En enero del 2003, ofrecí en este mismo espacio algunas reflexiones sobre el tema de la educación. Releyendo esas líneas cuatro años más tarde, no deja de producirme cierta tristeza constatar cuánta verdad hay en aquel dicho de que cuanto más cambian las cosas, más siguen igual.
Por eso no está demás comenzar de nuevo con el mismo pensamiento del psicólogo B. F. Skinner, quien decía que educación es aquello que queda una vez que lo aprendido se ha olvidado
. Y tampoco sale sobrando reiterar la idea central de ese artículo anterior, válida hoy tanto como entonces: la de que, en mi opinión, las tareas fundamentales de la educación se resumen en enseñar a aprender y enseñar a convivir.
Ansia innata. Enseñar a aprender es fundamental porque no hay ninguna cantidad posible de clases (200 días lectivos o no) que alcancen para mostrar a un niño todo lo maravilloso que hay por aprender. Implica incentivar, en vez de mutilar, la curiosidad natural y el ansia por aprender con los que todos nacemos y que tantos de los mal llamados "métodos educativos" de hoy se encargan de sofocar rápidamente.
Enseñar a aprender significa también dotar a los pequeños, tan pronto como sea posible, de las herramientas del pensamiento crítico, que les permita analizar y cuestionar razonadamente –obviamente que según su etapa de madurez– las ideas, influencias y presiones a las que se verán expuestos a lo largo de sus vidas, ayudándolos a protegerse de los fraudes y ardides, de toda índole y de todo signo, de los que tantos adultos son o han sido víctimas. El pensamiento crítico es una vacuna contra la credulidad; una póliza contra el engaño. Es algo así como karate mental.
Enseñar a aprender implica enseñar a los niños a comprender e interiorizar el método científico, como instrumento igualmente invaluable para la adquisición de nuevos conocimientos y para la comprensión de la realidad que nos rodea.
Ética y moral. Por su parte, enseñar a convivir no es menos crucial. Tiene que ver con la necesidad de inculcar en los menores los parámetros éticos y morales que contribuyan a cimentar los pilares del humanismo moderno: la valentía con la que se debe enfrentar la vida y se hace posible prevalecer frente a la adversidad; el sentido de la responsabilidad, por la que debemos admitir y asumir las consecuencias de nuestras acciones u omisiones; el respeto y la tolerancia, que nos sensibilizan a la diversidad y nos permiten convivir pacíficamente; y la solidaridad, que nos exige permanecer atentos y actuar en consecuencia frente a las carencias y necesidades de los demás.
Enseñar a convivir conlleva también inculcar valores cívicos auténticos, forjados a partir de un examen objetivo y honesto de nuestro pasado y de las instituciones contemporáneas, con el propósito de ayudar a los estudiantes a apreciar que el respeto de la legalidad es necesario para generar una convivencia ordenada que nos permita a todos crecer tanto individual como colectivamente. La legalidad, desde esta óptica, puede y debe llegar a ser valorada más por las posibilidades que ofrece, que por las restricciones que impone. Un civismo así entendido genera verdadero patriotismo, que no es lo mismo que "patrioterismo", el cual, parafraseando a George Bernard Shaw, no es más que la extraña creencia de que el país de uno es mejor que todos los demás solo porque, de casualidad, uno nació en él.
Educación –digámoslo una vez más– es lo que queda después de que todo lo no indispensable, todo lo simplemente memorizado, se ha olvidado. La posibilidad de "pensar fuera de la caja", de reorientar la educación, de forjar mejores ciudadanos del país y del mundo, está ahora mismo en nuestras manos. Si no ahora, entonces ¿cuándo?
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