Si de algo tenemos bastante en este país, es de leyes. Más de ocho mil si nos basamos únicamente en la secuencia numérica actual. Claro, muchas de ellas están derogadas, tácita o expresamente. Aun así, la cantidad que queda es impresionante.
En gran medida, esta fertilidad legislativa es producto de la concepción -arraigada pero ingenua- de que los problemas se resuelven con leyes. Y si una ley anterior no sirve, hay que promulgar otra en su lugar.
Pertinencia. Sin embargo, es buena idea detenernos a reflexionar sobre lo que, en última instancia, debe determinar la conveniencia o inconveniencia de legislar, a saber: la convicción plena de que la disposición normativa que se quiere promulgar es necesaria y pertinente.
Arbitraje. Partamos, primero, de la noción fundamental de que el papel central del derecho en cualquier sociedad moderna es arbitrar los conflictos intersubjetivos para evitar que degeneren en violencia social. Preferiblemente, estos conflictos deben ser prevenidos; pero, si no es posible hacerlo, deben ser contenidos para que no escalen y para que se restituyan sus eventuales consecuencias dañosas.
Partamos, además, de la idea igualmente básica de que las personas estamos en este mundo para autorrealizarnos y ser felices. Y que la búsqueda y consecución de esa felicidad solo es posible en libertad.
Desde la óptica anterior, la promulgación de una ley, en cuanto imponga obligaciones o restrinja los derechos de las personas, necesariamente crea un límite a los espacios de libertad dentro de los que es posible movernos en busca de lograr la anhelada autorrealización personal. Eso no es algo malo per se, si la ley es necesaria, precisamente para arbitrar un conflicto de derechos e intereses real o potencial y así asegurar una convivencia pacífica. Después de todo, la frontera natural de los derechos de cada uno de nosotros es el punto donde principian los derechos de los demás. Y, gústenos o no, tenemos que vivir en sociedad y para ello hay que acatar las reglas del juego.
Pero, además, la ley será tanto más justificable en cuanto sea pertinente; esto es, que la regulación que contiene -y, con ella, la restricción que provoca en el espacio natural de libertad de las personas- sea razonable y proporcionada. De este modo, la norma no irá más allá de lo justo y conveniente para lograr uno o más fines determinados.
Libertad. Todo alumno de derecho aprende en los primeros años de estudio el principio básico de autonomía de la voluntad. En el contexto de la discusión previa, ese principio nos lleva a estimar que una ley cuyos destinatarios seamos los ciudadanos debe ser dictada cuando sea necesaria para limitar una determinada conducta activa u omisiva. Porque no se dictan leyes para permitir cosas a los sujetos privados: estos ya son libres para hacer todo lo que la ley no les proscriba.
Aunque obviamente no es siempre así, a veces es mejor simplemente dejar que las personas vayan buscando y encontrando los límites que deben gobernar su conducta. Esto es especialmente cierto cuando se trata de relaciones entre iguales, donde el diálogo y la negociación pueden conducir a convenios más provechosos que los que devendrían de una imposición externa. El contrato, como dice el conocido aforismo jurídico, es ley entre las partes; una ley que ellas mismas fijan, no que les cae desde las alturas del poder estatal. Pero, naturalmente, si tratamos con relaciones donde las partes no son iguales, la acción normativa del Estado probablemente sí encuentre sentido en la medida en que se requiera para evitar que el pez grande se coma al pequeño.
Estrictamente, nada impide que el legislador legisle simplemente porque puede. Pero sobre la base de las reflexiones previas, conviene que este se autoimponga la disciplina de legislar porque debe. En esa medida, no solo obtendremos una cantidad más manejable de normas, sino que, además, las que tengamos posiblemente sean más justas e inviten por ello a ser respetadas realmente.
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