En la madrugada del 7 de octubre, un hombre al que perseguían las autoridades se saltó una señal de alto y, además de herir a otros dos, mató a tres jóvenes, incluyendo a Natalia, hija de mis amigos Alejandro Trejos y Ana María Sánchez.
Naty, que conocí desde el día en que nació, era prácticamente una niña aun. Rebosante de energía, cursaba sus primeros estudios universitarios, hermosa etapa de la vida en la que, por coincidencia, fue también aquella en la que su padre, “el Flaco” y yo nos conocimos hace casi treinta años.
No puedo imaginar el dolor que atraviesa en estos momentos a la familia y amigos de Naty, pero imagino que debe ser algo similar a lo que experimenté aquel lejano día en que escuché que mi padre había muerto. Veinticuatro años después, recuerdo vívidamente esa mezcla de sentimientos: negación, clausura e impotencia. Negación, porque al principio lo invade a uno la tenue esperanza de que lo que le acaban de anunciar quizás no sea cierto; que hubo un error; que la persona fallecida en realidad es otra. Clausura, porque cuando se comprende que la desgracia sí ocurrió realmente, se siente como si una pesada puerta se cerrara sobre un capítulo de la vida, de modo que todo lo que la persona querida fue y todo lo que uno habló o no habló, o hizo o no hizo con ella, se ha tornado en definitivo e irreversible. E impotencia, porque no hay nada que se pueda hacer para volver atrás en el tiempo y cambiar lo sucedido. La sentencia es inapelable.
La reacción inicial de muchos ha sido, como en otras ocasiones, pedir el endurecimiento de los controles y sanciones legales. Y no es que no haya que mejorar la normativa de tránsito, pero es que siempre he sentido que esa medida es tan solo marginalmente eficaz: cuando alguien infringe la ley, lo usual no es que se siente a leer primero La Gaceta para ver si el rigor de la pena hace que valga la pena o no asumir el riesgo de que lo pesquen y lo juzguen. Y, por supuesto, cuando lo hacen, ya es tarde.
Con su agudeza usual, quien dio primero en el clavo fue justamente el Flaco. Durante el funeral y en sus declaraciones posteriores, señaló que la cuestión no es simplemente la de una violación a las leyes de tránsito. El verdadero problema está en el grado de desprecio por los demás que caracteriza a la forma en que nos vemos unos a otros. No es un tema de semáforos inteligentes, sino de falta de inteligencia en las personas. La crisis no es tanto vial como moral. Si ese joven conductor, luego de haber golpeado primero a dos oficiales de policía, hubiese prestado oídos a la voz interior que le exigía detenerse inmediatamente, afrontar lo sucedido y no agravar su culpa huyendo, Naty y sus amigos estarían vivos. ¡Duele pensar que algo tan simple lo habría cambiado todo!
Y por eso escribo estas líneas. Para aportar aunque sea un grano de arena y machacar sobre ese mensaje que el Flaco busca transmitirnos, en toda su urgente vehemencia. Si quieren reformar la Ley de Tránsito y establecer penas draconianas, porque eso nos brindará algún sentimiento de control, pues, adelante. Quizás salve algunas vidas, no digo que no; y eso, desde luego, sería muy bueno. Pero, en cierto modo, será como poner pañitos fríos sobre la frente del enfermo. La infección real yace bajo la superficie. La verdadera enfermedad se tiene que combatir en las familias, en los centros educativos, en los templos, en los lugares de trabajo; no solo desde la Asamblea Legislativa.
Flaco y Ana: Naty en realidad no se ha ido. Tan solo se cambió de casa. Ahora está en su corazón y en sus recuerdos, donde la van a encontrar siempre viva, hermosa, joven y alegre.
1 comentario:
Así es hermano, es pudiera ser tan fácil como "tolerancia y respeto"
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