Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)
Hace unos años, en mi “Elogio de la brevedad” (La Nación, 5/2/09), lamentaba que, a la hora de expresarse de palabra o por escrito, algunas personas abusen del tiempo de las demás, extendiéndose en interminables letanías para decir lo que perfectamente podría comunicarse de modo sintético y directo al punto. En particular, como funcionario judicial, me referí esa vez a ciertos abogados, jueces y tribunales que parecen pensar que “la relevancia de sus escritos o fallos depende de su extensión en páginas.”
Hoy no solo sigo convencido de la justeza de esos conceptos, sino que creo necesario mencionar también el caso de quienes creen que la calidad y la importancia de lo dicen o escriben es directamente proporcional a su complejidad. Me refiero a aquellas personas –conste que no pienso en nadie en especial– que deliberadamente usan el lenguaje más rebuscado posible o tuercen la gramática para construir las oraciones más alambicadas imaginables, quizás para proyectar una imagen de sofisticación o intelectualidad.
“Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”, dice el proverbio. En efecto, la historia demuestra que, por regla general, la claridad y la sencillez al expresarse son los distintivos de una mente superior; no la oscuridad y el engorro. Y digo “por regla general”, porque hay que admitir que a veces las limitaciones del lenguaje impiden transmitir conceptos de mucha dificultad en forma llana y simple. Además, dependiendo del contexto y del público meta, en ciertos casos se impone el uso de un lenguaje técnico y riguroso; por ejemplo, en revistas y tratados científicos. Y también están los casos en que se juega con el lenguaje, bajo licencia artística. Con esa clase de complejidad no tengo problema; mi queja se aplica más bien a cuando alguien parece que se empeña en expresarse de forma incomprensible, de modo innecesario y quizás por puro lucimiento.
Cuando se habla o se escribe para el público en general, la claridad no es optativa, sino obligatoria, si de verdad se desea transmitir una idea con efectividad. Además, es una cortesía mínima hacia todos aquellos que no tenemos la cantidad de neuronas que el autor tiene (o cree tener). La nitidez también es refrescante: ¡qué agradable es leer o escuchar un buen argumento cuando se expresa de manera llana y comprensible! Por eso decía el moralista francés Luc de Clapiers, amigo de Voltaire, que “La claridad es el contrapeso de la profundidad”. Arthur Schopenhauer, por su parte, sostenía que “Se debe emplear palabras ordinarias cuando se quiere decir cosas extraordinarias”. La capacidad de comunicarse con otros de este modo, arrojando luz sobre las ideas y los conceptos, para mi es una cualidad admirable en un escritor u orador. Decir más, con pocas y sencillas palabras, es un verdadero arte.
Tal vez el problema radica en que, paradójicamente, decir las cosas claras no es necesariamente cosa fácil. Con frecuencia, es necesario repensar y reescribir algo, una y otra vez, hasta plasmar en el papel o por medio de la palabra lo que se quiere divulgar. Ese proceso exige, además, que quien se expresa haga un ejercicio de desdoblamiento y trate de ponerse en el lugar del que escucha o lee. Ello es así porque, cuando se estructura una idea, ésta generalmente es fruto de un estado mental y de una carga emotiva que es difícil –o incluso imposible– transferir al papel. Para esto puede ser útil dejar reposar un primer borrador y luego releerlo en otro momento y bajo otro ánimo, para comprobar si las ideas realmente eran tan nítidas como se pensaba al principio. La claridad hay que ejercitarla.
Ojalá nuestro sistema educativo quiera y sepa fomentar las virtudes de la claridad y la brevedad en los estudiantes, desde la niñez. Y ojalá nuestros líderes y gobernantes se propusieran también distinguirse por la llaneza y transparencia de sus palabras. Porque, después de todo, el punto de partida para el diálogo y la comprensión mutua –que son la base de la paz– es hablar claro.