17 de noviembre de 2002

Cuando NO legislar

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Si de algo tenemos bastante en este país, es de leyes. Más de ocho mil si nos basamos únicamente en la secuencia numérica actual. Claro, muchas de ellas están derogadas, tácita o expresamente. Aun así, la cantidad que queda es impresionante.

En gran medida, esta fertilidad legislativa es producto de la concepción -arraigada pero ingenua- de que los problemas se resuelven con leyes. Y si una ley anterior no sirve, hay que promulgar otra en su lugar.

Pertinencia. Sin embargo, es buena idea detenernos a reflexionar sobre lo que, en última instancia, debe determinar la conveniencia o inconveniencia de legislar, a saber: la convicción plena de que la disposición normativa que se quiere promulgar es necesaria y pertinente.

Arbitraje. Partamos, primero, de la noción fundamental de que el papel central del derecho en cualquier sociedad moderna es arbitrar los conflictos intersubjetivos para evitar que degeneren en violencia social. Preferiblemente, estos conflictos deben ser prevenidos; pero, si no es posible hacerlo, deben ser contenidos para que no escalen y para que se restituyan sus eventuales consecuencias dañosas.

Partamos, además, de la idea igualmente básica de que las personas estamos en este mundo para autorrealizarnos y ser felices. Y que la búsqueda y consecución de esa felicidad solo es posible en libertad.

Desde la óptica anterior, la promulgación de una ley, en cuanto imponga obligaciones o restrinja los derechos de las personas, necesariamente crea un límite a los espacios de libertad dentro de los que es posible movernos en busca de lograr la anhelada autorrealización personal. Eso no es algo malo per se, si la ley es necesaria, precisamente para arbitrar un conflicto de derechos e intereses real o potencial y así asegurar una convivencia pacífica. Después de todo, la frontera natural de los derechos de cada uno de nosotros es el punto donde principian los derechos de los demás. Y, gústenos o no, tenemos que vivir en sociedad y para ello hay que acatar las reglas del juego.

Pero, además, la ley será tanto más justificable en cuanto sea pertinente; esto es, que la regulación que contiene -y, con ella, la restricción que provoca en el espacio natural de libertad de las personas- sea razonable y proporcionada. De este modo, la norma no irá más allá de lo justo y conveniente para lograr uno o más fines determinados.

Libertad. Todo alumno de derecho aprende en los primeros años de estudio el principio básico de autonomía de la voluntad. En el contexto de la discusión previa, ese principio nos lleva a estimar que una ley cuyos destinatarios seamos los ciudadanos debe ser dictada cuando sea necesaria para limitar una determinada conducta activa u omisiva. Porque no se dictan leyes para permitir cosas a los sujetos privados: estos ya son libres para hacer todo lo que la ley no les proscriba.

Aunque obviamente no es siempre así, a veces es mejor simplemente dejar que las personas vayan buscando y encontrando los límites que deben gobernar su conducta. Esto es especialmente cierto cuando se trata de relaciones entre iguales, donde el diálogo y la negociación pueden conducir a convenios más provechosos que los que devendrían de una imposición externa. El contrato, como dice el conocido aforismo jurídico, es ley entre las partes; una ley que ellas mismas fijan, no que les cae desde las alturas del poder estatal. Pero, naturalmente, si tratamos con relaciones donde las partes no son iguales, la acción normativa del Estado probablemente sí encuentre sentido en la medida en que se requiera para evitar que el pez grande se coma al pequeño.

Estrictamente, nada impide que el legislador legisle simplemente porque puede. Pero sobre la base de las reflexiones previas, conviene que este se autoimponga la disciplina de legislar porque debe. En esa medida, no solo obtendremos una cantidad más manejable de normas, sino que, además, las que tengamos posiblemente sean más justas e inviten por ello a ser respetadas realmente.

3 de noviembre de 2002

Voto electrónico

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

En julio del 2001 dediqué este mismo espacio al tema del voto electrónico. Luego de repasar los pros y contras de esta técnica, señalé que “no obstante sus evidentes complejidades, las ventajas que ofrece la posibilidad de votar electrónicamente son innegables y de mucho peso. De toda suerte, un cuidadoso y pensado proceso de implantación (por medio de planes piloto a corto y mediano plazo), de la mano de reformas legales coherentes y bien diseñadas, puede minimizar los riesgos asociados”. Y añadí que “lo primero es tener claro que votar electrónicamente no necesariamente equivale a votar por Internet. Aunque esto último podría ser visto como una meta deseable en el futuro, es claro que podemos posponerla en favor de mecanismos menos ambiciosos, pero dotados también de las ventajas del medio informático, como lo son las urnas electrónicas”.

Plan piloto. En las elecciones municipales de diciembre, el TSE aplicará un plan como el indicado. Mediante un dispositivo de pantalla y teclado, el elector que opte por esta vía podrá seleccionar los candidatos de su preferencia o votar en blanco. Hecho esto, se imprimirá un comprobante que se depositará en una urna tradicional. Los datos registrados electrónicamente serán transmitidos al TSE para su conteo.

Como se ve, no estamos aún ante un mecanismo de votación remota, ni se suprimirá el uso de papel. Entonces se preguntarán para qué sirve, si no se lograrán muchas de las metas propuestas para esta tecnología: eliminar los traslados, minimizar los gastos de transportes, reducir la generación de desechos, permitir el voto de enfermos y discapacitados, etc.

Exactitud y confianza. En realidad, la vía elegida por el TSE tiene mucho sentido. Expertos en seguridad informática, como Bruce Schneier y Rebecca Mercuri, han dado razones de por qué votar por Internet y desechar el papel no es realista por ahora. En efecto, una tecnología de votación ideal debe ofrecer garantías de anonimidad, escalabilidad, rapidez, auditoría y exactitud. Pero la exactitud -como lo ha dicho el primero de los citados autores- no tiene que ver con cuán bien se cuentan los votos, sino cuán bien se traduce la intención del elector en votos contabilizados correctamente. Y un sistema totalmente electrónico no provee al votante de un medio que dé la certeza de que su voluntad ha sido registrada certeramente.

Por desgracia, los aparatos electrónicos son vulnerables y propensos a fallos. Diversas experiencias alrededor del mundo registran problemas como computadoras que no fue posible poner en marcha el día de las elecciones, o que se paralizaron a mitad del proceso de votación. Sin medios para recontabilizar los votos, la pureza y transparencia del sufragio es puesta en duda. Y votar remotamente por medio de Internet solo agregaría incertidumbre, por ser -como es bien sabido- un medio altamente inseguro. Un sistema de votación local, apoyado por la impresión de comprobantes de papel que puedan ser usados para corroborar el resultado en caso necesario, es la mejor opción.

Prudencia. Aun así, poner en práctica este sistema no será fácil. Todavía hay múltiples puntos de fallo posibles (¿qué tal si la impresora se descompone?; ¿será segura y confiable la transmisión de datos a la sede central del TSE?). Por eso, ejecutar un plan piloto a una escala relativamente pequeña y en un proceso como este, en vez de en las elecciones nacionales, es lo prudente. El margen de error nunca podrá ser reducido a cero, pero recordemos que los mecanismos de sufragio tradicional tampoco son infalibles.

Roger Needham, citado por Schneier, ha dicho que "automatización" significa cambiar algo que sirve por algo que casi sirve, pero que es más rápido y barato. Como tantas otras cosas en la vida, se trata de un costo de oportunidad.

Esperemos que los resultados sean los mejores y que se logre continuar depurando las vías de participación democrática.