30 de mayo de 2006

Matrimonio y Estado

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

A la espera de conocer en detalle las razones por las que la Sala Constitucional rechazó la acción de inconstitucionalidad relativa al matrimonio de parejas del mismo sexo, creo que la comunidad gay-lésbica nacional debe visualizar el fallo, antes que otra cosa, como una señal sobre cómo deben reorientar la lucha en pro de sus derechos.

Entiendo que el pronunciamiento pone la bola en la cancha de la Asamblea Legislativa, que es a la que corresponde normar proactivamente el ejercicio de los derechos fundamentales. Por fortuna, entre los actuales legisladores hay muchas personas cultas e inteligentes, que seguramente sabrán discutir el tema con la seriedad que merece. Mientras no se agote esta instancia, juzgo apresurado llevar el asunto ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La historia prueba claramente que, en nuestro medio cultural, el instituto del matrimonio posee un origen inequívocamente religioso. El cristianismo lo hereda del judaísmo, pero su nacimiento preciso se pierde en la bruma de los tiempos, en épocas en que todos los acontecimientos significativos en la vida de las personas estaban ligados a alguna clase de rito mágico o religioso.

Esfuerzos históricos. Como es propio de la confusión entre lo jurídico y lo religioso que denota a determinados estadios del desarrollo humano, ordenamientos como el nuestro han asimilado y dotado de consecuencias jurídicas a ese instituto, manteniéndose así en el tiempo, pese a los esfuerzos históricos que han buscado afirmar el principio de separación de Estado y religión. Nuestro derecho de familia llega incluso al punto de dotar de reconocimiento legal a las uniones matrimoniales realizadas por la Iglesia Católica, en detrimento de las que se oficien dentro de otros cultos.

Ahora bien, basta una simple mirada a nuestro alrededor para comprobar que existen modalidades de convivencia que satisfacen muchos, si no todos, los objetivos del matrimonio, sin estar revestidas de las formalidades de él. Baste mencionar las uniones de hecho, en las que hombres y mujeres comparten amor, apoyo mutuo, crianza de hijos y todas las demás cosas buenas y provechosas de la relación conyugal. Otra mirada alrededor nos convencerá también de que el matrimonio tradicional -religioso y heterosexual- no garantiza nada en términos de sustraer a los contrayentes ni a sus hijos del flagelo de la violencia doméstica y otras disfunciones. Ambas realidades han conducido en su momento a cambios que han transformado la concepción jurídica del matrimonio, ya sea dándole efectos similares a los de este a uniones que no lo son (las de hecho), o bien admitiendo la posibilidad de rompimiento de un vínculo que la tradición religiosa estima indisoluble (el divorcio).

Origen histórico. Está muy bien que los cultos religiosos doten a las uniones matrimoniales de las características y requisitos que deseen. Está bien, incluso, que aspiren a reservar la palabra "matrimonio" solo para esos vínculos, puesto que ese es su origen histórico. Pero más allá de la semántica, nada obliga a que el Estado deba brindar tutela jurídica solo a aquellas formas que una religión cualquiera estime como aceptables. En una sociedad abierta y libre, los adultos deben poder construir su felicidad siguiendo solo los dictados de su razón y su conciencia, mientras sus acciones no representen daño o perjuicio real para los demás. Esto tiene que ser especialmente cierto cuando se trata de edificar valores que deberíamos preciar y reforzar, como son el afecto, la solidaridad y la convivencia conyugal.

La solución, a mi parecer, radica en separar definitivamente el ámbito de lo jurídico y lo teológico. Que las religiones celebren matrimonios de la manera que quieran, pero que el Estado regule las modalidades de uniones civiles que requiera el efectivo respeto de la dignidad y de los derechos de las personas. Y que solo estas -llámense como se las llame- estén dotadas de efectos jurídicos.

7 de mayo de 2006

Ya viene Da Vinci

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Para estos días anuncian el estreno de El Código Da Vinci, versión cinematográfica de la novela homónima de Dan Brown. Alrededor del libro se desató una polémica que ha repuntado con el filme y en la cual -me parece- las personas prudentes deben mantener una actitud informada y crítica ante los argumentos de cada bando. Está claro que poderosas fuerzas confluyen tanto a favor como en contra. Lo mejor sería, entonces, leer el libro (o ver la película), considerar todos los puntos de vista, investigar en fuentes serias y, al final, formar uno su propio criterio.

De entrada, me parece irracional, oscurantista, la postura de quienes piden boicotear lo que no es más que el ejercicio de una libertad básica: la expresión artística. Como decía el fallecido C. Sagan, El remedio para un argumento falaz es otro argumento mejor, no la supresión de las ideas. Pero, a la vez, es ingenua la actitud de quienes quieren ver en la novela una especie de tratado de historia bíblica, en vez de lo que realmente es: el intento de un escritor de ganar la mayor cantidad posible de dinero, echando mano a un tema polémico y tejiendo en torno a él un relato ficticio (todo lo cual, por cierto, es perfectamente válido).

Diversos estudiosos (ofrezco las citas bibliográficas más abajo) han destacado la investigación histórica y bíblica de la que se sirvió Brown al escribir, pero con reservas y correcciones. Por ejemplo, señalan que no hay pruebas para admitir la existencia del "Priorato de Sion", la organización ultrasecreta que -según la novela- protege la descendencia de Jesús y de su mujer, María Magdalena. De hecho es probable que sea solo una invención francesa del siglo pasado. Por su parte, el Opus Dei es una agrupación verdadera y bien conocida. Sin embargo, aunque controversial en sus métodos y opiniones, no consta que haya recurrido jamás al asesinato o a conducta criminal alguna como modus operandi para lidiar con sus opositores, como la presenta el autor.

Especulaciones. Cierto que hay pistas que apuntan a que la Magdalena -de cuya existencia otros dudan- es una figura incomprendida, maltratada, a la que se ha querido degradar identificándola erróneamente con una mujer pecadora o prostituta, que menciona el evangelio de Lucas. Pero de allí a que tuviera una relación sentimental, incluso marital, con Jesús -y ni qué decir de que llegaran a tener hijos- hay mucho trecho. Tal interpretación se basa en relatos no reconocidos, los llamados "evangelios gnósticos", cuya verosimilitud o falsedad histórica quizás nunca pueda probarse (cosa que, para ser justos, bien podría decirse también de los propios evangelios canónicos). Es interesante que algunos de esos textos más bien mantienen una postura antifeminista, que más semeja la de la Iglesia Católica de hoy, que la de la cultura pro feminista que Brown atribuye al cristianismo primitivo.

Otros elementos del relato de Brown, como la supuesta inclusión de la Magdalena en La última cena, de Leonardo Da Vinci, o su interpretación de la leyenda del Santo Grial (que otros ya habían propuesto antes), se fundan en especulaciones que no pueden verse más que como meramente interesantes o curiosas. Y otras afirmaciones son palmariamente erróneas, como, por ejemplo, la noción de que los evangelios canónicos son posteriores a los llamados textos de Nag Hammadi o los "Rollos del Mar Muerto".

Así pues, El Código Da Vinci es una obra de ficción que está construida a partir de fundamentos de discutible historicidad, con la que su autor ha apostado a obtener buenos réditos, los consideremos merecidos o no. Esto, desde luego, no se puede dejar de lado al ver la película. Disfrutémosla por lo que es sin darle ni más ni menos crédito del que merece. En este caso, como en tantos otros, recomiendo aplicar esa sabrosa máxima del verdadero escéptico: Mantener siempre una mente abierta, pero no tanto que se le caiga a uno el cerebro.

Referencias: