28 de julio de 2002

El justo medio

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Alguna vez leí que una de las máximas de Confucio nos previene de que la verdad no suele encontrarse en los extremos, sino en el justo medio.

Cuando de monopolios del Estado se trata, muchos se empeñan en buscar la verdad en los extremos: es cosa de bueno o malo, blanco o negro, todo o nada. Y, claro, cuando uno se sitúa en un extremo, tenderá a ver a todos los demás en el extremo contrario. Nosotros, buenos; ellos, malos.

Pero no creo que se pueda juzgar a todos los monopolios del Estado por igual, porque no son iguales. Cada uno fue creado en un momento dado con un propósito definido, que entonces se consideró oportuno y necesario. Por ende, para discutir con seriedad sobre si alguno de ellos debe subsistir o desaparecer, pareciera necesario plantearnos, primero, ¿para qué fue creado? Segundo, ¿esa razón sigue siendo valedera en la actualidad? Caso negativo, ¿existe una mejor opción?

A cada uno lo suyo. Vivimos en una sociedad que heredó de los próceres de la Revolución Francesa la premisa de que cada persona debe ser libre para buscar el camino de su propia felicidad. Esto exige que el individuo esté exento de injustificadas intromisiones en su ámbito personal; especialmente de la intromisión del Estado. Las restricciones que este imponga a nuestra libertad solo deben ser, como regla, las necesarias para asegurar una ordenada y provechosa convivencia social. El Estado y el derecho están llamados a amortiguar los choques que inevitablemente produce el hecho de que debamos vivir juntos en sociedad. Porque cada persona tiene sus propias metas, anhelos y proyectos. Estos, desde luego, no siempre coinciden con los de los demás. De hecho, usualmente no lo hacen. Por tanto, cuando el espacio de libertad de uno entra en conflicto con el de otros, el ordenamiento jurídico –cuya vigencia el Estado debe garantizar– establece las reglas por medio de las cuales se procura evitar que la pugna degenere en violencia y anarquía; y que el fuerte imponga su ley al débil. Por eso enseñaba Ulpiano que la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada quien lo que le pertenece.

Y ¿qué tiene que ver esto con el tema inicial? Cada vez que el Estado monopoliza una actividad, es obvio que nos la niega a los demás. ¿Es eso malo? Depende. Si esa restricción es la mejor manera de asegurar una provechosa convivencia social; y si por esa vía avanzamos hacia el ideal de dar a cada quien lo que le pertenece, o sea, hacia la justicia social, bienvenido el monopolio. Pero si, por el contrario, su existencia representa un obstáculo para el progreso social, porque las razones por las que fue creado eran buenas entonces pero ya no lo son, entonces tendremos que plantearnos seriamente si existe una mejor alternativa.

Cada cosa en su tiempo. Creo que los avances sociales que hoy tenemos difícilmente habrían sido posibles sin la existencia de un ICE o de una banca estatal. ¿Cuál empresa privada se habría planteado el reto de llevar la electricidad y la telefonía a cada rincón de la geografía nacional? ¿Cuál financiera privada asumiría la función de banca de desarrollo? En lo personal, siento que una entidad como el ICE no ha agotado su mandato, aunque hay espacios muy concretos (¿la telefonía celular?, ¿el acceso a Internet?) en los que cabría plantearnos la posibilidad de habilitar la iniciativa privada. Después de todo, la banca estatal no desapareció al romperse el monopolio de las cuentas corrientes. Pero, del mismo modo, es mi estrictamente personal opinión que otros monopolios estatales, como el INS o FANAL, han excedido su justificación histórica y solo con dificultad podemos defender su continuada existencia.

En suma, conviene dejar de plantearnos el tema de los monopolios del Estado como una cuestión de todo o nada. Cada cual tiene su momento. En este tema, difícilmente hallaremos las verdades necesarias en los extremos.