8 de septiembre de 2020

Mi primera (y posiblemente última) experiencia con BoxCorreos de Correos de Costa Rica

Desde que Correos de Costa Rica implementó su servicio de paquetería BoxCorreos, tenía mucho interés en probarlo, especialmente por la disponibilidad de uno de sus "Apartados postales inteligentes" (API) muy cerca de mi casa.

Para no aburrirlos, voy a resumir los hechos de mi primera -y seguramente única- experiencia, de la manera siguiente:

  • Realicé una compra en línea, proporcionando como dirección de entrega la bodega de BoxCorreos en Miami. El paquete fue despachado por el vendedor el 18 de julio pasado.
  • Ese mismo día visité el sitio web de BoxCorreos e ingresé una pre-alerta, adjuntando la factura de compra correspondiente. Poco después, recibí un mensaje de "Comprobante de Recepción de Factura Comercial", señalando que la alerta había sido creada con éxito.
  • El 29 del mismo mes, recibí un correo electrónico informándome que mi paquete había ingresado a la bodega en Miami. Al día siguiente me llegó otro que decía "Hemos recibido en Miami su paquete (...) para ser procesado y enviado." Hasta aquí, todo bien.
  • Para mi sorpresa, recibo de inmediato otro correo, que en lo que interesa decía: "Su paquete ingresó sin factura comercial correspondiente. El paquete será despachado hacia Costa Rica hasta que la factura comercial sea recibida, debido a las restricciones de vuelo así como de aduanas en nuestro país. Evítese atrasos en su entrega y costos adicionales en el proceso aduanal por falta de factura comercial."
  • Extrañado, respondí a la dirección de correo electrónico indicada en el mensaje, señalando que debía haber un error, porque -como expliqué arriba- ya había enviado la factura. En todo caso, la adjunté a mi respuesta.
  • Por varios días, intenté ingresar al sitio de BoxCorreos (que aparentemente estaba fuera de servicio, ya que se quedaba colgado al tratar de realizar cualquier acción), así como llamar a los números telefónicos de atención al cliente. Nadie atendió las llamadas.
  • Puesto que tampoco recibí respuesta alguna al correo mencionado, el 20 de agosto reiteré mi consulta. De nuevo, ninguna contestación.
  • Por fin, al día siguiente logré entrar al sitio web y reenviar la factura por ese medio. Me llegó un correo expresando que mi paquete sería despachado hacia Costa Rica.
  • El 26 de agosto, ingresó un nuevo correo, que escuetamente decía que mi paquete había llegado al Centro de Distribución de Zapote.
  • Y el broche de oro final: ayer, 7 de setiembre, recibo un mensaje de texto que decía: "Correos informa: su envío (...) está en API: (...), retirar antes de 09-09-2020." 

O sea, tuvieron mi paquete durante cerca de un mes y medio y, luego tienen el tupé de advertirme que solo tengo dos días para retirarlo.

Dame paciencia, pero dámela ya.

23 de agosto de 2020

El estado de La Nación

Me llamó poderosamente la atención un artículo publicado en La Nación de hoy, titulado "La Nación y Subsidiarias paga (sic) puntualmente a CCSS rendimientos por compra de bonos". A diferencia de otras notas de días recientes, ésta no parece estar relacionada o bien aparecer en respuesta a alguna publicación de otro medio nacional. Da la sensación, más bien, de que su objetivo es puramente el de tranquilizar a los inversionistas actuales o potenciales del Grupo Nación con respecto a la solvencia financiera de dicho conglomerado.

Si bien no tengo ningún motivo ni evidencia para suponer que los datos allí revelados no sean veraces, lo cierto es que tampoco parecieran ofrecer un retrato completo de la situación actual de la empresa. Por ejemplo, si bien se admite allí que la CCSS "expresó preocupación por los bonos comprados a La Nación, S. A. y Subsidiarias, porque su calificación pasó de AAA a A y porque teme por los efectos económicos de la pandemia de covid-19", no se comenta nada acerca del hecho de que, el 6 de agosto pasado, la Sociedad Calificadora de Riesgo Centroamericana, S.A, rebajó la calificación de La Nación, S.A. y sus subsidirias en general, en tanto emisores de valores, del nivel "scr A+ (CR) con perspectiva estable", a "scr A+ (CR) con perspectiva negativa", explicando -entre otros aspectos- que "La Nación se encuentra afectada adversamente por el cambio estructural en la industria de medios de comunicación. La tendencia decreciente en la generación de ingresos por parte de sus principales líneas de negocio evidencia la materialización de los riesgos que atañe el cambio del mercado publicitario tradicional hacia medios digitales" (véase aquí).

Más adelante, en el reportaje de comentario, se expresa que "En cuanto a las colocaciones en las que la CCSS hizo inversiones, La Nación S. A. y Subsidiarias incluso ha recomprado ¢1.985 millones mediante el mecanismo de subasta inversa, permitido en el mercado de valores". No obstante, tampoco se advierte sobre que, en la reciente recompra por colocación directa inversa efectuada el pasado 14 de agosto de la emisión B-14, no se recibió ofertas, por lo cual no hubo ninguna colocación (véase aquí).

De hecho, de ninguno de los dos hechos relevantes anteriores se ha informado hasta la fecha por el periódico, hasta adonde sé.

Alguien podría pensar que este comentario está motivado en la reciente desaveniencia que condujo a mi salida del grupo de articulistas regulares de La Nación. Pero no es así. Sinceramente, no tengo ningún reproche o mala voluntad hacia La Nación como tal, aunque no comulgue con su línea ideológica o sus tácticas informativas. Lejos de ello, sigo siendo suscriptor y lector fiel de la edición impresa, como lo he hecho desde mi infancia, cuando acostumbraba ojear el periódico comenzando de atrás para adelante, para así ver primero las tiras cómicas.

De mayor importancia, no le deseo mal a ningún medio de prensa nacional. Creo que constituyen canales indispensables del debate sobre el acontecer nacional e internacional. La desaparición de cualquier periódico independiente, como recientemente ocurrió con La Prensa Libre, decano de la prensa nacional, constituye una verdadera tragedia para nuestra vida democrática, particularmente con relación a la sana fiscalización ciudadana del quehacer de los gobernantes.

Lo que pasa es que, si se trata de ofrecer una imagen completa y veraz sobre el estado financiero de cualquier empresa, incluyendo desde luego a Grupo Nación, creo que se debe hacer revelando todo lo que sea de importancia para ello. No menos que eso merecen los inversionistas del hoy y del mañana de esa empresa, así como sus lectores.

21 de agosto de 2020

¿Quién dice que los pensionados no somos solidarios?

Este artículo apareció hoy en la sección de Opinión de CRHoy.com (ver publicación).

En noviembre de 2016, publiqué en otro medio periodístico un comentario titulado “Pensionarse no es un crimen”. Señalé entonces que, en la actualidad, “el pensionado (…) es visto como un delincuente, un vividor, un parásito social que solo piensa en enriquecerse a costa del erario mientras dedica su tiempo a la pura y simple vagabundería. Eso es absolutamente equivocado y, además, profundamente injusto.” Desde entonces, han sido promulgadas leyes que imponen una llamada “contribución solidaria” a las pensiones, que ha generado una muy fuerte reducción de ingresos y que parecieran inspirarse -nuevamente- en la idea de que los jubilados estamos desposeídos por completo de conciencia social.

Sostuve además que “la pensión no puede constituirse en un mecanismo de abuso o de enriquecimiento injusto de nadie”.

Desde esta óptica, es indudable que ha habido quienes han obtenido jubilaciones que exceden, por mucho, el ideal de recibir una remuneración que haga posible un retiro en condiciones razonablemente dignas. Pero esa realidad -propia de un número proporcionalmente ínfimo de pensionados- ha llevado a generalizaciones que nos satanizan y retratan a todos los jubilados como tagarotes, insensibles al dolor y penurias de los demás.

En mi caso -y disculparán que hable de mí mismo, pero no estoy autorizado para hacerlo por nadie más- desde el inicio de la actual crisis sanitaria venía ayudando, de mi bolsillo, a familiares, amigos, familias de escasos recursos de la comunidad (en conjunto con otros vecinos) y pequeños comercios locales. Esto aparte de las donaciones que desde hace años he hecho a organizaciones como Aldeas Infantiles SOS, el comedor infantil Pancita Llena de Guararí de Heredia, la Fundación MarViva y Territorio de Zaguates. Si piensan que he podido hacerlo porque manejo mucho dinero, se equivocan: sucede que soy sumamente ordenado con mis finanzas y creo firmemente en el imperativo ético de separar lo que pueda para ayudar a otros más necesitados. Me pregunto cuánto donan esos que ahora se rasgan las vestiduras pidiendo desangrar más a los pensionados.

Pero a partir de la entrada en vigencia de la nueva contribución “solidaria”, la mayor parte de eso ha quedado atrás. Para poder prever adecuadamente las necesidades familiares y personales, me he visto penosamente obligado a cancelar los donativos a entidades sociales, aparte de recortar varios otros rubros del presupuesto. Entiendan que no pretendo jugar de víctima: las verdaderas víctimas aquí son esas organizaciones de beneficencia y aquéllo o aquéllos que protegen, especialmente a tantos niños en condición de pobreza o abandono.

¿Y a cambio de qué? ¿De alimentar el gran agujero negro de las arcas estatales? ¿De otorgar bonos Proteger a privados de libertad, como se ha informado en algunos casos?

Pero esto no es todo. De muchos jubilados dependen otras personas, como servidoras domésticas, guardas de vecindario, personas que se ganan la vida haciendo jardinería o lavando carros, etc. ¿De cuáles de ellos (y sus familias) habrá que prescindir, porque la cobija ya no alcanza para todos? ¿Y qué tal el efecto en cadena que produce la inevitable contracción del gasto? ¿Es que de los comercios en los que ahora habrá que gastar menos o nada no dependen también muchos empleados y sus familias?

La inmensa mayoría de los pensionados -y aquí sí me atrevo a hablar por todos- estamos comprometidos con la solidaridad.

Pero, como debería ser obvio, solo se puede considerar solidario el gesto de desprendimiento que se hace consciente y voluntariamente. El fuerte gravamen aplicado a las pensiones no es solidaridad, es un impuesto puro y simple, rayano en lo confiscatorio y viciado de inconstitucionalidad, como intentaré explicar en una próxima contribución.

5 de julio de 2020

Les habla su capitana

Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

Hace años, en un vuelo de trabajo a Perú, se escuchó por los altavoces un anuncio que ordinariamente no llamaría la atención. “Buenos días”, dijo una voz femenina, “les habla su capitana”. Varios pasajeros se miraron con sorpresa: para ellos, y para mí también, era la primera vez que comandaba el vuelo una pilota.

Algunos rieron nerviosamente e hicieron el típico comentario machista “mujer al volante, peligro constante”. Yo, aparte de la grata impresión, no me inmuté.

Sabedor de las normas y estrictos protocolos de seguridad de la industria aeronáutica, di por descontado que si ella estaba al mando de la nave tenía iguales o mejores calificaciones que sus pares masculinos.

Paridad de género. En estos días, fue introducido a la corriente legislativa un proyecto para instaurar constitucionalmente el concepto de paridad de género.

A pesar de defender a ultranza la equidad, opino que la paridad de género no es ni más ni menos que una abominación, una idea profundamente antidemocrática e inconstitucional.

A lo largo de mi vida, he tenido oportunidad de estudiar y trabajar no solo a la par, sino también como alumno o subordinado de mujeres notables. Todas han sido merecedoras de mi estima y admiración, especialmente la más extraordinaria de ellas: mi esposa.

Creo a pies juntillas en las idénticas capacidades de hombres y mujeres, así como defiendo la idea de la equidad, entendida como plena e incondicionada igualdad de oportunidades y trato.

Pero la paridad de género (vertical, horizontal o como quiera llamársele) es algo completamente distinto. Parte de la tesis —cierta— de que las mujeres están insuficientemente representadas en los puestos de decisión, tanto en la actividad pública como privada.

Como solución, postulan que debe ser forzoso integrar esos puestos con un número igual de hombres y mujeres. Suena razonable, ¿verdad? No lo es.

Barreras sistémicas. En la escogencia de personas para un cargo público o privado, suele haber dos momentos, el de postulación (candidatura) y el de designación. Por lo general, las mujeres enfrentan más obstáculos en el primero, debido a barreras sistémicas que limitan sus posibilidades de crecimiento y de reunir los atestados que les permitan competir en igualdad de condiciones con los hombres.

Por fortuna, me parece que no sucede igual en el segundo, al menos en Costa Rica. Prueba de ello es la gran cantidad de mujeres que se han desempeñado o se desempeñan en puestos de gran responsabilidad en la función pública y privada en nuestro medio. No obstante, el establecimiento de una paridad de género obligatoria produciría justamente el efecto opuesto: que no pueda escogerse a una mujer, aunque tenga sobrados méritos, cada vez que le corresponda a un hombre. Y viceversa.

El acceso a cargos de responsabilidad de toda naturaleza debería estar fundado, estrictamente, sobre bases de idoneidad comprobada, requisito que sabiamente plasma el texto constitucional como exigencia para el ingreso al Régimen de Servicio Civil.

El sexo de la persona debería ser irrelevante como parámetro decisorio. Es decir, si para llenar una vacante en una organización privada o en un cargo público, una persona fuese pasada por alto —no obstante tener los mayores méritos— solo por el hecho de no ser de determinado sexo (cuando este no sea consustancial al puesto, desde luego), entonces la designación estaría anteponiendo una cualidad superflua a la capacidad demostrada.

En consecuencia, no se habrá escogido a la mejor persona para el cargo, sino a otra que posee condiciones inferiores, solo porque tocaba nombrar a alguien del sexo opuesto.

Esta es la primera razón por la cual sostengo que la paridad de género es inconstitucional: con respecto a los cargos públicos, la obligación de acreditar la idoneidad de los postulantes se correlaciona con el derecho ciudadano a exigirla, por encima de otros requerimientos, pues de ello depende la calidad del servicio que recibimos.

Cargos electivos. Tratándose específicamente de los puestos de elección popular, la paridad de género es, además, antidemocrática.

Una democracia plena exige que los electores podamos escoger y votar por quienes consideremos los mejores para desempeñar esa responsabilidad, y que gane quien reúna más sufragios.

Pero, bajo un régimen de paridad de género forzosa, se nos estaría compeliendo a elegir, primero, en función del sexo de la persona y, solo después, en razón de sus méritos o de que reúna el mayor apoyo.

Sí, ya sé, según diversos fallos de la Sala Constitucional la paridad no es contraria a la Carta Política. Considero que se equivoca, porque relega a un segundo plano la idoneidad comprobada, en pro de una distinción secundaria, a contrapelo del principio de igualdad que ese texto también tutela.

La lógica detrás de la paridad obligatoria es inconstitucional porque es irracional. Es cierto que las mujeres están subrepresentadas en los cargos políticos, mas ¿no lo están también las minorías étnicas, las personas de preferencias sexuales diversas, los no creyentes, los zurdos, los astrónomos y los calvos? ¿Habrá que promover también una reforma constitucional para asegurar una mayor inclusión de esos y otros sectores? ¿Será que no se pueda siquiera encontrar un candidato idóneo a alcalde, por ejemplo, porque la paridad impone escoger a un hombre que sea simultáneamente gay, de ascendencia asiática, no creyente, zurdo, astrónomo y calvo?

Más crucial aún: ¿Exactamente por qué debemos suponer que alguien con esas características va a desempeñar mejor el cargo que otro? ¿Qué evidencia objetiva hay de que un órgano colegiado, como la Asamblea Legislativa, funciona mejor si posee igual cantidad de hombres y mujeres?

Salvo que el sexo sea un factor determinante (como, por ejemplo, en una asociación de mujeres empresarias), dichos órganos producen resultados óptimos cuando en ellos existe diversidad de opiniones, no de sexos. Pero para los defensores de la paridad de género, lo que interesa es la cantidad, no la calidad.

Acciones afirmativas. No se percatan de que este enfoque es, en realidad, profundamente denigrante para las mujeres, sobre todo para quienes han llegado a sobresalir gracias a su tenacidad, talento y esfuerzo. “Pobrecitas, ya que no pueden ganar puestos por méritos propios, démoselo por lástima”.

La vía hacia la plena igualdad no depende de la caridad, sino de la supresión de las barreras sistémicas a la igualdad de oportunidades y trato, el verdadero origen histórico del problema y que no desaparecerán con el mero establecimiento de cuotas.

No puede erradicarse el efecto sin atacar la causa. Por eso, las llamadas “acciones afirmativas” suelen maquillar, pero no resolver, el conflicto de fondo.

No creo en subsanar una injusta discriminación (la de las mujeres) con otra (la de los hombres). La suma de dos males no produce un bien. Mejor sería, por ejemplo, actuar para prohibir y desterrar el distinto salario para igual trabajo que persiste en muchas áreas entre hombres y mujeres.

Mejor se haría estableciendo programas que potencien el acceso de las mujeres a la formación técnica y profesional, así como al empleo, procurando que circunstancias como la pobreza, la maternidad y el cuidado de los hijos no sean impedimentos para ello.

Aquel día de mi vuelo a Lima, permanecí impasible porque sabía que en los controles de la aeronave iba una mujer altamente calificada.

Si en vez de eso me hubieran dicho que mi capitana no había sido escogida por su demostrada aptitud, sino porque no hubo más remedio para cumplir la cuota de paridad de género de la aerolínea, creo que habría insistido, amable, pero enérgicamente, en que me dejaran en el aeropuerto más cercano.

18 de abril de 2020

El grillo y la hormiga

Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

Cuenta la conocida fábula que una esforzada hormiga, durante los soleados y cálidos meses del verano, dedicaba largas horas de trabajo, sudando y jadeando, a recolectar y guardar alimentos en la despensa de su casa.

Por allí cerca, vivía un alegre y fiestero grillo, quien día tras día observaba a la hormiga afanarse, mientras él reía y cantaba tocando el violín, disfrutando del sabroso clima. Tiempo después, llegó el gélido invierno. Un día, la trabajadora hormiga, sana y salva en su tibio hogar, descansaba tranquila, esperando que pasara el frío.

De pronto, escuchó que tocaban a la puerta. Abrió y, para su sorpresa, encontró al otrora festivo grillo, tiritando y castañeteando los dientes, debilitado casi hasta el colapso. “No tengo nada para comer”, le confesó con tristeza. "Tú, por otra parte, tienes mucho guardado. ¿Serías tan bondadosa de compartir aunque sea un bocado conmigo?”. La hormiga meditó unos momentos y respondió: “Aún falta mucho para que termine el invierno. Temo que la comida que tengo apenas me alcance. Pero dime, ¿qué hiciste tú durante el estío, que ahora no tienes nada para tu manutención?”.

El grillo, que apenas podía hablar, respondió: “Día y noche, a todos los que veía, les cantaba”. Entonces, la hormiga, antes de cerrarle la puerta en la cara, manifestó implacable: “¿Les cantabas? Me alegro. Pues bien, ¡ahora baila!”.

Moraleja. La moraleja de la historia es obvia: en tiempos de vacas gordas, debemos prepararnos para la posibilidad de que más adelante vengan tiempos de vacas flacas. Y lo cierto es que difícilmente podrían adelgazar más las vacas que durante la presente crisis mundial.

Alrededor del globo, la pandemia de la covid-19 ha obligado a cerrar puertas a entidades y empresas, grandes y pequeñas, que se habían visto obligadas a despedir a sus empleados o a suspender los contratos laborales, con el consecuente desempleo, incertidumbre y hambre de incontables personas.

Por desgracia, diversos estudios han confirmado una dolorosa realidad: por largo tiempo, las personas no han hecho lo de la hormiga, sino lo del grillo; no ahorraron, gastaron como si no hubiera mañana y administraron las finanzas familiares y personales con desenfreno.

Vivieron de prestado o de tarjetas de crédito, en un vano intento por aparentar un estilo de vida de abundancia, en competencia con sus vecinos, quienes, en la mayoría de los casos, están igual o más endeudados.

Dada nuestra generalizada falta de educación en cuestiones de dinero (vea “Analfabetismo financiero”, La Nación, 29/7/2019), estamos aprendiendo ahora una dura lección: contar con reservas de dinero para emergencias no es optativo.

No se trata de algo que tal vez deberíamos hacer o que sería bonito intentar algún día. Simplemente, no hay elección, pues la consecuencia es afrontar un penoso invierno financiero, cuya duración —como sucede hoy— nadie puede pronosticar, quizás, sin medios para llevar un bocado a nuestros dependientes.

Hay países, como el nuestro, que, pese a sus limitados recursos, afortunadamente cuentan con una invaluable red de solidaridad social, en la forma de salud y educación públicas, así como de mecanismos bancarios y de otras índoles que ayudan a suavizar el golpe en los bolsillos de la ciudadanía.

Pero ahora, más que nunca, existe, cuando menos, una enseñanza que debería dejarnos esta historia, y es que, en última instancia, la responsabilidad por nuestro bienestar y el de los nuestros descansa prioritariamente sobre nuestros propios hombros.

En las finanzas personales, contar con acopio de dinero suficiente para imprevistos debe ser invariablemente la prioridad número uno, incluso por encima de pagar deudas, pues estas siempre pueden ser refinanciadas o renegociadas; mientras no contar con recursos para satisfacer las necesidades básicas, especialmente en tiempos cuando el acceso a préstamos suele ser difícil, cuando no imposible, y se haya agotado el crédito disponible mediante tarjetas, es una receta segura para el desastre.

Tiempo y disciplina. Crear una reserva como la que he venido describiendo generalmente no es fácil y requiere tiempo y disciplina. Pero, repito, no es optativo ni se puede postergar a la espera de tiempos mejores.

Para lograrlo, existen diversos mecanismos que se resumen en la vieja y conocida fórmula de aumentar los ingresos, reducir los gastos o, idealmente, ambas cosas.

Para lo anterior, es crucial contar con un presupuesto, pues no se sabe en qué o en cuánto disminuir nuestro consumo si no determinamos primero en qué se gasta nuestro dinero. También, existen formas creativas de mejorar las finanzas, incluidas la venta de objetos en desuso o innecesarios o la creación de un pequeño negocio de productos o servicios.

A veces, basta con recortar un poco en actividades como salir al cine o a comer fuera, así como sustituir ciertos productos caros por otros más económicos.

Cuando tengamos una suma, por pequeña que sea, para comenzar la reserva, debe procurarse mantenerla accesible (en términos financieros, lo más líquida posible), pero no estática (por ejemplo, en una cuenta de ahorros), pues en ese caso el dinero irá perdiendo lentamente su valor debido a la inflación.

Una buena opción es acudir a los fondos de inversión abiertos, de mercado de dinero o de ingreso, para generar una rentabilidad que, idealmente, sea reinvertida para potenciar el crecimiento de lo reservado.

Lo más aconsejable en estos casos es acercarse a los bancos o a otros asesores acreditados para explorar las alternativas.

La situación actual es dura, sin duda, pero pasará. Ojalá la antigua enseñanza que contiene la fábula del grillo y la hormiga sea interiorizada por todos nosotros para que el próximo invierno financiero —que tarde o temprano vendrá, quizás no a escala planetaria, pero sí nacional o personal— no nos tome desprevenidos. Porque, cuando ocurra, nadie querrá tener que volver a bailar a la intemperie para mantenerse caliente.

4 de enero de 2020

¿Pasa todo por un motivo?

Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

El 2019 fue el año más duro de mi vida. Todos los años tienen cosas buenas y cosas malas, por supuesto, pero el balance del que terminó es terrible para mí y para mis seres queridos. Me deja cicatrices que posiblemente nunca sanarán en lo que me quede de vida. Quisiera que no fuera así, pero lo es.

Apoyo y consuelo. A lo largo de estos meses, familiares, amigos y otras personas conocidas me han ofrecido apoyo y consuelo, y por ello les estaré por siempre agradecido. En su afán, muchos de ellos seguramente habrán pasado por ese penoso momento en que uno se encuentra cara a cara con alguien que está pasando por un momento difícil y, simple y sencillamente, no sabe qué decir.

A falta de otra cosa mejor, en esas situaciones, es frecuente echar mano a frases que son, digamos, comúnmente aceptadas y que surgen casi automáticamente, sin reflexionar sobre su significado o implicaciones.

No quiero que me malinterpreten. No tengo ninguna duda de que, en todos estos casos, las personas tienen las mejores intenciones del mundo y solo quieren que uno pueda reunir la fortaleza requerida para sobrellevar (y esa es la palabra correcta: sobrellevar, nunca olvidar o superar) el dolor.

Pero, en los momentos de quietud —cuando la mente corre a cientos de kilómetros por hora, intentando entender qué fue lo que pasó y tratando de arrojar luz sobre el vacío que uno a ratos siente— en ocasiones me ha dado por pensar sobre algunas de esas cosas que me han dicho, intentando desentrañar su significado, pese a que de filósofo no tengo nada.

Dios tiene el control. Una frase que se suele escuchar en estas situaciones es “No te preocupés, Dios tiene el control de todo”. La obvia intención es que uno sienta que no está solo o indefenso en su pena; que hay alguien que eventualmente hará que todo salga bien. Pero, cuando escucho esa frase, o alguna variante similar, confieso que, aun cuando no diga o refleje nada exteriormente, no puedo evitar sentir una dolorosa punzada interna porque me pregunto si quien le dice eso a uno se percata de su inescapable implicación: si Dios tiene el control de todo, entonces fue Dios quien causó o, cuando menos, permitió que ocurriera aquello que tanto dolor provoca.

Entonces resuena en mí la interrogante que se planteó Epicuro tres siglos antes de la era actual, en la antigua Grecia: “¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no puede? Entonces no es omnipotente. ¿Puede, pero no desea hacerlo? Entonces es malvado. ¿Puede prevenirlo y quiere hacerlo? ¿Entonces por qué existe el mal? Y, si no es capaz ni desea hacerlo, entonces, ¿por qué llamarlo Dios?”

Antes de que alguien se apresure a recordármelo, soy plenamente consciente de que para esa antigua duda han sido ofrecidas numerosas posibles respuestas a lo largo de los siglos. Pero ese no es el punto, sino el hecho de que afirmar que Dios tiene el control de todo, pronunciada con el propósito de reconfortarme, en realidad lo que consigue es generar una dolorosa interrogante y, por ende, resulta poca o nula fuente de ánimo.

El porqué. Otra frase frecuente es “Ya verás que todo pasa por un motivo”. Esa también me crispa por dentro. La idea es que, cuando ocurren cosas malas, es porque de ellas eventualmente devendrá una consecuencia positiva. Por tanto, hay que aceptarlas y tener confianza. Y esperar.

La frase mencionada implica que detrás de todo evento negativo hay una finalidad positiva; una ulterior razón de ser benéfica. Sin embargo, desde luego, para que exista una intención se requiere que algo o alguien —una voluntad deliberada— lo haya preestablecido. Dicho de otro modo, que todo sea el fruto de un diseño o plan, por lo cual el argumento viene siendo semejante al anterior.

El problema evidente es que, a lo largo de la historia —y de nuestras propias vidas—, han ocurrido innumerables cosas malas de las que nunca surgió una consecuencia positiva, por lo que la frase en cuestión suele escucharse con mayor frecuencia ex post facto, es decir, solo cuando convenientemente se ha producido un efecto bienhechor.

En segundo lugar, y más relevante aún, está la sugerencia implícita —que personalmente encuentro chocante e inaceptable— de que a veces alguien debe sufrir para que otro reciba un beneficio. ¿Tiene un niño que padecer cáncer y sufrir una agonía espantosa solo para que sus padres reciban algún don o fortaleza moral?

En adición a lo anterior, la idea de que todo sucede por un motivo conlleva creer que el futuro está escrito, que estamos a merced del destino o del plan maestro que ya está trazado.

Yo no lo veo así. Pienso que, por el contrario, el futuro es continuamente creado a partir de nuestras acciones (e inacciones) pasadas y presentes, sin un rumbo predefinido. Cada día, hora, minuto y segundo de nuestras vidas, existe un abanico casi ilimitado de senderos que podemos tomar y, una vez definido uno, de inmediato se abre otro abanico igual de posibilidades y así sucesivamente, ad infinitum.

Nuestra historia como individuos, y nuestro futuro como especie, es el resultado de la incesante interacción de una trilogía de factores: aquellas cosas que están bajo nuestro control (y que podemos hacer o no, en ejercicio de nuestra libertad); aquellas cosas que están bajo el control de otras personas (por ejemplo, las decisiones de autoridades políticas o de otros países) y, finalmente, aquellas sobre las que nadie tiene control (como los fenómenos naturales). La confluencia de los tres es lo que va abriendo brecha. Verdaderamente, como escribió Machado, y canta Serrat, se hace camino al andar.

Esperanza. Comprendo —y jamás pretendería menospreciar— que para tantas personas sea motivo de consuelo pensar que existe un ser supremo que tiene las riendas de todo o que las cosas malas suceden por una buena razón trascendente.

Ello aliviana la pesada carga de encarar un porvenir incierto. Para quienes piensan así, la perspectiva que aquí planteo —nacida del dolor— seguramente sonará a visión carente de esperanza. Pero no es así. Lejos de ello. Soy un convencido absoluto de aquello que una vez afirmó el neurólogo y psiquiatra Viktor Frankl ("El Hombre en Busca de Sentido"): “¿Cuál es el sentido de la vida? El sentido de la vida es darle a la vida un sentido".

Cuando aconteció uno de esos tristes episodios que me dejó el 2019 (el fallecimiento de un hermano), la noticia me alcanzó fuera del país, mientras almorzaba con mi hijo mayor y mi nuera. Primero, vino el impacto, el asombro, el dolor. Pero, pasado un rato, me di cuenta de que estaba dentro de mí elegir si estar triste o no. Pensé que las duras experiencias vividas ese año y en el pasado me han enseñado que, ante la muerte, lo que debemos hacer es celebrar la vida.

No muchos entienden que las probabilidades de estar vivos son pequeñísimas, comparadas con las de no estarlo; que estar vivos es un privilegio, un regalo. Y noté que hacía un día hermoso. El cielo estaba totalmente despejado, había un sol luminoso, flores por todas partes y los árboles comenzaban a mostrar sus colores otoñales.

Entonces, abracé a mi hijo (siempre que se pueda hay que abrazar a los seres queridos) y le propuse a él y a mi nuera ir a caminar y disfrutar el día, en memoria de mi hermano. Es lo que él habría querido y lo que yo, no el destino, escogí.

No, no creo que todo pase por una razón. Mas eso no significa que no podamos darle un sentido a lo que pasa. Veo el dolor venir y elijo no evadirlo; más bien, le doy la bienvenida porque es un viejo amigo. No obstante, una vez dentro, y aunque esto suene como a un sinsentido, escojo transformarlo en lágrimas de amor y de gratitud.

Aunque hay cosas fuera de mi control, lo que sí puedo hacer es decidir, consciente y deliberadamente, cómo quiero que me afecte lo que sucede, especialmente lo malo. Las restricciones que impone lo que no podemos determinar ciertamente nos somete a un grado de angustia. Pero, por otro lado, la posibilidad de construir nuestro futuro a partir de aquellas cosas que sí podemos dirigir nos abre vastos horizontes. Nos hace libres.

5 de diciembre de 2019

Un aguinaldo para el próximo año

Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

En los próximos días, los trabajadores y pensionados recibirán su décimo tercer mes salarial, más conocido como aguinaldo. Sin embargo, lamentablemente, muchos de ellos —quizá la mayoría— no tendrán la oportunidad de disfrutarlo en buena parte o, en el peor de los casos, del todo. La razón es que el ingreso lo tienen comprometido, ya sea para cancelar deudas o para cubrir erogaciones típicas del fin y principio de año, como el pago del marchamo o los gastos escolares de sus hijos.

Grata sensación. Me gustaría que esas personas pensaran qué maravilloso sería si su aguinaldo llegara libre de polvo y paja; es decir, que todo o, cuando menos, la mayor parte de este no tenga ya como destino el bolsillo o la cuenta de otros. Qué grata sensación sería la de saber que cuando se reciba ese ingreso no aparecerán inmediatamente las manos extendidas de muchos cobradores exigiendo su parte, lo que da la impresión de que el dinero es como arena que se escapa de entre los dedos tan pronto llega. Sería como ganar la lotería, ¿verdad?

En mi anterior antrículo, “Solo hay un modo de evitar el sobrendeudamiento” (La Nación, 5/11/19), intenté explicar la diferencia primordial existente entre alguien financieramente inteligente y quien no lo es. En síntesis, señalé que quien no posea ese talento procede según este orden: recibe su dinero, abona a las deudas, gasta sin apego a ningún plan y, finalmente, si sobra algo —cosa que rara vez o nunca sucede—, lo ahorra. Por el contrario, la persona financieramente educada primero prepara un presupuesto de ingresos y gastos, luego recibe su dinero, separa el ahorro previsto en ese plan —idealmente, lo invierte— , después abona a sus deudas y, por lo último, gasta conforme el presupuesto establecido, sin excederlo.

Ingreso extraordinario. Con el aguinaldo también se debe ser financieramente inteligente. Es necesario entender que se trata de un ingreso extraordinario, que, consecuentemente, no debe estar destinado a satisfacer gastos ordinarios. Estos últimos deben contemplarse siempre en el presupuesto personal o familiar, puesto que son totalmente previsibles. Por ejemplo, a nadie que posea un vehículo puede tomarle por sorpresa el pago anual de los derechos de circulación; esta es una erogación ordinaria y, por ende, hay que prepararse de antemano, a partir de los ingresos ordinarios, no del aguinaldo.

Cuando alguien carece de inteligencia financiera, piensa que la solución para todos sus problemas consiste en ganar más dinero. En consecuencia, se centra en alternativas tales como trabajar horas extra, buscar un segundo empleo, procurar una promoción laboral o un aumento salarial. No obstante, dicen con justificada razón los expertos que, cuando el problema de una persona es no saber cómo administrar su propio dinero, ninguna cantidad extra lo resolverá. En efecto, tan pronto se obtiene el ingreso adicional, el individuo tenderá a gastar más o a contraer nuevas deudas. De este modo, incluso la gente que gana salarios elevados puede caer en una crisis económica. La diferencia entre un pobre y un rico, recalcan los mismos expertos, no es cuánto gana, sino cuánto de ese ingreso se logra ahorrar. Y el aguinaldo no es excepción.

Cómo lograrlo. Por todo lo anterior, si usted es de los que ya saben que de su aguinaldo quedará poco o nada, propóngase hacer algo distinto el año que viene. Por ejemplo, precise a cuáles gastos previsibles destina actualmente ese décimo tercer mes. Luego, divida ese monto entre el número de pagos que recibirá en el 2020 (quizás sean 12, si le pagan mensualmente; 24, si gana quincenalmente, etc.) y agregue a su presupuesto el rubro de ahorro correspondiente. Cada vez que le paguen, guarde esos montos en una cuenta de ahorros o, mejor todavía, en un fondo de inversión o certificado de depósito. Si quiere facilitarse la vida, puede acercarse a su banco, asociación solidarista, cooperativa o similar y suscribir un plan de ahorro programado; de este modo, la cuota será deducida automáticamente de su ingreso e invertida, sin que usted lo sienta. Así, cuando llegue diciembre del año entrante, descubrirá tres escenarios maravillosos: que ya tiene listo el dinero para pagar esos gastos ordinarios, que ha ganado intereses sobre esos montos y, lo mejor de todo, que no tendrá que dedicar su décimo tercer mes a compromisos.

Así es que, el próximo año, le propongo regalarse su propio aguinaldo. Desde ya, muy feliz y próspero año nuevo para todos.

5 de noviembre de 2019

Solo hay un modo de evitar el sobrendeudamiento

 Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

Los reportajes publicados por La Nación acerca del sobrendeudamiento de los costarricenses son alarmantes y han sonado la voz de alerta sobre la necesidad de actuar para encontrarle alivio urgente.

En la primera plana de la edición del 2 de noviembre, dos titulares provocan sentimientos encontrados: esperanza (“Los pasos para crear un ahorro a largo plazo según su edad”) y desaliento (“Compradores se lanzan a la caza de promociones”).

El gobierno propuso planes para combatir el flagelo, pero es evidente que de poco servirán si no se ataca el mal desde la raíz: la escasa o nula educación financiera en el país; problema al cual dediqué un comentario anterior (“Analfabetismo financiero”, La Nación, 29/7/2019).

Los anunciados proyectos incluyen la obligatoriedad de llevar cursos sobre la materia, aunque leí que se pretende la asistencia durante tres años, plazo irrazonablemente excesivo que casi asegura el incumplimiento.

No debería ser necesario llevar lo que vendría a ser prácticamente una carrera universitaria para aprender a administrar los recursos personales. Además, ¿quién los va a impartir? ¿Los bancos? No tengo nada en su contra, pero lo cierto es que estos son los principales beneficiarios de que la gente se endeude hasta el cuello. ¿La Superintendencia General de Entidades Financieras, entonces? Tendría que alquilar el Estadio Nacional para educar a tantos.

Independencia financiera. Es fundamental que las personas entiendan una regla que debería ser de sentido común, si no fuera porque este, como dicen, es el menos común de los sentidos: solo hay un modo de evitar el endeudamiento excesivo, y es gastar menos de lo que se gana. De lo contrario, es imposible ahorrar. Sin ahorro, es imposible invertir. Si no se invierte, no se alcanza la independencia financiera, condición ideal en la que los réditos de las inversiones sobrepasan los gastos regulares.

Por lo general, quien no posee una adecuada formación financiera se apega a un patrón de conducta cuya secuencia es esta: recibe un ingreso; después, gasta sin apego a un presupuesto; luego, procura abonar a las deudas; y, finalmente, si algo sobra, ahorra.

Puesto que usualmente nunca sobra nada, nunca se ahorra. Peor aún, si el dinero no alcanza siquiera para cubrir los gastos, se acude al endeudamiento mediante préstamos, tarjetas de crédito, etc.

Esta mecánica, repetida constantemente, mes tras mes, conduce al fracaso y a mantener a la persona en condiciones de perpetuo estrujamiento económico, con la consiguiente angustia y los males físicos y emocionales derivados.

Inteligencia financiera. Por el contrario, quien, gracias a la educación posee lo que los expertos llaman “inteligencia financiera”, hace las cosas en un orden distinto: primero crea un presupuesto, que incluye siempre una meta de ahorro, por pequeña que sea, sin excepciones ni excusas, así como el pago de deudas hasta donde sea posible. Después, recibe el ingreso, separa el ahorro planificado (a esto se le conoce como “pagarse a uno mismo primero”), abona a las obligaciones existentes y, finalmente, gasta sin exceder los recursos disponibles, y, obviamente, sin agravar su nivel de endeudamiento.

Lo sé, es más fácil decirlo que hacerlo. Sin embargo, la indisciplina conduce a una actitud en la que nunca faltarán justificaciones para no ahorrar (“no me alcanza”, “la situación está muy dura”) y, más bien, gastar (“para eso trabajo”, “me lo merezco”, “solo se vive una vez”).

Dichas razones son solo excusas para eludir lo que se sabe bien que no debe hacerse: consumir más de lo que se recibe. En efecto, se gasta dinero que no se tiene en cosas que frecuentemente no se necesitan y todo para complacer a otros, o para tratar de impresionar dando una falsa apariencia de opulencia. Aquí, les dejo una pista: a nadie le interesa.

Paz interior. Sin importar lo que digan los eternos pesimistas, aunque sea poco, siempre es posible ahorrar (e incluso donar para los más necesitados, tema valioso para un futuro comentario).

En palabras del escritor Ramit Sethi ("I Will Teach You to Be Rich"), para poder gastar extravagantemente en las cosas que amamos, primero hay que recortar inmisericordemente las que no. Cada quien sabe qué es importante y qué no lo es, y debe actuar en consecuencia.

No desaprovechar las oportunidades esperadas (aguinaldo, salario escolar, etc.) o inesperadas (recibir un aumento o pago retroactivo, ganar la lotería, etc.) para ahorrar, en vez de aumentar el consumo.

Lo ideal es crear primero una reserva para emergencias, luego, abonar cantidades mayores para acelerar la cancelación de deudas y, eventualmente, invertir. Requiere disciplina, pero el premio será la paz interior, el bienestar propio y el de los seres queridos. Y, eso, no tiene precio.

29 de julio de 2019

Analfabetismo financiero

 Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

Tuve el agrado de participar en el simposio "Finanzas Personales en Época de Crisis: Implicaciones del Endeudamiento Extremo para el Sistema Financiero", como parte del programa de educación financiera "Hagamos Números", auspiciado por La Nación, entre otras entidades.

Debo decir que al mundo de las finanzas personales llegué más por necesidad que por voluntad. Siempre pensé que la materia sería demasiado árida y poco atrayente, lo cual no deja de ser extraño, siendo hijo de un economista y hermano de dos. Sin embargo, a medida que he dedicado tiempo a estudiarla, he descubierto, con sorpresa, que en realidad es sumamente interesante; diría que hasta fascinante. Y, más significativo aún, cada vez con más insistencia me viene a la mente la pregunta por qué nadie nos la enseñó desde pequeños.

Pavoroso endeudamiento. Los conferencistas en la actividad mencionada abundaron en cuadros y estadísticas sobre el alarmante endeudamiento que angustia a gran parte de la población, incluidos no solo los sectores de ingresos más bajos, sino también muchas personas del estrato medio y, sorprendentemente, del alto.

Lo anterior sugiere que la mala gestión de la economía personal y familiar no depende necesariamente de cuánto dinero ingresa a los hogares, sino, más bien, de la errónea actitud de las personas en lo relativo a la administración de sus recursos —sean pocos o muchos— porque se dejan llevar por el consumismo irresponsable que nos tienta a diario y conduce a tantos a gastar en un estilo de vida que procura aparentar ante otros una riqueza inexistente, sin percatarse de que aquellos a quienes pretenden impresionar posiblemente están igual o peor de endeudados.

El inversionista Warren Buffet lo resumió magistralmente: “Lo que mantiene ricos a los ricos es que tratan su dinero como si fueran pobres; y lo que mantiene pobres a los pobres es que tratan su dinero como si fueran ricos”.

Esperanzadoramente, van surgiendo poco a poco algunos programas para combatir este auténtico analfabetismo financiero. Por ejemplo, la representante del Ministerio de Economía, Industria y Comercio explicó que esa cartera impulsa una iniciativa de este tipo, desde la óptica de la defensa del consumidor. Pero en el momento en que ella exponía al respecto, en mi cabeza resonaba la pregunta: ¿Dónde está el Ministerio de Educación Pública? Porque debería ser evidente que, en muchos casos, para formar a personas adultas en esta disciplina ya es muy tarde.

Cuándo empezar. Ahora bien, estoy convencido de que la educación financiera en realidad debería iniciarse en el propio hogar, mucho antes incluso del momento en que un niño reciba por primera vez una mesada.

Jill Schlesinger, experta estadounidense en planificación financiera, menciona en su reciente libro "The Dumb Things Smart People Do with Their Money: Thirteen Ways to Right Your Financial Wrongs" ("Las cosas tontas que la gente inteligente hace con su dinero: trece maneras para corregir sus errores financieros"), que las investigaciones demuestran que los menores comienzan a formar hábitos financieros alrededor de los siete años.

Ella recomienda comenzar antes, entre los tres y los cinco años, mostrándoles los distintos tipos de monedas y billetes, así como explicándoles la diferencia entre las cosas que son gratuitas (como salir a jugar con sus amigos) y las que cuestan dinero (como un cono de helado).

Más adelante, se les debe explicar que para obtener ingresos es necesario esforzarse y que, para adquirir ciertas cosas, se necesita, además de tiempo y paciencia, postergar el afán de gratificación instantánea que la publicidad, las redes sociales e incluso alguna de la gente de su entorno pretende inculcarles.

Podemos estar de acuerdo o en desacuerdo con estas recomendaciones puntuales, pero está claro que existe un problema: ¿Cómo enseñar a los hijos lo que deben saber acerca del dinero si muchos padres de familia tampoco entienden correctamente cómo es el asunto y no practican hábitos sanos al respecto?

Materia obligatoria. Por esto, me parece igualmente apremiante que los centros de enseñanza, públicos y privados, conviertan la educación financiera en una materia tan obligatoria como las ciencias o la historia.

A mi juicio, un joven debería salir del colegio sabiendo cómo crear y ajustarse a un presupuesto, qué es y cómo funciona una cuenta bancaria, cómo manejar correctamente una tarjeta de crédito para evitar el endeudamiento innecesario, etcétera.

Y, por sobre todo, la repercusión de vivir conforme a sus ingresos, así como la relevancia de comenzar a ahorrar e invertir lo antes posible para mejorar su calidad de vida futura. Es urgente acabar con el analfabetismo financiero.

18 de enero de 2019

El lamentable estado de la profesión jurídica

Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

El reportaje publicado en La Nación del pasado 11 de enero es contundente: el 90 % de los graduados en Derecho perdió el más reciente examen de incorporación al Colegio de Abogados. Del desastroso resultado no se salvaron ni siquiera los egresados de la Universidad de Costa Rica –tradicional baluarte académico de la profesión jurídica– que no lograron alcanzar ni un 50 % de aprobación. Además, la mayoría de los candidatos ya habían hecho al menos una vez la prueba anteriormente, es decir, eran repitientes.

Causas múltiples. Las razones de tan deplorable resultado parecieran ser varias: unos lo atribuyen a aspectos psicológicos; otros consideran que el examen es memorístico y no refleja las condiciones reales del ejercicio de la abogacía. Ciertamente, el problema merece un análisis reposado y objetivo. Sin embargo, está claro que algo anda muy mal en la formación de los futuros operadores del derecho y, en lo personal, esos resultados no me sorprenden en lo más mínimo.

He ejercido la abogacía por más de 30 años, tanto en el sector público como en el privado. Durante la última década, tuve el privilegio de desempeñarme como juez hasta mi retiro y fue justamente desde esta trinchera que fui testigo presencial del palpable decaimiento de la forma como muchos abogados efectúan su trabajo, particularmente, los de más reciente incorporación. Puedo resumir los síntomas del problema en al menos tres categorías generales.

Ortografía y gramática. El profesional en derecho debe plasmar su labor fundamentalmente por escrito. Si bien durante los últimos años ha habido una migración hacia la oralidad (al menos en lo judicial), el bulto de las actividades de los abogados y notarios sigue manifestándose en forma documental. Y, en ese sentido, la experiencia diaria no deja mentir: una alarmante proporción de profesionales –no obstante haber pasado por muchos años de educación escolar, colegial y universitaria– simple y sencillamente no saben escribir correctamente.

Para ser justos, la problemática no es exclusiva de los graduados en derecho, pero en el caso de estos últimos resulta especialmente preocupante porque lo menos que debe hacer un especialista en esta materia es expresar con claridad los alegatos y reclamos de sus patrocinados.

Si ni siquiera son capaces de distinguir entre “halla” y “haya” o de emplear los signos gramaticales en forma apropiada (por mencionar solo dos ejemplos típicos), con frecuencia se torna difícil, cuando no casi imposible, entender el sentido de sus escritos y esto, evidentemente, va en detrimento de los intereses de las personas que les han confiado sus problemas legales.

Incapacidad argumentativa. Un problema aún más sensible es que muchos no poseen la capacidad de exponer, de forma ordenada, clara y concreta, cuál es la cuestión de fondo que someten a conocimiento y decisión judicial.

Aun cuando en nuestra profesión rige de forma general la máxima iura novit curia (conforme a la cual el juez conoce el derecho y las partes solo deben someter a su conocimiento los hechos), también se aplica el llamado principio dispositivo, que, en síntesis, y a pesar de algunas atenuaciones actuales, limita las potestades de decisión del juzgador a aquellas cuestiones concretas que las partes hayan sometido al debate.

Esta regla va de la mano con el principio de congruencia, conforme al cual la debida correspondencia entre lo solicitado por el actor en la demanda y lo resuelto por el órgano jurisdiccional en sentencia se constituye en una obligación procesal de acatamiento ineludible para los jueces en la resolución de las demandas formuladas.

Es así que, al analizar el fondo del asunto planteado, únicamente se revisan las alegaciones en que se sustenta la demanda. Todo lo anterior quiere decir, en términos simples, que, para que prospere un reclamo judicial, los abogados deben ser capaces de articular de forma completa y precisa sus argumentos y pretensiones, pues, de lo contrario, es imposible atenderlos positivamente; el juez o el tribunal no debe ni puede suplir oficiosamente las carencias de las partes al respecto.

Por ello, tristemente, a veces es inevitable rechazar incluso una demanda en la cual se percibe que su promovente podría tener razón en sus alegaciones, pero el abogado simplemente no supo presentar correctamente el problema planteado y qué era exactamente lo que pretendía al respecto.

Desconocimiento jurídico. Increíblemente, ciertos profesionales exhiben una ignorancia supina en el manejo de conceptos jurídicos básicos. Basta con un solo ejemplo al respecto: en el derecho público costarricense, todo jurista sabe –o debería saber– que el Estado y las entidades descentralizadas son personas jurídicas distintas, cada una con su respectivo ámbito de competencias y responsabilidades. No obstante, no mucho antes de mi retiro, me correspondió examinar un proceso en que el abogado del actor pretendía demandar al Estado por el despido del cual había sido víctima un funcionario del ICE.

Sorprendidos, los integrantes del tribunal pedimos a la parte que aclarara contra quién dirigía su reclamo, a lo cual el abogado en cuestión respondió, increpándonos por desconocer, según él, “el elemental principio del Estado como patrono único” e insistiendo en que la demanda iba dirigida contra este y no contra el ICE.

Irremediablemente, hubo que declarar sin lugar el asunto, pero al mismo tiempo se dispuso poner el caso en conocimiento de la Fiscalía del Colegio de Abogados, pues era evidente que el trabajador en cuestión se encontraba en estado de indefensión por causa de la ignorancia del profesional al que había confiado su caso, y quien seguramente le había cobrado los honorarios correspondientes.

En conclusión, el estado de la profesión jurídica en nuestro país es, hoy por hoy, preocupante. La justicia es un derecho fundamental de todos los ciudadanos. Pero no es posible aspirar a alcanzar plenamente ese ideal cuando muchos profesionales, que se supone deben hacerlo realidad para sus clientes, tienen una deficiente formación, la cual es atribuible, en algunos casos, a su propia desidia y, en otros, a la inadecuada calidad de los centros de estudios en cuyas manos pusieron su instrucción.

Pienso que el problema amerita un examen profundo, por lo cual se debe escuchar la opinión de todas las partes involucradas y tomar de inmediato las medidas necesarias.