El pasado julio, causó gran revuelo el valiente informe que la ministra de la Condición de la Mujer, Esmeralda Britton, presentó ante la Organización de las Naciones Unidas y en el que -entre otros temas- se refirió, sin pelos en la lengua, al tortuoso camino que ha seguido el desarrollo de una clara y honesta política nacional en educación sexual. Según entiendo, se le cobra haber sostenido que la Iglesia Católica costarricense ha utilizado reiteradamente su influencia para frenar los avances en ese terreno, y ha ejercido una frontal oposición a los temas relativos a la contraconcepción y al uso de profilácticos para reducir la diseminación de enfermedades sexualmente transmisibles, e interviniendo en la definición de los contenidos y métodos de educación para la sexualidad en las escuelas y colegios públicos.
Hasta adonde conozco, la ministra Britton es una funcionaria de probada seriedad, inteligencia y profesionalismo. Lamentablemente, eso no impidió que se quedara prácticamente sola en la defensa de su posición, mientras algunos de sus compañeros de gobierno corrían a poner distancia entre ese mensaje y la línea oficial ante el regaño de las autoridades eclesiásticas.
Intervención activa. Este antecedente ha hecho resurgir una preocupación que desde hace algunos meses viene dándome vueltas en la cabeza: la urgente necesidad de que la comunidad científica y tecnológica del país encuentre una manera de articular una voz para intervenir activamente en el debate de las políticas públicas relativas a estos campos.
Durante mucho tiempo, científicos y técnicos alrededor del globo mantuvieron una actitud de escepticismo y desinterés en relación con los vaivenes de la política, prefiriendo atrincherarse dentro de sus laboratorios y detrás de las paredes de las universidades con el fin de salvaguardar la pureza de su actividad. Pero grandes acontecimientos históricos, como la Segunda Guerra Mundial, eventualmente los han obligado a asomarse fuera de sus torres de marfil y a asumir posiciones claras con respecto a temas sobre los que no es posible callar, so pena de caer en la complicidad. Para muestra y siguiendo con el ejemplo de la Guerra, se recuerda la enérgica denuncia de Einstein en relación con el exterminio nazi de los judíos europeos.
Deber de actuar. Hoy existe consenso indudable y virtualmente unánime en el sentido de que los profesionales -en todos los campos del saber, incluyendo, desde luego, la ciencia y la tecnología- tenemos un compromiso ético ineludible frente a la sociedad. Para lo que aquí interesa, ese compromiso se traduce en el deber de actuar, con energía y honestidad, para asegurar que la luz del saber y las bondades del progreso alcancen a todos. La libertad, que es derecho fundamental y condición suprema a la que aspira todo ser humano, no está limitada a la independencia física o personal, sino que se realiza, entre otros planos, en la libertad frente al miedo, la ignorancia y la superstición. Y esto solo se logra por medio de un compromiso inclaudicable de promover y difundir el conocimiento.
Tal y como se hace ya en otras latitudes, estimo imprescindible que la comunidad científica y tecnológica nacional construya su propio lobby, ojalá alrededor de sus figuras más prestigiosas, para hacer sentir su aporte en el acontecer nacional. Un foro nacional científico y tecnológico vendría así a actuar fundamentalmente como un asesor objetivo e imparcial de las autoridades públicas (Poder Ejecutivo, Asamblea Legislativa, etc.) cada vez que se trate de adoptar grandes decisiones en esos terrenos. Y serviría también como guía de la opinión ciudadana frente al tratamiento prejuiciado de importantes temas de la agenda nacional. Porque a esa misión nos encomendaba, sin duda, Oliver Wendell Holmes hijo, cuando decía que la mente del intolerante es como la pupila del ojo: cuanta más luz brille sobre ella, más se encoge
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