17 de noviembre de 2015

Yo no rezo por París

Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)

No lo hago porque, como decía un autor, esa no es más que “una forma gratis y socialmente bien vista de aparentar que estás ayudando, cuando, en verdad, no estás haciendo absolutamente nada”.

Por París, prefiero hacer algo más eficaz, que en este caso es denunciar –una vez más– el peligro del extremismo ideológico en general y del radicalismo religioso en particular.

Soy consciente de que tratar de reducir el fenómeno del Estado Islámico a una cuestión exclusivamente religiosa es simplista e incluso ingenuo. Y sé también que pretender identificar a los perpetradores de esas atrocidades con todos los musulmanes –cuya inmensa mayoría son personas de bien, que, como usted o como yo, quieren vivir en paz y procurar lo mejor para los nuestros y los demás– es igualmente falaz y, además, profundamente injusto.

Pero, por otra parte, querer negar que el tema religioso está en la médula de lo que los terroristas hacen, sería no solo mucho más ingenuo sino, francamente, peligroso.

Radicalismo aquí y allá. El extremista religioso cree que el derecho fundamental que tiene a profesar su credo le otorga también el derecho de imponérselo a los demás. Porque, para él, su verdad es una verdad absoluta. El resto del mundo está equivocado y debe ser arreado hacia el recto sendero. A sangre y fuego, de ser necesario.

Pero el fundamentalista suele creer también en algo en lo que cree mucha gente común y corriente: que su visión religiosa es un coto cerrado, que debe permanecer inmune a toda crítica o discrepancia.

Y digo que en ello se parecen a las demás personas, porque estas también, frecuentemente, piensan que sus creencias tienen que ser respetadas, y por ello se dan por ofendidas cuando alguien ose manifestar algo que las contradiga.

En ello se incurre en un error crucial, el de considerar que las ideas tienen un derecho intrínseco a ser respetadas, cuando ese derecho en realidad solo lo tienen las personas.

Los extremistas se escudan detrás de ese error común para intentar silenciar la libre expresión, uno de los pilares básicos de la libertad en general. Sobre esto ya he intentado aportar algo anteriormente (La Nación, 22/3/09).

Ataque simbólico. Francia es, precisamente, una de las fuentes de esas libertades de las que nos preciamos. Y, quizás por ello, en parte al menos, haya sido escogida como blanco de agresiones: por el simbolismo que plasma atacar la cuna de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Yo creo firmemente que Francia no será doblegada, ni ahora ni nunca, porque esa República se sostiene en la fortaleza de los principios que inspiraron su creación.

Pero para ello, Francia precisa que el resto del mundo no se quede cruzado de brazos. Necesita que todos tomemos una posición clara e inconfundible frente al radicalismo religioso, de cualquier signo que sea. Que no callemos ante la pretensión de que debemos ceder ante el chantaje del miedo y la barbarie. Porque en momentos como estos cobra vida la frase de Dante: “Los confines más oscuros del infierno están reservados para aquellos que eligen mantenerse neutrales en tiempos de crisis moral”.

21 de octubre de 2015

Publican nuevo reglamento de teletrabajo en sector público

En La Gaceta N° 204 del día de hoy (documento PDF) aparece publicado el decreto ejecutivo N° 39225-MP-MTSS-MICITT del 14 de setiembre del 2015, titulado "Aplicación del teletrabajo en las instituciones públicas", que además deroga el anterior decreto de promoción de esta actividad.

5 de octubre de 2015

La guerra nuestra de cada día

Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)

Cada mañana me levanto, me alisto y me voy a la guerra. De hecho, suelo ir dos veces diarias, una de ida al trabajo y otra de vuelta. Es una guerra encarnizada y despiadada, llena de momentos de crueldad y venganza, así como de escasos y fugaces episodios de galantería y heroísmo.

Mis enemigos son los otros conductores. Todos quieren ir delante de mí. Todos pretenden que me quite y les ceda mi espacio. Muchos piensan que son los dueños de la carretera, y les importa poco quien no crea lo mismo.

Son los que creen que basta con encender unas lucecitas para tener derecho a estacionarse donde les dé la gana, así como los que no dudan en bloquear una intersección porque creen que su derecho es mayor que el de los demás. O los que piensan que el pito tiene el mágico poder de deshacer la presa.

Muchos conductores presumen de muy piadosos, exhibiendo rosarios, crucifijos o citas bíblicas en sus vehículos, pero no dudan un instante en lanzarle el carro a los otros o en lanzar insultos o hacer alguna señal inconfundible con la mano.

Algunos, incluso, han formado verdaderas mafias e imponen su propia ley en las carreteras, frente a los cuales los demás mortales no podemos hacer nada y las autoridades no quieren, o no pueden meter en cintura.

Desde motociclistas hasta maromeros. Entre mis peores enemigos están los motociclistas. Se han convertido en una plaga. En las calles me acosan y hostigan, rodean mi carro, se colocan delante en el semáforo, se cuelan entre las filas de vehículos de modo que uno no puede ni moverse por temor a golpearlos.

Sobran quienes creen que el carril contrario es suyo, y a cada rato se topa uno a un motociclista que viene de frente y directo hacia mí.

Por supuesto que, si chocamos, serán ellos quienes lleven la peor parte, pero, paradójicamente, se aprovechan de eso para intimidar. Después de todo, nadie quiere matar a otra persona o tener problemas legales y dedicar tiempo a trámites y reclamos.

El enemigo también son los peatones. Cruzan la calle por donde les viene en gana. Les encanta lanzarse a cruzar las esquinas justo cuando mi semáforo se pone en verde.

Cruzan por detrás de mi vehículo cuando estoy detenido en una pendiente ascendente porque no tienen el sentido común de entender que mi carro podría retroceder un poco y golpearlos. Caminan por las orillas de las calles llevando niños de la mano o en coche del lado de los vehículos.

Ni hablemos de los vendedores y maromeros en cada semáforo. En algunas esquinas solo se puede circular a paso de procesión porque hay tantos que se corre el riesgo de arrollar a varios si se avanza un poco más rápido.

El enemigo es el estado de las carreteras. Agujeros y montículos que hacen la circulación dolorosamente lenta y que a veces producen accidentes cuando se intenta sortearlos.

Y, como en toda guerra, hay “muertos” por todas partes. Me refiero a los reductores de velocidad, que en este país cualquiera pone dondequiera, sin control o regulación.

Los ponen y ni siquiera tienen la decencia de pintarlos para que se vean. Comprendo que los colocan por protección, pero no puede ser que queden a la libre y muchos de ellos en sitios absurdos. Falta de aceras; embudos causados por puentecitos que llevan décadas de tener solo un carril o por terrenos que nunca se pudo o quiso expropiar para completar la ampliación de la vía. Y un largo etcétera.

Soy yo. Iba a decir que el enemigo es el reloj. No habría problema si no tuviéramos que llegar a tiempo a alguna parte, ¿verdad? La “carrera de las ratas”, lo llaman en otras latitudes. Pero, curiosamente, las peores presas de tránsito se producen los sábados. Además, ya no existen las horas pico. Ahora todas las horas son horas pico.

El enemigo soy yo mismo. Hay que recordar que, como decía alguien, “para los otros conductores, la presa soy yo”.

Y, por supuesto, no estoy exento de caer en muchas de las mismas conductas que les reclamo a los demás conductores. A veces por distracción y a veces por desesperación.

Cada vez que puedo, trato de poner de mi parte y ayudar a los otros, pero no siempre es posible. Lo peor es cuando, por tratar de ayudar, me reclaman los que vienen detrás. Me consideran un traidor y un colaboracionista por cooperar con el enemigo.

Como en todas las guerras, hay momentos de batalla intensos y otros momentos de tedioso compás de espera, cuando estamos irremediablemente pegados en una presa. En estos momentos, cada uno se las arregla como puede: escuchando la radio, maquillándose o revisando Facebook. Me gusta tener programas descargados de Internet en el teléfono (los llamados podcasts ) para estas ocasiones.

Y también, como en toda guerra, hay estrategias y tácticas de combate y de supervivencia, así como uso de tecnología (Waze ayuda mucho, pero en ocasiones se equivoca espectacularmente; la clave está en no pensar en él como si fuera la Biblia y usar la intuición y la experiencia para saber cuándo no hacerle caso).

Lo más triste es saber que esta es una guerra que nunca se termina y en la que, al final de cuentas, nadie gana. ¿Cuántas víctimas cobrará cada día? Seguramente más que algunas de las guerras de verdad.

Por ello, cuando uno finalmente llega a casa, debe agradecer haberlo hecho razonablemente ileso, aunque la presión sanguínea esté por las nubes y la ansiedad nos tenga casi al borde. Es momento para descansar. Después de todo, mañana tendremos que levantarnos, alistarnos y salir a la guerra otra vez.

17 de abril de 2015

¿Habrá que subir la mayoría de edad para manejar?

Este artículo aparece publicado en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)

En las últimas semanas, las carreteras nacionales han cobrado una cantidad inusual de víctimas, particularmente de jóvenes que conducían con exceso de velocidad y/o en estado de ebriedad o de personas a quienes éstos colisionaron. Esto me ha llevado a reflexionar sobre si convendría aumentar el límite de edad necesario para conducir.

Ciudadanía y mayoría de edad. A partir de la reforma que se introdujo en 1971 al artículo 90 de la Constitución Política, el conjunto de derechos y deberes políticos que denominamos “ciudadanía” se adquiere a los dieciocho años, otorgándonos –entre otras posibilidades– la de votar. Pero el concepto de “mayoría de edad” (que es la edad mínima para adquirir ciertos derechos y contraer determinadas obligaciones en el ámbito civil, comercial, etc., en forma autónoma; es decir, no dependiendo más de los padres –la llamada patria potestad– o de los representantes legales en ausencia de aquéllos) no necesariamente coincide con el de ciudadanía en sentido político, de manera que es posible fijar por ley edades diferentes a los dieciocho años en distintos ámbitos. Por ejemplo, el Código de Trabajo (artículo 89) fija en doce años la edad mínima para laborar.

El establecimiento de un umbral de adultez para ciertos actos o actividades usualmente va ligado al momento en que se considere que la persona adquiere el grado de madurez física y, sobre todo, mental o emocional necesarias tanto para decidir si desea realizarlas o no, como para asumir la responsabilidad por sus decisiones. Es evidente que no todas las personas llegan a ese punto al mismo tiempo, de manera que es inevitable trabajar con aproximaciones.

Edad para manejar. La vigente Ley de Tránsito por Vías Públicas Terrestres y Seguridad Vial, Nº 9078, numeral 84, fija en dieciocho años la edad mínima necesaria para poder obtener la licencia de conducir, excepto para las tipo A-1 (bicimotos y motocicletas, para la que se debe tener al menos dieciséis años, cuando lo autorice alguno de los representantes legales), B-2 (veinte años), B-3 y B-4 (veintidós años).

El tema del consumo de licor es distinto, ya que, hasta donde preciso, no hay una norma que explícitamente regule la edad a partir de la cual es permitida la ingesta de alcohol. Lo que existen, más bien, son normas que prohíben la venta de bebidas alcohólicas a menores de edad, que en este caso habría que entender como de menos de dieciocho años, de conformidad con lo que establece el Código de la Niñez y la Adolescencia.

Quizás sea un problema de percepción, pero a medida que la sociedad costarricense crece y se desarrolla económica y tecnológicamente, pareciera que las circunstancias bajo las cuales las juventudes de hoy maduran emocionalmente son muy distintas a las de hace cincuenta años o más. Las condiciones de vida entonces eran más rigurosas y, consecuentemente, la necesidad de que las personas se incorporaran a la vida adulta a una edad menor era más imperiosa, lo cual iba aunado a una menor expectativa de vida. Ahora, ante la cruda realidad de las muertes en carretera, podría valer la pena cuestionarnos si se justifica o no mantener la edad de mayoría para efectos de conducción de vehículos en los límites actuales. ¿Cambiarla ayudaría a reducir los accidentes y muertes en carretera o no? No tengo la respuesta. Sería de gran utilidad escuchar criterios al respecto de los especialistas.

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Nota posterior:

En respuesta a mi artículo de hoy en La Nación, me enviaron este interesante comentario, que publico con permiso de su autor:

"Don Christian:

muy interesante su artículo y coincido plenamente con su opinión. En forma complementaria, le comento que hace algún tiempo leí un estudio hecho por aseguradoras americanas debido a la gran cantidad de accidentes de tránsito, muchos de ellos mortales y la realidad que muestran sus estudios que indican que la gran mayoría de los accidentes fatales involucran gente joven, particularmente hombres jóvenes.

Entre otras conclusiones comentaban del desarrollo físico del cerebro, en donde las áreas de la corteza cerebral que atan la conciencia de un riesgo con sus consecuencias, son las últimas en madurar y lo hacen luego de los 20 años y están plenamente funcionales a los 22 años en promedio, si mal no recuerdo.

La implicación de esto es que un joven que aún tiene áreas de su corteza, inmaduras, puede claramente percibir que va a 140 kph y pensar que es una velocidad muy alta, pero no conecta claramente ese hecho con la consecuencia potencial de que un choque a esa velocidad implica la muerte, muerte de otros, consecuencias personales para toda la vida, etc. Simplemente no amarra plenamente hechos que sí ve, con consecuencias personales, aunque también perciba lo que significa quedar en una silla de ruedas o perder un miembro, etc.

De ese estudio también salía la sugerencia de que la licencia debería darse luego de una edad que asegure la plena madurez cerebral, orgánicamente hablando.

Saludos.

Arturo Yglesias M."

3 de febrero de 2015

Cosa juzgada constitucional

Este artículo aparece publicado en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)

A finales del año pasado, los colegas Rubén Hernández y Édgar Fernández publicaron sendos comentarios en esta misma sección, relacionados con el tema del valor y alcances de la cosa juzgada de los fallos de la Sala Constitucional (10/10/14 y 21/11/14, respectivamente). Al margen de la discusión de cualquier caso concreto, quisiera aportar algunas ideas adicionales, particularmente desde la óptica de cómo esta cuestión interesa al trabajo que realizamos los jueces de lo contencioso administrativo.

Lo más importante que deseo destacar es que, en discusiones sobre esta temática, es frecuente observar una confusión que se da entre dos conceptos relacionados pero que, en realidad, son absolutamente distintos: por un lado, el ya mencionado de la cosa juzgada material de las sentencias de la Sala y, por otro, el de la eficacia erga omnes de que están dotadas.

La cosa juzgada material es un instituto propio del derecho procesal general y encuentra fundamento en la garantía consagrada en el párrafo segundo del artículo 42 de la Constitución Política. En materia civil, lo desarrollan los numerales 162 y siguientes del Código Procesal Civil. En síntesis, la cosa juzgada material significa que la existencia de una relación jurídica que haya sido declarada por una sentencia firme dictada en un proceso de conocimiento ordinario o abreviado, ya no puede volver a discutirse en otro proceso posterior en el que las partes, el objeto y la causa sean iguales. Constituye una garantía de seguridad jurídica y se fundamenta en la necesidad de ponerle fin a los asuntos decididos por sentencia judicial, para impedir su sucesivo replanteamiento, sin lo cual imperaría una perenne incertidumbre. Como regla, solo adquiere la autoridad de cosa juzgada lo que la sentencia establezca en su parte dispositiva, no en cuanto a sus fundamentos.

Por su parte, la vinculatoriedad erga omnes de los fallos de la Sala Constitucional es un instituto particular de esta rama del derecho procesal y su origen no es constitucional sino legal, pues deriva de lo estipulado en el ordinal 13 de la Ley de esa jurisdicción (LJC). En breve, significa que aquello que resuelva la Sala en cualquier clase de proceso de su competencia (habeas corpus, amparo, cuestiones de constitucionalidad y conflictos de competencias constitucionales) obliga a todas las personas, aunque no hayan sido parte, cuando se encuentren en la misma situación jurídica. A diferencia de la cosa juzgada, la eficacia erga omnes de los pronunciamientos de la Sala incluye a sus fundamentos (parte considerativa) y no solo a lo resolutivo.

Como decía, no es infrecuente confundir ambos conceptos, lo cual –sin embargo– puede conducir a consecuencias erróneas. La dificultad principal, a mi juicio, reside en el hecho de que los habeas corpus y amparos que conoce la Sala Constitucional (que conforman la gran mayoría de los asuntos a su cargo) no son procesos plenarios sino sumarios, lo cual –por definición– conduce a concluir que los fallos dictados en ellos, ya fueren estimatorios o no, no pueden tener autoridad de cosa juzgada material, aun cuando sí posean eficacia erga omnes, que –repito– no es lo mismo. En efecto, desde su voto Nº 2661-98, ese mismo Tribunal ha reconocido que esos procesos solo resultan idóneos para la constatación de violaciones directas y groseras a los derechos fundamentales, al carecer de las etapas de evacuación de prueba y amplitud del contradictorio que son propias de los procesos plenarios. En una sentencia de habeas corpus o de amparo, los hechos que se tiene por demostrados o por indemostrados no necesariamente están basados en un examen exhaustivo de pruebas; a veces, se fundamentan tan solo en lo que la autoridad recurrida haya declarado en el informe rendido bajo juramento o, peor aún, en la ausencia de ese informe (que puede dar lugar a que los hechos denunciados por la parte actora sean tenidos por ciertos: artículos 23 y 45 de la LJC). Por el contrario, en los procesos de conocimiento –como los que se tramita, por ejemplo, en la jurisdicción contencioso administrativa– existe un debate y análisis a profundidad de los hechos y de la evidencia aportada, con el objetivo de llegar a establecer la verdad real de los hechos (artículo 82.1 del Código Procesal Contencioso Administrativo, CPCA).

Partiendo de lo anterior, la Sala Primera de la Corte Suprema de Justicia ha considerado (consúltese por ejemplo la sentencia N° 1000-F-S1-2010), que la vinculatoriedad de los precedentes emanados de la jurisdicción constitucional se debe entender únicamente respecto de la interpretación de los alcances de los derechos fundamentales y las normas constitucionales, no así en cuanto a aspectos de legalidad, cuya determinación y control la propia Constitución Política –artículo 49– asigna más bien a la jurisdicción contencioso administrativa. Esta doctrina, de toda suerte, podría también sustentarse eventualmente en el simple hecho de que la eficacia erga omnes discutida es, se insiste, de origen legal, respecto de la cual el CPCA –con su mandato de búsqueda de la verdad real, derivado del derecho, también constitucional, a una justicia cumplida– resulta norma de orden público, posterior y especial respecto de la LJC. El punto queda planteado para discusión.

28 de enero de 2015

Creación de sistema de compras públicas electrónicas SICOP

En La Gaceta N° 19 del día de hoy (documento PDF), aparece publicado el decreto ejecutivo N° 38830-H-MICITT del 15 de enero del año en curso, de "Creación del Sistema Integrado de Compras Públicas como plataforma tecnológica de uso obligatorio de la Administración Central para la tramitación de los procedimientos de contratación administrativa". El SICOP será el sucesor de los actuales sistemas Mer-Link y CompraRed.