile los bancos cierran sus puertas a las dos de la tarde y no laboran los fines de semana, obligando a las personas a dedicar su descanso del almuerzo para realizar gestiones que de otro modo resultarían imposibles. En Costa Rica, el uso de tarjetas de débito y crédito se introdujo –si no me falla la memoria– hace alrededor de cuatro décadas y hoy está tan difundido que en casi cualquier comercio es posible pagar lo que sea con ellas, incluso por sumas muy bajas. En Chile, en cambio, las tarjetas llegaron hace relativamente pocos años y hay muchos establecimientos –incluso del sector turístico– que no las reciben. En algunas ocasiones nos vimos forzados a hurgar en los bolsillos los pocos pesos chilenos que habíamos canjeado al llegar, para pagar por cosas que uno da por sentado que puede cancelar con tarjeta en nuestro país.

Atención de calidad. Pero la mayor sorpresa nos la llevamos en lo relativo al concepto de calidad en el servicio al cliente, el cual en Chile pareciera mínimo, por no decir nulo; por el contrario y sin perjuicio de algunas honrosas excepciones, la norma apunta hacia una atención al consumidor desganada, cuando no abiertamente malhumorada.

Pudiera ser que el problema sea, en parte, puramente idiosincrático. Aun cuando por supuesto topamos aquí y allá con personas de gran calidez y amabilidad, la percepción es que la generalidad de los chilenos son bastante ásperos (por ponerlo amablemente), sobre todo en las grandes ciudades. Echa uno de menos el trato llano y cordial de otros latinoamericanos. Pero, más que eso, en Chile se siente como si la atención de calidad simplemente fuera una idea poco difundida, un concepto aún no aprendido, que hace que lo que se considera como normal sea lo contrario.

El ejemplo más claro de esto lo vivimos cuando, al llegar al aeropuerto de Punta Arenas, el local de la empresa de alquiler de vehículos que teníamos contratado estaba cerrado, a pesar de ser media mañana. Tras mucho esperar junto a otros turistas extranjeros, nos informaron que el encargado simplemente había cerrado y se había ido sin explicación. Tomamos un taxi al centro de la ciudad, donde en las oficinas de esa compañía nos explicaron que habían sobrevendido el servicio, por lo que el carro que habíamos reservado no estaba y “lo sentimos mucho”. Por suerte, en la acera del frente había otra empresa que aún tenía algunos modelos disponibles, logrando hacernos de un carro al que le sonaba todo, pero que al menos sirvió para la primera parte de nuestro recorrido.

Lecciones para Costa Rica. Todo esto no es poca cosa, especialmente para un país como Costa Rica, que seguramente depende mucho más que Chile del turismo. De hecho, hablamos de algo que puede representar toda la diferencia del mundo para algunos visitantes. Costa Rica –lo sabemos– no es un destino particularmente barato, en comparación con otros países del área; pero, como sucede en tantas otras actividades, el factor de costo para el turista puede verse paliado –e incluso pasar a un segundo plano– cuando a cambio se recibe calidad y buena atención. A todos nos ha sucedido: si uno va a un restaurante cuyos precios no son necesariamente bajos, pero la comida es deliciosa y la atención esmerada, la percepción que queda generalmente es la de que el intercambio fue justo y equitativo y que uno obtuvo lo que esperaba a cambio de su dinero. Pero si la comida es buena pero la atención es mala, el factor precio se ve sicológicamente magnificado, quedando el sentimiento de que a ese lugar no deseamos regresar.

Así pues y en conclusión, me parece que nuestro país en general y el sector de turismo receptivo en particular pueden extraer importantes lecciones del ejemplo de Chile, al que –repito– le sobra belleza natural y urbana, que tan solo sea por eso vale la pena visitar, pero cuyo comercio y servicios quedan debiendo en áreas muy relevantes. La calidad en el servicio al cliente es cada vez más importante. Quienes nos visitan lo sienten y luego regresan a sus países y comentan si el que recibieron fue bueno o malo. Y no hay publicidad más efectiva que la que corre de boca en boca. Así pues, aprovechemos para tratar de hacer la diferencia en este terreno.