15 de noviembre de 2008

La intención es buena, pero...

Karen Armstrong quiere combatir la intolerancia y el odio que genera el fundamentalismo religioso y, para eso, ha lanzado el proyecto "Charter for Compassion". La idea es simple: hay que convencer a los practicantes de las diversas religiones del mundo de que, por encima de las diferencias entre ellas, sus adherentes deben centrarse en aquello que es común a todas: la llamada "regla de oro" (no hacer a los demás lo que no desearíamos que nos hicieran a nosotros).

La intención es noble y, por supuesto, no podemos menos que desearle éxito. Pero me temo que existe un problema de fondo: la mayoría de los credos religiosos están basados en verdades "reveladas", que deben ser aceptadas como acto de fe, aunque no exista razón lógica o evidencia objetiva que las soporte (de hecho, aunque sus postulados vayan en contra de la razón y la evidencia). Y la mayoría de ellos cree ser la única religión "verdadera", con exclusión de las demás, al punto de que algunas postulan como lícito y necesario el asesinato de los adherentes de otras denominaciones, o de quienes se conviertan a otro credo o intenten convertir a uno de los suyos, aunque esto implique matar al propio hermano, hijo o cónyuge (¿No me creen? Tomen su Biblia y lean Deuteronomio, 13, versículos 2-17).

¿Cómo lograr una convivencia pacífica con personas que están inconmoviblemente convencidas de que esa es, en verdad, la palabra de Dios?

El solo hecho de que tantas religiones postulen tal cosa como la llamada "regla de oro" (que sus fieles la practiquen realmente o no es otro tema), debe servirnos más bien como indicador de algo aun más de fondo: que la "regla de oro" no es, en realidad, un postulado de origen religioso o revelado; es, simple y sencillamente, un principio ético básico de cualquier persona decente y moral, sea creyente o no. Es un atributo moral común de la humanidad, que no procede de una religión en particular sino que las antecede a todas, originándose en nuestro pasado más remoto como especie y que, de hecho, se observa incluso en el comportamiento social de algunas especies animales. Desde esta óptica, está igualmente claro que, en realidad, los dogmas y mandatos de algunas religiones de hecho corrompen este imperativo moral común, ordenando a sus fieles que realicen actos de pura y simple barbarie, como los descritos en los versículos bíblicos que mencioné arriba.

De modo que, si nos diéramos cuenta de que la "regla de oro" es patrimonio común de la especie humana, anterior y superior a toda religión; y si nos diéramos cuenta también de que respetar ese mandato ético primario exige en algunos casos -puestos de manifiesto por medio de la razón y el sentido común- hacer caso omiso de ciertos absurdos dogmas religiosos; quizás entonces y, solo entonces, el sueño de la señora Armstrong tenga posibilidades de convertirse en realidad.