Artículo publicado en la sección "Página Quince" de La Nación (ver publicación)
Este artículo será breve, porque es, justamente, un tributo a la brevedad.
En el siglo XVII, Baltasar Gracián comentaba en su Oráculo manual y arte de prudencia: “La brevedad es agradable y lisonjera. Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y aun lo malo, si poco, no tan malo.”
Decir que “el tiempo es oro” es, a no dudarlo, el mantra de la vida moderna. Y, como todo mantra, si se le aplica de modo irreflexivo conduce fácilmente a toda suerte de equívocos. Porque seguro que no hace falta insistir demasiado en que hay ciertas cosas que, cuanto más duren, mejor. Por ejemplo, cuando se disfruta de una buena novela, lo que por lo general uno no quiere es que se acabe. Ciertamente habría sido una lástima que Tolstoy optara por reducir La guerra y la paz a un simple cuento, en vez del tomo imponente que es; o que Cervantes hubiese elegido tan siquiera acortar el espléndido título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Y, claro, está también el ejemplo del buen comer: si hay algo que requiere urgentemente nuestra sobreestresada sociedad es aprender a comer más despacio.
¿Entonces, qué quería decir Gracián? ¿En qué nos aconseja ser breves? Pienso que tenía en mente a todas aquellas situaciones en las que se pretende disponer, más o menos arbitrariamente, del tiempo de los demás. El peor caso es, desde luego, aquel en que se usa y abusa del tiempo de alguien que no tiene alternativa; es decir, cuando se tiene un público cautivo. En los diversos actos o ceremonias, nunca falta algún insufrible orador que insiste en tratar de embelesar a los oyentes con una interminable perorata.
Pero dije “más o menos arbitrariamente”, porque también hay situaciones en las que se cuenta con un público voluntario, de cuyo tiempo tampoco se tiene derecho de abusar. ¿En qué mala hora se entronizó la idea de que todo evento público debe incluir un “acto cultural” a la mitad? No tengo nada contra lo artístico y cultural (lejos de ello), pero es que aunque hay ciertas ocasiones que se prestan, hay otras en las que -como dicen popularmente- nada que ver. Cuando una actividad tiene un carácter solemne o ya de por sí se extiende mucho, la inserción forzada del bendito “acto cultural” no solo rompe la formalidad del acto sino que además se convierte en un abuso del tiempo de todos. Y no me deja mentir cualquier artista que haya sentido sobre sí esa mirada colectiva de “suena muy bonito, pero acabá ya”.
En mi trabajo de funcionario judicial, es frecuente encontrar abogados, jueces y tribunales que piensan que la relevancia de sus escritos o fallos depende de su extensión en páginas. Con más de una década de experiencia en estas lides, puedo asegurar confiadamente que -con contadas y honrosas excepciones- lo más usual es que, aparte de unos pocos pliegos al inicio y al final, lo demás es simple relleno. En la Sala Constitucional, por ejemplo, algunos de los mejores recursos de amparo o de habeas corpus no los redactan encumbrados profesionales, sino gente sencilla que, incluso de su propio puño y letra, plasma en pocas pero claras líneas cuál es su problema.
Sea oportuno concluir entonces, para ser congruente con el tema, con estas palabras de Marco Tulio Cicerón: “Cuando pretendas instruir, se breve. Que las mentes asimilen rápidamente tus palabras, comprendan su enseñanza y la retengan fielmente. Pues cada palabra innecesaria tan solo desborda las orillas de una mente colmada.”
2 comentarios:
Nada breve, el elogio a la brevedad. Y perdone por la brevedad (... y por la pestilencia)
La primera parte de su artículo muestra la eterna paradoja entre lo breve y lo extenso de la vida cotidiana. La segunda parte de su artículo debería ser lectura obligatoria en "Introducción al Estudio del Derecho" (si todavía existe esa materia).
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