18 de julio de 2011

Estado laico y juramento constitucional

Este artículo apareció en la sección "Página Quince" de La Nación de hoy (ver publicación)

En su comentario del 12/7/11 titulado "El Vaticano favorece un Estado laico", don Luis París señala que el proyecto de reforma del artículo 75 de la Constitución Política presentado en el 2009 a la Asamblea Legislativa fracasó, entre otras razones, debido a "una desafortunada redacción para reformar también el artículo 194 -que pretendía excluir la referencia a Dios del juramento constitucional". Como uno de los corredactores de la mencionada propuesta, aprecio la oportunidad que se presenta para clarificar las erróneas interpretaciones que se produjeron y siguen produciéndose con respecto a este tema.

Efectivamente, ese año el fuerte de la oposición al proyecto giró en torno al juramento, acentuada en parte quizás por algunos poco felices titulares de prensa (incluso La Nación, el 3/9/09, proclamaba en primera plana "Diputados promueven eliminar a Dios de la Constitución Política"). Esto a pesar de que el proyecto en ningún momento pretendió suprimir, por ejemplo, la mención a Dios que está contenida en el preámbulo de nuestra Carta Política.

Para comenzar, es necesario ubicarnos correctamente en el contexto: el citado artículo 194 establece el juramento que debe rendir un funcionario antes de entrar en el ejercicio de un cargo público. Jurídicamente, constituye un requisito de eficacia -una formalidad ceremonial- del acto de investidura. Es decir, el juramento no atañe a la generalidad de la población, ni mucho menos puede verse algo así como un rasgo definitorio de la nacionalidad costarricense, como alguno quizás ha pretendido presentarlo.

¿Entonces por qué se proponía reformarlo, junto con el artículo 75 (que establece la confesionalidad del Estado)? Porque es obvio que un Estado no puede ser verdaderamente neutral en materia religiosa -y, por ende, laico- si ese mismo Estado le pone como condición a las personas que van a entrar a prestarle sus servicios en condición de funcionarios públicos, que rindan un juramento religioso, sin el cual sus nombramientos no surtirán plenos efectos legales. Y porque es obvio también -o al menos debería serlo- que las creencias religiosas, o la ausencia de ellas, nada tienen que ver con la forma en que una persona cumpla con sus obligaciones como servidor o servidora. Estoy seguro de que las y los lectores podrán evocar múltiples ejemplos que más bien tenderían a demostrar lo contrario.

Tal como se explicó en la exposición de motivos del proyecto del 2009, del texto actual ("Juráis a Dios y prometéis a la Patria...") se desprende "que solamente aquellos creyentes en la idea de un Dios unipersonal pueden ser funcionarios públicos, pues a quienes se adhieran a credos politeístas (como ciertas corrientes del hinduismo) o a credos que no proclaman ninguna divinidad en particular (como el budismo) y a los no creyentes, les sería imposible jurar, si quisieran conservar intacta su ética y dignidad". De esta suerte, el propósito de nuestra iniciativa era ofrecer, como alternativa, "un juramento práctico que permita a cualquier costarricense ser funcionario o funcionaria pública, sin innecesarias limitaciones derivadas de sus creencias religiosas, o ausencia de ellas". En efecto, en la medida en que se proponía que la persona más bien jure "por sus convicciones" no se está excluyendo a nadie, puesto que es obvio que esas convicciones incluirán a Dios para quienes crean en Él, sin discriminar a quienes crean distinto.

A pesar de que lo anterior debería parecerle eminentemente razonable a cualquier persona que le dedique unos momentos de reflexión desapasionada al tema, lo triste es que la discusión del 2009 se llegó a envenenar a tal punto que no solo no se quiso reflexionar sobre nuestra propuesta, sino que tampoco hubo voluntad siquiera para buscar puntos de encuentro en torno a otras redacciones posibles y que sin duda habrían sido igualmente aceptables. Por ejemplo, se podría haber consensuado una fórmula de juramento dual, que dijera algo así como "Jura a Dios o por sus más profundas convicciones...", que también habría logrado superar a satisfacción los problemas del texto actual.

En conclusión, lejos de plantear una "desafortunada redacción", el proyecto presentado era el cuidadoso resultado de muchos meses de investigación, pensamiento y discusión, así como de consultas a distinguidos constitucionalistas nacionales; no el fruto de una ocurrencia o improvisación. No quiero decir que no se hubiera podido mejorar más aun, tanto entonces como ahora, pero eso ameritaría una reflexión tan seria como la que se dedicó a preparar la propuesta.

A casi dos años de los penosos hechos de setiembre del 2009, está claro que la necesidad de que Costa Rica avance hacia un Estado laico no ha perdido urgencia o interés. El tema merece un debate maduro e informado en la corriente legislativa y en el foro de la opinión pública.

¿Es eso mucho pedir en nuestro país?

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