A la espera de conocer en detalle las razones por las que la Sala Constitucional rechazó la acción de inconstitucionalidad relativa al matrimonio de parejas del mismo sexo, creo que la comunidad gay-lésbica nacional debe visualizar el fallo, antes que otra cosa, como una señal sobre cómo deben reorientar la lucha en pro de sus derechos.
Entiendo que el pronunciamiento pone la bola en la cancha de la Asamblea Legislativa, que es a la que corresponde normar proactivamente el ejercicio de los derechos fundamentales. Por fortuna, entre los actuales legisladores hay muchas personas cultas e inteligentes, que seguramente sabrán discutir el tema con la seriedad que merece. Mientras no se agote esta instancia, juzgo apresurado llevar el asunto ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La historia prueba claramente que, en nuestro medio cultural, el instituto del matrimonio posee un origen inequívocamente religioso. El cristianismo lo hereda del judaísmo, pero su nacimiento preciso se pierde en la bruma de los tiempos, en épocas en que todos los acontecimientos significativos en la vida de las personas estaban ligados a alguna clase de rito mágico o religioso.
Esfuerzos históricos. Como es propio de la confusión entre lo jurídico y lo religioso que denota a determinados estadios del desarrollo humano, ordenamientos como el nuestro han asimilado y dotado de consecuencias jurídicas a ese instituto, manteniéndose así en el tiempo, pese a los esfuerzos históricos que han buscado afirmar el principio de separación de Estado y religión. Nuestro derecho de familia llega incluso al punto de dotar de reconocimiento legal a las uniones matrimoniales realizadas por la Iglesia Católica, en detrimento de las que se oficien dentro de otros cultos.
Ahora bien, basta una simple mirada a nuestro alrededor para comprobar que existen modalidades de convivencia que satisfacen muchos, si no todos, los objetivos del matrimonio, sin estar revestidas de las formalidades de él. Baste mencionar las uniones de hecho, en las que hombres y mujeres comparten amor, apoyo mutuo, crianza de hijos y todas las demás cosas buenas y provechosas de la relación conyugal. Otra mirada alrededor nos convencerá también de que el matrimonio tradicional -religioso y heterosexual- no garantiza nada en términos de sustraer a los contrayentes ni a sus hijos del flagelo de la violencia doméstica y otras disfunciones. Ambas realidades han conducido en su momento a cambios que han transformado la concepción jurídica del matrimonio, ya sea dándole efectos similares a los de este a uniones que no lo son (las de hecho), o bien admitiendo la posibilidad de rompimiento de un vínculo que la tradición religiosa estima indisoluble (el divorcio).
Origen histórico. Está muy bien que los cultos religiosos doten a las uniones matrimoniales de las características y requisitos que deseen. Está bien, incluso, que aspiren a reservar la palabra "matrimonio" solo para esos vínculos, puesto que ese es su origen histórico. Pero más allá de la semántica, nada obliga a que el Estado deba brindar tutela jurídica solo a aquellas formas que una religión cualquiera estime como aceptables. En una sociedad abierta y libre, los adultos deben poder construir su felicidad siguiendo solo los dictados de su razón y su conciencia, mientras sus acciones no representen daño o perjuicio real para los demás. Esto tiene que ser especialmente cierto cuando se trata de edificar valores que deberíamos preciar y reforzar, como son el afecto, la solidaridad y la convivencia conyugal.
La solución, a mi parecer, radica en separar definitivamente el ámbito de lo jurídico y lo teológico. Que las religiones celebren matrimonios de la manera que quieran, pero que el Estado regule las modalidades de uniones civiles que requiera el efectivo respeto de la dignidad y de los derechos de las personas. Y que solo estas -llámense como se las llame- estén dotadas de efectos jurídicos.
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