Los recientes reportajes sobre la ruinosa condición que tienen muchas de las oficinas de la Asamblea Legislativa nos terminan de convencer de que muchos de nuestros actuales dirigentes políticos confunden la austeridad con un franciscano voto de pobreza. Eso no estaría nada mal si fueran frailes franciscanos, pero como, en vez de eso, son los representantes de cada uno de nosotros ante el resto de la ciudadanía y ante el resto del mundo, tal vez alguien debería recordarles que todos esperamos que esa representación sea ejercida no solo con sobriedad, sino también con decoro y dignidad. Y eso no se puede hacer con despachos que, por lo visto, son más candidatos para recibir una orden sanitaria de desalojo que otra cosa.
Un mal manejado concepto de austeridad también pareciera estar llevando a esas autoridades políticas a creer, erróneamente, que cualquier acción o decisión que de alguna manera dignifique o enaltezca el ejercicio de sus cargos es, automáticamente, una reprochable manera de beneficiarse personalmente. Pero es que eso solo pasa si se cree que uno mismo, el cargo que ejerce y la representación que ostenta son la misma cosa.
Terror reverencial. Existe una enraizada cultura nacional que nos hace ver con espanto cualquier cosa que pueda ser malinterpretada o vista por otros como un insano deseo de sobresalir porque eso nos expone al choteo, cosa que a los ticos nos infunde un terror reverencial. Agreguemos el surgimiento de toda una ralea de modernos fariseos, que están más que prestos y dispuestos a descargar su fundamentalismo moralizante sobre quien se atreva a generar su ira. Resultado: nadie se atreve a ser el primero o primera que levante la mano para pedir nada o para exigir un cambio en el statu quo.
Este triste panorama, unido al espectáculo circense que con cada vez mayor frecuencia nos dispensan nuestros líderes, lógicamente va minando el respeto a la autoridad legalmente constituida. Y es que, si operamos según la premisa de que "aquí todos somos igualiticos", ¿por qué iba alguien a mostrarle deferencia alguna a quien ostente una investidura pública? Y, si carecemos de respeto a los gobernantes, ¿por qué habríamos de respetar las leyes que ellos promulgan y que les corresponde hacer valer? ¿Será por eso por lo que cada vez más parece que en Costa Rica a nadie le importa nada y todos creen que pueden hacer lo que les dé la gana?
Espectáculo agotador. La idea no es caer en la fastuosidad ni el autoritarismo. (¿Por qué será que algunos siempre piensan que, si uno está en desacuerdo con una situación que raya en el extremo, es solo porque anhela el extremo contrario?). Lo que pasa es que de verdad cansa este show de austeridad mal entendida, esa competencia de "Yo soy más austero que tú". Tanta virtud nos encandila, a pesar de que sepamos que nunca o casi nunca es auténtica. Es austeridad como pose, austeridad como eslogan.
De lo que se trata en realidad -y esto no debería ser muy difícil- es de llegar a entender y respetar el equilibrio que deben tener "costo" y "beneficio". Si de una decisión concreta (como, por ejemplo, que los diputados tengan y usen vehículos oficiales en sus actividades de trabajo; o que se construya un nuevo edificio para la Asamblea Legislativa y, de paso, para la Casa Presidencial, que también es espantosa) resulta un claro y tangible beneficio para el país (un mejor, más eficiente y decoroso ejercicio del cargo; un restablecimiento de la solemnidad de la función pública), entonces creo que la inversión que se haga -dentro de los rangos esperables de razonabilidad- estará más que ampliamente justificada. Claro que no faltarán quejas, críticas y lamentos. Pero nunca se ha visto que una gran nación se levante a base de llanto y rechinar de dientes. Ahora lo que falta es ver quién tendrá el coraje de levantar la mano.
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