Quienes amablemente han leído mis artículos previos sobre el voto electrónico, quizás hayan notado que mi entusiasmo al respecto ha decrecido apreciablemente. Y las recientes elecciones de medio período en EE. UU. han hecho poco por reanimarme.
La idea de usar medios tecnológicos para acelerar y depurar la recepción y conteo de votos en los procesos electorales es una aspiración de larga data, que nace del hecho innegable de que las computadoras son buenas para manejar números. Después de todo, se dirán, si confiamos habitualmente en ellas para gestionar transacciones bancarias multimillonarias, ¿por qué no habríamos de hacerlo también para contar votos?
El problema es que una y otra cosa no son lo mismo y la diferencia esencial se reduce a una sola palabra: auditabilidad. Los movimientos financieros, por su propia naturaleza, están llamados a ser auditados a posteriori, con el fin de comprobar su veracidad y legalidad. No son transacciones anónimas: una persona física o jurídica conocida transfiere fondos a otra u otras igualmente identificadas. Pero en una democracia, la pureza del sufragio va de la mano del secreto del voto, o sea, de la anonimidad del votante. Y, por eso, el tipo y número de controles posibles difiere sustancialmente.
Desenlace diferente. En las elecciones estadounidenses de noviembre, hubo un distrito electoral en Florida en el que el ganador triunfó por escasos 373 votos, de un total de 237.861 recibidos, pero en el que se descubrió que al menos 18.000 votos no fueron registrados por los sistemas electrónicos. La situación se tornó aún más difícil por el hecho de que esos sufragios provenían de lugares donde se sabía que el candidato perdedor tenía un fuerte apoyo, de modo que bien podrían haber determinado un desenlace diferente. El problema es que no hay manera alguna de realizar un recuento de papeletas, ya que todo se manejó electrónicamente. Es decir, no hay modo de auditar los resultados.
En otros estados, hubo reportes de electores que no habían podido votar debido a errores de programación de los sistemas; urnas electrónicas que invertían la asignación de votos (es decir, un voto para Juan era acreditado a María y viceversa); demoras en la apertura de mesas receptoras por fallos en las máquinas; personas confundidas al momento de votar debido a interfaces mal diseñadas y largas filas atribuidas a errores en los registros de sufragantes. En un caso especialmente insólito, un candidato a alcalde recibió cero votos: ni siquiera se registró el que emitió a favor de sí mismo.
Error y fraude. Todo conteo de votos (automatizado o no) puede verse afectado por errores aleatorios, provocados sin intención maliciosa. Generalmente son escasos y tienden a ser comparativamente inocuos, porque las probabilidades determinan que los que desfavorezcan a ciertos candidatos tienden a balancearse con otros, igualmente aleatorios, que los favorezcan. Pero también puede haber errores sistémicos, provocados deliberadamente antes, durante o después del momento de la votación. Estos tienen el potencial de inclinar un resultado y concretar un auténtico fraude electoral.
Para reducir los riesgos, algunas urnas electrónicas imprimen y luego cuentan papeletas de papel, que el propio votante puede verificar antes de depositarlas y que luego pueden servir para realizar recuentos de votos. Si bien son mucho mejores que los sistemas completamente electrónicos, no suprimen del todo la posibilidad de fraude (o de fallos técnicos) a lo largo de la cadena de pasos del proceso eleccionario, en la que no hay solo uno, sino múltiples posibles eslabones débiles.
Es mucho lo que está en juego. Una transacción financiera errónea puede conducir a alguien a la cárcel, pero un resultado electoral cuestionado puede conducir a una guerra civil. La prudencia debe imperar y, de momento al menos, la reciente experiencia en Estados Unidos aconseja avanzar despacio y con buena letra en este tema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario