18 de abril de 2020

El grillo y la hormiga

Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

Cuenta la conocida fábula que una esforzada hormiga, durante los soleados y cálidos meses del verano, dedicaba largas horas de trabajo, sudando y jadeando, a recolectar y guardar alimentos en la despensa de su casa.

Por allí cerca, vivía un alegre y fiestero grillo, quien día tras día observaba a la hormiga afanarse, mientras él reía y cantaba tocando el violín, disfrutando del sabroso clima. Tiempo después, llegó el gélido invierno. Un día, la trabajadora hormiga, sana y salva en su tibio hogar, descansaba tranquila, esperando que pasara el frío.

De pronto, escuchó que tocaban a la puerta. Abrió y, para su sorpresa, encontró al otrora festivo grillo, tiritando y castañeteando los dientes, debilitado casi hasta el colapso. “No tengo nada para comer”, le confesó con tristeza. "Tú, por otra parte, tienes mucho guardado. ¿Serías tan bondadosa de compartir aunque sea un bocado conmigo?”. La hormiga meditó unos momentos y respondió: “Aún falta mucho para que termine el invierno. Temo que la comida que tengo apenas me alcance. Pero dime, ¿qué hiciste tú durante el estío, que ahora no tienes nada para tu manutención?”.

El grillo, que apenas podía hablar, respondió: “Día y noche, a todos los que veía, les cantaba”. Entonces, la hormiga, antes de cerrarle la puerta en la cara, manifestó implacable: “¿Les cantabas? Me alegro. Pues bien, ¡ahora baila!”.

Moraleja. La moraleja de la historia es obvia: en tiempos de vacas gordas, debemos prepararnos para la posibilidad de que más adelante vengan tiempos de vacas flacas. Y lo cierto es que difícilmente podrían adelgazar más las vacas que durante la presente crisis mundial.

Alrededor del globo, la pandemia de la covid-19 ha obligado a cerrar puertas a entidades y empresas, grandes y pequeñas, que se habían visto obligadas a despedir a sus empleados o a suspender los contratos laborales, con el consecuente desempleo, incertidumbre y hambre de incontables personas.

Por desgracia, diversos estudios han confirmado una dolorosa realidad: por largo tiempo, las personas no han hecho lo de la hormiga, sino lo del grillo; no ahorraron, gastaron como si no hubiera mañana y administraron las finanzas familiares y personales con desenfreno.

Vivieron de prestado o de tarjetas de crédito, en un vano intento por aparentar un estilo de vida de abundancia, en competencia con sus vecinos, quienes, en la mayoría de los casos, están igual o más endeudados.

Dada nuestra generalizada falta de educación en cuestiones de dinero (vea “Analfabetismo financiero”, La Nación, 29/7/2019), estamos aprendiendo ahora una dura lección: contar con reservas de dinero para emergencias no es optativo.

No se trata de algo que tal vez deberíamos hacer o que sería bonito intentar algún día. Simplemente, no hay elección, pues la consecuencia es afrontar un penoso invierno financiero, cuya duración —como sucede hoy— nadie puede pronosticar, quizás, sin medios para llevar un bocado a nuestros dependientes.

Hay países, como el nuestro, que, pese a sus limitados recursos, afortunadamente cuentan con una invaluable red de solidaridad social, en la forma de salud y educación públicas, así como de mecanismos bancarios y de otras índoles que ayudan a suavizar el golpe en los bolsillos de la ciudadanía.

Pero ahora, más que nunca, existe, cuando menos, una enseñanza que debería dejarnos esta historia, y es que, en última instancia, la responsabilidad por nuestro bienestar y el de los nuestros descansa prioritariamente sobre nuestros propios hombros.

En las finanzas personales, contar con acopio de dinero suficiente para imprevistos debe ser invariablemente la prioridad número uno, incluso por encima de pagar deudas, pues estas siempre pueden ser refinanciadas o renegociadas; mientras no contar con recursos para satisfacer las necesidades básicas, especialmente en tiempos cuando el acceso a préstamos suele ser difícil, cuando no imposible, y se haya agotado el crédito disponible mediante tarjetas, es una receta segura para el desastre.

Tiempo y disciplina. Crear una reserva como la que he venido describiendo generalmente no es fácil y requiere tiempo y disciplina. Pero, repito, no es optativo ni se puede postergar a la espera de tiempos mejores.

Para lograrlo, existen diversos mecanismos que se resumen en la vieja y conocida fórmula de aumentar los ingresos, reducir los gastos o, idealmente, ambas cosas.

Para lo anterior, es crucial contar con un presupuesto, pues no se sabe en qué o en cuánto disminuir nuestro consumo si no determinamos primero en qué se gasta nuestro dinero. También, existen formas creativas de mejorar las finanzas, incluidas la venta de objetos en desuso o innecesarios o la creación de un pequeño negocio de productos o servicios.

A veces, basta con recortar un poco en actividades como salir al cine o a comer fuera, así como sustituir ciertos productos caros por otros más económicos.

Cuando tengamos una suma, por pequeña que sea, para comenzar la reserva, debe procurarse mantenerla accesible (en términos financieros, lo más líquida posible), pero no estática (por ejemplo, en una cuenta de ahorros), pues en ese caso el dinero irá perdiendo lentamente su valor debido a la inflación.

Una buena opción es acudir a los fondos de inversión abiertos, de mercado de dinero o de ingreso, para generar una rentabilidad que, idealmente, sea reinvertida para potenciar el crecimiento de lo reservado.

Lo más aconsejable en estos casos es acercarse a los bancos o a otros asesores acreditados para explorar las alternativas.

La situación actual es dura, sin duda, pero pasará. Ojalá la antigua enseñanza que contiene la fábula del grillo y la hormiga sea interiorizada por todos nosotros para que el próximo invierno financiero —que tarde o temprano vendrá, quizás no a escala planetaria, pero sí nacional o personal— no nos tome desprevenidos. Porque, cuando ocurra, nadie querrá tener que volver a bailar a la intemperie para mantenerse caliente.

4 de enero de 2020

¿Pasa todo por un motivo?

Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

El 2019 fue el año más duro de mi vida. Todos los años tienen cosas buenas y cosas malas, por supuesto, pero el balance del que terminó es terrible para mí y para mis seres queridos. Me deja cicatrices que posiblemente nunca sanarán en lo que me quede de vida. Quisiera que no fuera así, pero lo es.

Apoyo y consuelo. A lo largo de estos meses, familiares, amigos y otras personas conocidas me han ofrecido apoyo y consuelo, y por ello les estaré por siempre agradecido. En su afán, muchos de ellos seguramente habrán pasado por ese penoso momento en que uno se encuentra cara a cara con alguien que está pasando por un momento difícil y, simple y sencillamente, no sabe qué decir.

A falta de otra cosa mejor, en esas situaciones, es frecuente echar mano a frases que son, digamos, comúnmente aceptadas y que surgen casi automáticamente, sin reflexionar sobre su significado o implicaciones.

No quiero que me malinterpreten. No tengo ninguna duda de que, en todos estos casos, las personas tienen las mejores intenciones del mundo y solo quieren que uno pueda reunir la fortaleza requerida para sobrellevar (y esa es la palabra correcta: sobrellevar, nunca olvidar o superar) el dolor.

Pero, en los momentos de quietud —cuando la mente corre a cientos de kilómetros por hora, intentando entender qué fue lo que pasó y tratando de arrojar luz sobre el vacío que uno a ratos siente— en ocasiones me ha dado por pensar sobre algunas de esas cosas que me han dicho, intentando desentrañar su significado, pese a que de filósofo no tengo nada.

Dios tiene el control. Una frase que se suele escuchar en estas situaciones es “No te preocupés, Dios tiene el control de todo”. La obvia intención es que uno sienta que no está solo o indefenso en su pena; que hay alguien que eventualmente hará que todo salga bien. Pero, cuando escucho esa frase, o alguna variante similar, confieso que, aun cuando no diga o refleje nada exteriormente, no puedo evitar sentir una dolorosa punzada interna porque me pregunto si quien le dice eso a uno se percata de su inescapable implicación: si Dios tiene el control de todo, entonces fue Dios quien causó o, cuando menos, permitió que ocurriera aquello que tanto dolor provoca.

Entonces resuena en mí la interrogante que se planteó Epicuro tres siglos antes de la era actual, en la antigua Grecia: “¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no puede? Entonces no es omnipotente. ¿Puede, pero no desea hacerlo? Entonces es malvado. ¿Puede prevenirlo y quiere hacerlo? ¿Entonces por qué existe el mal? Y, si no es capaz ni desea hacerlo, entonces, ¿por qué llamarlo Dios?”

Antes de que alguien se apresure a recordármelo, soy plenamente consciente de que para esa antigua duda han sido ofrecidas numerosas posibles respuestas a lo largo de los siglos. Pero ese no es el punto, sino el hecho de que afirmar que Dios tiene el control de todo, pronunciada con el propósito de reconfortarme, en realidad lo que consigue es generar una dolorosa interrogante y, por ende, resulta poca o nula fuente de ánimo.

El porqué. Otra frase frecuente es “Ya verás que todo pasa por un motivo”. Esa también me crispa por dentro. La idea es que, cuando ocurren cosas malas, es porque de ellas eventualmente devendrá una consecuencia positiva. Por tanto, hay que aceptarlas y tener confianza. Y esperar.

La frase mencionada implica que detrás de todo evento negativo hay una finalidad positiva; una ulterior razón de ser benéfica. Sin embargo, desde luego, para que exista una intención se requiere que algo o alguien —una voluntad deliberada— lo haya preestablecido. Dicho de otro modo, que todo sea el fruto de un diseño o plan, por lo cual el argumento viene siendo semejante al anterior.

El problema evidente es que, a lo largo de la historia —y de nuestras propias vidas—, han ocurrido innumerables cosas malas de las que nunca surgió una consecuencia positiva, por lo que la frase en cuestión suele escucharse con mayor frecuencia ex post facto, es decir, solo cuando convenientemente se ha producido un efecto bienhechor.

En segundo lugar, y más relevante aún, está la sugerencia implícita —que personalmente encuentro chocante e inaceptable— de que a veces alguien debe sufrir para que otro reciba un beneficio. ¿Tiene un niño que padecer cáncer y sufrir una agonía espantosa solo para que sus padres reciban algún don o fortaleza moral?

En adición a lo anterior, la idea de que todo sucede por un motivo conlleva creer que el futuro está escrito, que estamos a merced del destino o del plan maestro que ya está trazado.

Yo no lo veo así. Pienso que, por el contrario, el futuro es continuamente creado a partir de nuestras acciones (e inacciones) pasadas y presentes, sin un rumbo predefinido. Cada día, hora, minuto y segundo de nuestras vidas, existe un abanico casi ilimitado de senderos que podemos tomar y, una vez definido uno, de inmediato se abre otro abanico igual de posibilidades y así sucesivamente, ad infinitum.

Nuestra historia como individuos, y nuestro futuro como especie, es el resultado de la incesante interacción de una trilogía de factores: aquellas cosas que están bajo nuestro control (y que podemos hacer o no, en ejercicio de nuestra libertad); aquellas cosas que están bajo el control de otras personas (por ejemplo, las decisiones de autoridades políticas o de otros países) y, finalmente, aquellas sobre las que nadie tiene control (como los fenómenos naturales). La confluencia de los tres es lo que va abriendo brecha. Verdaderamente, como escribió Machado, y canta Serrat, se hace camino al andar.

Esperanza. Comprendo —y jamás pretendería menospreciar— que para tantas personas sea motivo de consuelo pensar que existe un ser supremo que tiene las riendas de todo o que las cosas malas suceden por una buena razón trascendente.

Ello aliviana la pesada carga de encarar un porvenir incierto. Para quienes piensan así, la perspectiva que aquí planteo —nacida del dolor— seguramente sonará a visión carente de esperanza. Pero no es así. Lejos de ello. Soy un convencido absoluto de aquello que una vez afirmó el neurólogo y psiquiatra Viktor Frankl ("El Hombre en Busca de Sentido"): “¿Cuál es el sentido de la vida? El sentido de la vida es darle a la vida un sentido".

Cuando aconteció uno de esos tristes episodios que me dejó el 2019 (el fallecimiento de un hermano), la noticia me alcanzó fuera del país, mientras almorzaba con mi hijo mayor y mi nuera. Primero, vino el impacto, el asombro, el dolor. Pero, pasado un rato, me di cuenta de que estaba dentro de mí elegir si estar triste o no. Pensé que las duras experiencias vividas ese año y en el pasado me han enseñado que, ante la muerte, lo que debemos hacer es celebrar la vida.

No muchos entienden que las probabilidades de estar vivos son pequeñísimas, comparadas con las de no estarlo; que estar vivos es un privilegio, un regalo. Y noté que hacía un día hermoso. El cielo estaba totalmente despejado, había un sol luminoso, flores por todas partes y los árboles comenzaban a mostrar sus colores otoñales.

Entonces, abracé a mi hijo (siempre que se pueda hay que abrazar a los seres queridos) y le propuse a él y a mi nuera ir a caminar y disfrutar el día, en memoria de mi hermano. Es lo que él habría querido y lo que yo, no el destino, escogí.

No, no creo que todo pase por una razón. Mas eso no significa que no podamos darle un sentido a lo que pasa. Veo el dolor venir y elijo no evadirlo; más bien, le doy la bienvenida porque es un viejo amigo. No obstante, una vez dentro, y aunque esto suene como a un sinsentido, escojo transformarlo en lágrimas de amor y de gratitud.

Aunque hay cosas fuera de mi control, lo que sí puedo hacer es decidir, consciente y deliberadamente, cómo quiero que me afecte lo que sucede, especialmente lo malo. Las restricciones que impone lo que no podemos determinar ciertamente nos somete a un grado de angustia. Pero, por otro lado, la posibilidad de construir nuestro futuro a partir de aquellas cosas que sí podemos dirigir nos abre vastos horizontes. Nos hace libres.

5 de diciembre de 2019

Un aguinaldo para el próximo año

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En los próximos días, los trabajadores y pensionados recibirán su décimo tercer mes salarial, más conocido como aguinaldo. Sin embargo, lamentablemente, muchos de ellos —quizá la mayoría— no tendrán la oportunidad de disfrutarlo en buena parte o, en el peor de los casos, del todo. La razón es que el ingreso lo tienen comprometido, ya sea para cancelar deudas o para cubrir erogaciones típicas del fin y principio de año, como el pago del marchamo o los gastos escolares de sus hijos.

Grata sensación. Me gustaría que esas personas pensaran qué maravilloso sería si su aguinaldo llegara libre de polvo y paja; es decir, que todo o, cuando menos, la mayor parte de este no tenga ya como destino el bolsillo o la cuenta de otros. Qué grata sensación sería la de saber que cuando se reciba ese ingreso no aparecerán inmediatamente las manos extendidas de muchos cobradores exigiendo su parte, lo que da la impresión de que el dinero es como arena que se escapa de entre los dedos tan pronto llega. Sería como ganar la lotería, ¿verdad?

En mi anterior antrículo, “Solo hay un modo de evitar el sobrendeudamiento” (La Nación, 5/11/19), intenté explicar la diferencia primordial existente entre alguien financieramente inteligente y quien no lo es. En síntesis, señalé que quien no posea ese talento procede según este orden: recibe su dinero, abona a las deudas, gasta sin apego a ningún plan y, finalmente, si sobra algo —cosa que rara vez o nunca sucede—, lo ahorra. Por el contrario, la persona financieramente educada primero prepara un presupuesto de ingresos y gastos, luego recibe su dinero, separa el ahorro previsto en ese plan —idealmente, lo invierte— , después abona a sus deudas y, por lo último, gasta conforme el presupuesto establecido, sin excederlo.

Ingreso extraordinario. Con el aguinaldo también se debe ser financieramente inteligente. Es necesario entender que se trata de un ingreso extraordinario, que, consecuentemente, no debe estar destinado a satisfacer gastos ordinarios. Estos últimos deben contemplarse siempre en el presupuesto personal o familiar, puesto que son totalmente previsibles. Por ejemplo, a nadie que posea un vehículo puede tomarle por sorpresa el pago anual de los derechos de circulación; esta es una erogación ordinaria y, por ende, hay que prepararse de antemano, a partir de los ingresos ordinarios, no del aguinaldo.

Cuando alguien carece de inteligencia financiera, piensa que la solución para todos sus problemas consiste en ganar más dinero. En consecuencia, se centra en alternativas tales como trabajar horas extra, buscar un segundo empleo, procurar una promoción laboral o un aumento salarial. No obstante, dicen con justificada razón los expertos que, cuando el problema de una persona es no saber cómo administrar su propio dinero, ninguna cantidad extra lo resolverá. En efecto, tan pronto se obtiene el ingreso adicional, el individuo tenderá a gastar más o a contraer nuevas deudas. De este modo, incluso la gente que gana salarios elevados puede caer en una crisis económica. La diferencia entre un pobre y un rico, recalcan los mismos expertos, no es cuánto gana, sino cuánto de ese ingreso se logra ahorrar. Y el aguinaldo no es excepción.

Cómo lograrlo. Por todo lo anterior, si usted es de los que ya saben que de su aguinaldo quedará poco o nada, propóngase hacer algo distinto el año que viene. Por ejemplo, precise a cuáles gastos previsibles destina actualmente ese décimo tercer mes. Luego, divida ese monto entre el número de pagos que recibirá en el 2020 (quizás sean 12, si le pagan mensualmente; 24, si gana quincenalmente, etc.) y agregue a su presupuesto el rubro de ahorro correspondiente. Cada vez que le paguen, guarde esos montos en una cuenta de ahorros o, mejor todavía, en un fondo de inversión o certificado de depósito. Si quiere facilitarse la vida, puede acercarse a su banco, asociación solidarista, cooperativa o similar y suscribir un plan de ahorro programado; de este modo, la cuota será deducida automáticamente de su ingreso e invertida, sin que usted lo sienta. Así, cuando llegue diciembre del año entrante, descubrirá tres escenarios maravillosos: que ya tiene listo el dinero para pagar esos gastos ordinarios, que ha ganado intereses sobre esos montos y, lo mejor de todo, que no tendrá que dedicar su décimo tercer mes a compromisos.

Así es que, el próximo año, le propongo regalarse su propio aguinaldo. Desde ya, muy feliz y próspero año nuevo para todos.

5 de noviembre de 2019

Solo hay un modo de evitar el sobrendeudamiento

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Los reportajes publicados por La Nación acerca del sobrendeudamiento de los costarricenses son alarmantes y han sonado la voz de alerta sobre la necesidad de actuar para encontrarle alivio urgente.

En la primera plana de la edición del 2 de noviembre, dos titulares provocan sentimientos encontrados: esperanza (“Los pasos para crear un ahorro a largo plazo según su edad”) y desaliento (“Compradores se lanzan a la caza de promociones”).

El gobierno propuso planes para combatir el flagelo, pero es evidente que de poco servirán si no se ataca el mal desde la raíz: la escasa o nula educación financiera en el país; problema al cual dediqué un comentario anterior (“Analfabetismo financiero”, La Nación, 29/7/2019).

Los anunciados proyectos incluyen la obligatoriedad de llevar cursos sobre la materia, aunque leí que se pretende la asistencia durante tres años, plazo irrazonablemente excesivo que casi asegura el incumplimiento.

No debería ser necesario llevar lo que vendría a ser prácticamente una carrera universitaria para aprender a administrar los recursos personales. Además, ¿quién los va a impartir? ¿Los bancos? No tengo nada en su contra, pero lo cierto es que estos son los principales beneficiarios de que la gente se endeude hasta el cuello. ¿La Superintendencia General de Entidades Financieras, entonces? Tendría que alquilar el Estadio Nacional para educar a tantos.

Independencia financiera. Es fundamental que las personas entiendan una regla que debería ser de sentido común, si no fuera porque este, como dicen, es el menos común de los sentidos: solo hay un modo de evitar el endeudamiento excesivo, y es gastar menos de lo que se gana. De lo contrario, es imposible ahorrar. Sin ahorro, es imposible invertir. Si no se invierte, no se alcanza la independencia financiera, condición ideal en la que los réditos de las inversiones sobrepasan los gastos regulares.

Por lo general, quien no posee una adecuada formación financiera se apega a un patrón de conducta cuya secuencia es esta: recibe un ingreso; después, gasta sin apego a un presupuesto; luego, procura abonar a las deudas; y, finalmente, si algo sobra, ahorra.

Puesto que usualmente nunca sobra nada, nunca se ahorra. Peor aún, si el dinero no alcanza siquiera para cubrir los gastos, se acude al endeudamiento mediante préstamos, tarjetas de crédito, etc.

Esta mecánica, repetida constantemente, mes tras mes, conduce al fracaso y a mantener a la persona en condiciones de perpetuo estrujamiento económico, con la consiguiente angustia y los males físicos y emocionales derivados.

Inteligencia financiera. Por el contrario, quien, gracias a la educación posee lo que los expertos llaman “inteligencia financiera”, hace las cosas en un orden distinto: primero crea un presupuesto, que incluye siempre una meta de ahorro, por pequeña que sea, sin excepciones ni excusas, así como el pago de deudas hasta donde sea posible. Después, recibe el ingreso, separa el ahorro planificado (a esto se le conoce como “pagarse a uno mismo primero”), abona a las obligaciones existentes y, finalmente, gasta sin exceder los recursos disponibles, y, obviamente, sin agravar su nivel de endeudamiento.

Lo sé, es más fácil decirlo que hacerlo. Sin embargo, la indisciplina conduce a una actitud en la que nunca faltarán justificaciones para no ahorrar (“no me alcanza”, “la situación está muy dura”) y, más bien, gastar (“para eso trabajo”, “me lo merezco”, “solo se vive una vez”).

Dichas razones son solo excusas para eludir lo que se sabe bien que no debe hacerse: consumir más de lo que se recibe. En efecto, se gasta dinero que no se tiene en cosas que frecuentemente no se necesitan y todo para complacer a otros, o para tratar de impresionar dando una falsa apariencia de opulencia. Aquí, les dejo una pista: a nadie le interesa.

Paz interior. Sin importar lo que digan los eternos pesimistas, aunque sea poco, siempre es posible ahorrar (e incluso donar para los más necesitados, tema valioso para un futuro comentario).

En palabras del escritor Ramit Sethi ("I Will Teach You to Be Rich"), para poder gastar extravagantemente en las cosas que amamos, primero hay que recortar inmisericordemente las que no. Cada quien sabe qué es importante y qué no lo es, y debe actuar en consecuencia.

No desaprovechar las oportunidades esperadas (aguinaldo, salario escolar, etc.) o inesperadas (recibir un aumento o pago retroactivo, ganar la lotería, etc.) para ahorrar, en vez de aumentar el consumo.

Lo ideal es crear primero una reserva para emergencias, luego, abonar cantidades mayores para acelerar la cancelación de deudas y, eventualmente, invertir. Requiere disciplina, pero el premio será la paz interior, el bienestar propio y el de los seres queridos. Y, eso, no tiene precio.

29 de julio de 2019

Analfabetismo financiero

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Tuve el agrado de participar en el simposio "Finanzas Personales en Época de Crisis: Implicaciones del Endeudamiento Extremo para el Sistema Financiero", como parte del programa de educación financiera "Hagamos Números", auspiciado por La Nación, entre otras entidades.

Debo decir que al mundo de las finanzas personales llegué más por necesidad que por voluntad. Siempre pensé que la materia sería demasiado árida y poco atrayente, lo cual no deja de ser extraño, siendo hijo de un economista y hermano de dos. Sin embargo, a medida que he dedicado tiempo a estudiarla, he descubierto, con sorpresa, que en realidad es sumamente interesante; diría que hasta fascinante. Y, más significativo aún, cada vez con más insistencia me viene a la mente la pregunta por qué nadie nos la enseñó desde pequeños.

Pavoroso endeudamiento. Los conferencistas en la actividad mencionada abundaron en cuadros y estadísticas sobre el alarmante endeudamiento que angustia a gran parte de la población, incluidos no solo los sectores de ingresos más bajos, sino también muchas personas del estrato medio y, sorprendentemente, del alto.

Lo anterior sugiere que la mala gestión de la economía personal y familiar no depende necesariamente de cuánto dinero ingresa a los hogares, sino, más bien, de la errónea actitud de las personas en lo relativo a la administración de sus recursos —sean pocos o muchos— porque se dejan llevar por el consumismo irresponsable que nos tienta a diario y conduce a tantos a gastar en un estilo de vida que procura aparentar ante otros una riqueza inexistente, sin percatarse de que aquellos a quienes pretenden impresionar posiblemente están igual o peor de endeudados.

El inversionista Warren Buffet lo resumió magistralmente: “Lo que mantiene ricos a los ricos es que tratan su dinero como si fueran pobres; y lo que mantiene pobres a los pobres es que tratan su dinero como si fueran ricos”.

Esperanzadoramente, van surgiendo poco a poco algunos programas para combatir este auténtico analfabetismo financiero. Por ejemplo, la representante del Ministerio de Economía, Industria y Comercio explicó que esa cartera impulsa una iniciativa de este tipo, desde la óptica de la defensa del consumidor. Pero en el momento en que ella exponía al respecto, en mi cabeza resonaba la pregunta: ¿Dónde está el Ministerio de Educación Pública? Porque debería ser evidente que, en muchos casos, para formar a personas adultas en esta disciplina ya es muy tarde.

Cuándo empezar. Ahora bien, estoy convencido de que la educación financiera en realidad debería iniciarse en el propio hogar, mucho antes incluso del momento en que un niño reciba por primera vez una mesada.

Jill Schlesinger, experta estadounidense en planificación financiera, menciona en su reciente libro "The Dumb Things Smart People Do with Their Money: Thirteen Ways to Right Your Financial Wrongs" ("Las cosas tontas que la gente inteligente hace con su dinero: trece maneras para corregir sus errores financieros"), que las investigaciones demuestran que los menores comienzan a formar hábitos financieros alrededor de los siete años.

Ella recomienda comenzar antes, entre los tres y los cinco años, mostrándoles los distintos tipos de monedas y billetes, así como explicándoles la diferencia entre las cosas que son gratuitas (como salir a jugar con sus amigos) y las que cuestan dinero (como un cono de helado).

Más adelante, se les debe explicar que para obtener ingresos es necesario esforzarse y que, para adquirir ciertas cosas, se necesita, además de tiempo y paciencia, postergar el afán de gratificación instantánea que la publicidad, las redes sociales e incluso alguna de la gente de su entorno pretende inculcarles.

Podemos estar de acuerdo o en desacuerdo con estas recomendaciones puntuales, pero está claro que existe un problema: ¿Cómo enseñar a los hijos lo que deben saber acerca del dinero si muchos padres de familia tampoco entienden correctamente cómo es el asunto y no practican hábitos sanos al respecto?

Materia obligatoria. Por esto, me parece igualmente apremiante que los centros de enseñanza, públicos y privados, conviertan la educación financiera en una materia tan obligatoria como las ciencias o la historia.

A mi juicio, un joven debería salir del colegio sabiendo cómo crear y ajustarse a un presupuesto, qué es y cómo funciona una cuenta bancaria, cómo manejar correctamente una tarjeta de crédito para evitar el endeudamiento innecesario, etcétera.

Y, por sobre todo, la repercusión de vivir conforme a sus ingresos, así como la relevancia de comenzar a ahorrar e invertir lo antes posible para mejorar su calidad de vida futura. Es urgente acabar con el analfabetismo financiero.

18 de enero de 2019

El lamentable estado de la profesión jurídica

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El reportaje publicado en La Nación del pasado 11 de enero es contundente: el 90 % de los graduados en Derecho perdió el más reciente examen de incorporación al Colegio de Abogados. Del desastroso resultado no se salvaron ni siquiera los egresados de la Universidad de Costa Rica –tradicional baluarte académico de la profesión jurídica– que no lograron alcanzar ni un 50 % de aprobación. Además, la mayoría de los candidatos ya habían hecho al menos una vez la prueba anteriormente, es decir, eran repitientes.

Causas múltiples. Las razones de tan deplorable resultado parecieran ser varias: unos lo atribuyen a aspectos psicológicos; otros consideran que el examen es memorístico y no refleja las condiciones reales del ejercicio de la abogacía. Ciertamente, el problema merece un análisis reposado y objetivo. Sin embargo, está claro que algo anda muy mal en la formación de los futuros operadores del derecho y, en lo personal, esos resultados no me sorprenden en lo más mínimo.

He ejercido la abogacía por más de 30 años, tanto en el sector público como en el privado. Durante la última década, tuve el privilegio de desempeñarme como juez hasta mi retiro y fue justamente desde esta trinchera que fui testigo presencial del palpable decaimiento de la forma como muchos abogados efectúan su trabajo, particularmente, los de más reciente incorporación. Puedo resumir los síntomas del problema en al menos tres categorías generales.

Ortografía y gramática. El profesional en derecho debe plasmar su labor fundamentalmente por escrito. Si bien durante los últimos años ha habido una migración hacia la oralidad (al menos en lo judicial), el bulto de las actividades de los abogados y notarios sigue manifestándose en forma documental. Y, en ese sentido, la experiencia diaria no deja mentir: una alarmante proporción de profesionales –no obstante haber pasado por muchos años de educación escolar, colegial y universitaria– simple y sencillamente no saben escribir correctamente.

Para ser justos, la problemática no es exclusiva de los graduados en derecho, pero en el caso de estos últimos resulta especialmente preocupante porque lo menos que debe hacer un especialista en esta materia es expresar con claridad los alegatos y reclamos de sus patrocinados.

Si ni siquiera son capaces de distinguir entre “halla” y “haya” o de emplear los signos gramaticales en forma apropiada (por mencionar solo dos ejemplos típicos), con frecuencia se torna difícil, cuando no casi imposible, entender el sentido de sus escritos y esto, evidentemente, va en detrimento de los intereses de las personas que les han confiado sus problemas legales.

Incapacidad argumentativa. Un problema aún más sensible es que muchos no poseen la capacidad de exponer, de forma ordenada, clara y concreta, cuál es la cuestión de fondo que someten a conocimiento y decisión judicial.

Aun cuando en nuestra profesión rige de forma general la máxima iura novit curia (conforme a la cual el juez conoce el derecho y las partes solo deben someter a su conocimiento los hechos), también se aplica el llamado principio dispositivo, que, en síntesis, y a pesar de algunas atenuaciones actuales, limita las potestades de decisión del juzgador a aquellas cuestiones concretas que las partes hayan sometido al debate.

Esta regla va de la mano con el principio de congruencia, conforme al cual la debida correspondencia entre lo solicitado por el actor en la demanda y lo resuelto por el órgano jurisdiccional en sentencia se constituye en una obligación procesal de acatamiento ineludible para los jueces en la resolución de las demandas formuladas.

Es así que, al analizar el fondo del asunto planteado, únicamente se revisan las alegaciones en que se sustenta la demanda. Todo lo anterior quiere decir, en términos simples, que, para que prospere un reclamo judicial, los abogados deben ser capaces de articular de forma completa y precisa sus argumentos y pretensiones, pues, de lo contrario, es imposible atenderlos positivamente; el juez o el tribunal no debe ni puede suplir oficiosamente las carencias de las partes al respecto.

Por ello, tristemente, a veces es inevitable rechazar incluso una demanda en la cual se percibe que su promovente podría tener razón en sus alegaciones, pero el abogado simplemente no supo presentar correctamente el problema planteado y qué era exactamente lo que pretendía al respecto.

Desconocimiento jurídico. Increíblemente, ciertos profesionales exhiben una ignorancia supina en el manejo de conceptos jurídicos básicos. Basta con un solo ejemplo al respecto: en el derecho público costarricense, todo jurista sabe –o debería saber– que el Estado y las entidades descentralizadas son personas jurídicas distintas, cada una con su respectivo ámbito de competencias y responsabilidades. No obstante, no mucho antes de mi retiro, me correspondió examinar un proceso en que el abogado del actor pretendía demandar al Estado por el despido del cual había sido víctima un funcionario del ICE.

Sorprendidos, los integrantes del tribunal pedimos a la parte que aclarara contra quién dirigía su reclamo, a lo cual el abogado en cuestión respondió, increpándonos por desconocer, según él, “el elemental principio del Estado como patrono único” e insistiendo en que la demanda iba dirigida contra este y no contra el ICE.

Irremediablemente, hubo que declarar sin lugar el asunto, pero al mismo tiempo se dispuso poner el caso en conocimiento de la Fiscalía del Colegio de Abogados, pues era evidente que el trabajador en cuestión se encontraba en estado de indefensión por causa de la ignorancia del profesional al que había confiado su caso, y quien seguramente le había cobrado los honorarios correspondientes.

En conclusión, el estado de la profesión jurídica en nuestro país es, hoy por hoy, preocupante. La justicia es un derecho fundamental de todos los ciudadanos. Pero no es posible aspirar a alcanzar plenamente ese ideal cuando muchos profesionales, que se supone deben hacerlo realidad para sus clientes, tienen una deficiente formación, la cual es atribuible, en algunos casos, a su propia desidia y, en otros, a la inadecuada calidad de los centros de estudios en cuyas manos pusieron su instrucción.

Pienso que el problema amerita un examen profundo, por lo cual se debe escuchar la opinión de todas las partes involucradas y tomar de inmediato las medidas necesarias.

7 de noviembre de 2018

Software de productividad recomendado

En orden alfabético:
  • Evernote: almacenamiento de notas, documentos, imágenes, etc.
  • LastPass: gestión segura de contraseñas y demás información sensible.
  • StrongVPN: protección contra ciberdelincuentes.
  • YNAB: administración de finanzas personales.

30 de septiembre de 2018

Tiempos de ajuste económico

Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)


Son tiempos de ajuste económico, y no solamente para el gobierno, sino para todos. La realidad exige actuar en forma planificada e inteligente; tomar decisiones que protejan las finanzas personales y familiares.

Con ese espíritu, leí recientemente un libro corto, práctico y claro, titulado "You Need A Budget") ("Usted necesita un presupuesto"), donde el autor, el estadounidense Jesse Mecham, expone una metodología de administración financiera personal desarrollada por él, conocida como YNAB (por las siglas en inglés del título). Seguidamente haré una breve síntesis de este sistema, sin perjuicio de recomendar la lectura del libro completo, que está escrito para el público en general, empleando un lenguaje llano y acudiendo con frecuencia a experiencias de vida del propio autor.

El método YNAB está basado en cuatro reglas básicos, que procuraré exponer de forma adaptada al medio costarricense.

La primera se puede enunciar así: “Asígnele un trabajo a cada colón”. En esencia, este mandato implica preparar un presupuesto en el que todo –e, insisto, todo– su dinero disponible esté asignado a propósitos claros y específicos. Ello requiere efectuar un ejercicio concienzudo de definición de prioridades y distribución de montos.

El primer paso consiste en revisar sus estados de cuenta bancarios y otras reservas para precisar el monto exacto de dinero a su alcance. Luego, debe preparar una lista de gastos, comenzando por sus obligaciones impostergables (pago de servicios públicos, gastos de vivienda y alimentación, amortización de deudas, etc.), asignándoles las sumas que requieran.

Seguidamente, hay que prever el financiamiento de lo que Mecham llama “expensas reales” (que explicaré junto con la segunda regla). Después vendrán las metas a mediano y largo plazo (p.ej., compra de un vehículo, un viaje, etc.) y, finalmente, los gastos correspondientes a lo que podríamos denominar “estilo de vida” (salidas a comer, al cine y así por el estilo).

Este ejercicio se debe efectuar hasta que no quede un solo céntimo que no tenga un destino y, luego, hay que repetirlo cada vez que se reciban nuevos ingresos. De este modo, será posible orientar las decisiones de consumo futuro sobre el conocimiento de la disponibilidad real de recursos y evitar los gastos impulsivos e irresponsables.

Otros compromisos. La segunda regla es “anticipe sus expensas reales”. Este principio parte de tener claro que nuestros gastos –y, por ende, las asignaciones presupuestarias que debemos hacer– van más allá de aquellos que afrontamos quincena a quincena o mes a mes, para incluir también otros compromisos para los cuales debemos ir preparándonos con antelación. Por ejemplo, quienes posean un vehículo, deberán anticipar el ineludible pago de seguros y derechos de circulación a fin de año; los propietarios de inmuebles deben tener en cuenta los respectivos impuestos y servicios municipales, en forma trimestral; y así sucesivamente.

La idea es que, para todas estas erogaciones, se separe un monto regular, de manera que cuando llegue el momento de pagarlas se cuente con la suma completa. Lo mismo aplica para otras circunstancias imprevistas para las cuales se recomienda ir alimentando, hasta donde sea posible, una reserva de contingencia que permita minimizar el impacto de posibles sorpresas futuras.

En tercer lugar, “ajuste el rumbo”. El presupuesto no es un objeto estático e inflexible, debe enmendarse a medida que la cambiante realidad nos lo exija. Hacer modificaciones en el presupuesto no significa que uno se haya equivocado previamente, sino que tenemos la capacidad de adaptarnos a los desafíos que la vida siempre nos trae. Al igual que ocurre con la selección natural biológica, la supervivencia financiera depende de nuestra habilidad de adaptarnos al entorno y rectificar el curso en el momento necesario.

Ingresos adicionales. Finalmente, la cuarta regla es “añeje su dinero”. El método YNAB pregona la necesidad de romper el ciclo de “vivir de quincena en quincena” gastando el dinero a medida que se recibe o, peor aún, disponiendo anticipadamente de sumas que todavía no se han percibido, endeudándose por medio de préstamos o del uso de tarjetas de crédito.

De esta manera, la idea es poner en práctica toda oportunidad que se tenga para generar ingresos adicionales (p.ej., vender cosas innecesarias), así como aprovechar recursos extraordinarios (el aguinaldo, el salario escolar, quizás hasta algún premio de lotería) y reducir gastos para reforzar el presupuesto de modo que, idealmente, hacer los pagos del mes con dineros recibidos al menos un mes antes. De esta manera, en vez de tener un puñado de facturas esperando que llegue el dinero para pagarlas, se tenga un puñado de dinero esperando que lleguen las facturas.

Siguiendo en forma consistente y disciplinada estos cuatro mandamientos, el método YNAB promete ayudar a ordenar las finanzas, generar ahorro y, en última instancia, aliviar el estrés asociado a la inevitable necesidad de afrontar las obligaciones económicas que todos tenemos.

Ponerlos en práctica no será necesariamente fácil, pero ciertamente será menos difícil que afrontar esas necesidades por vías más dolorosas, como ahogarse en préstamos o afrontar elevados pagos de tarjetas. ¡Buena suerte!

31 de mayo de 2018

La nueva regulación europea sobre datos personales

Este artículo apareció en la sección "Página Quince" de La Nación de hoy (ver publicación).

Cumplido un período de vacancia de dos años luego de su promulgación en el 2016, el 25 de mayo pasado entró en vigencia la nueva “Regulación General sobre Protección de Datos” 2016/679 (“GDPR”, por sus siglas en inglés), que rige para toda la Unión Europea (UE) y el Área Económica Europea. La GDPR, como su nombre lo indica, es una regulación y no una directiva, lo que implica que no require que los países integrantes de la UE la ratifiquen internamente, sino que es directamente vinculante. De hecho, viene a reemplazar la obsoleta Directiva de Protección de Datos que regía desde 1995. La génesis de este nuevo ordenamiento se dio en enero del 2012, cuando la Comisión Europea acordó poner en marcha un plan para una reforma global de la protección de datos en el Viejo Continente, con el propósito expreso de adecuar a Europa a la era digital.

Autodeterminación informativa. A grandes rasgos, la GDPR es una normativa sobre protección de datos personales y privacidad para todos los ciudadanos y residentes de la UE. Además, regula la exportación de dichos datos fuera de esa área. Su objetivo primario es devolver a las personas el control sobre su información personal (es decir, a garantizar el derecho fundamental a la llamada “autodeterminación informativa”), así como simplificar el entorno regulatorio para las organizaciones y empresas internacionales, ofreciendo un marco unificado a lo largo y ancho de la UE, apropiado y actualizado de frente a los desafíos que plantea la actual sociedad de la información.

En efecto, no es ningún secreto que, en lo fundamental, casi todos los aspectos de nuestra vida diaria actualmente involucran la generación, recopilación, almacenamiento y tratamiento (“minería”) de datos personales. Los gobiernos, bancos, empresas y, en general, casi todos los servicios que empleamos nos exigen suministrar nuestro nombre, domicilio, teléfono, correo electrónico, datos financieros y de otros tipos, algunos de carácter sensible. Y, hasta ahora al menos (a pesar de que el tema no es novedoso, ni mucho menos), es poco o nulo el control que podemos tener sobre cómo y para qué se utiliza nuestra información.

Ya más específicamente, la GDPR contiene una serie de requerimientos relativos al procesamiento de información personalmente identificable. A partir de ahora, todos los procesos empresariales que utilicen datos personales deben estar diseñados e implementados presuponiendo una protección máxima de la intimidad, empleando técnicas de despersonalización, de manera que ninguna información pueda ser revelada externamente sin el consentimiento explícito de su titular (quien puede revocar esa autorización en cualquier momento) y que no pueda ser empleada para identificar a un individuo sin acudir a datos adicionales, almacenados separadamente.

Obligaciones impuestas. Todas las entidades que procesen datos personales deben revelar claramente qué información recopilan y cómo lo hacen, así como durante cuánto tiempo la retienen y si la comparten o no con terceros. Por su parte, las personas tienen derecho a obtener una copia de los datos en un formato común y, bajo ciertas circunstancias previstas en la normativa, pueden solicitar que su información sea suprimida, ejerciendo el llamado “derecho al olvido”. Otra importante novedad es que, ahora, tanto las autoridades públicas como las empresas cuya actividad fundamental sea el procesamiento de datos personales (como, por ejemplo, la creación de perfiles crediticios, información médica, etc.) están obligadas a tener lo que se denomina un Oficial de Protección de Datos (DPO, en inglés), quien es responsable de asegurar el cumplimiento de las nuevas disposiciones, incluyendo las acciones que se debe adoptar en caso de filtración de datos, tales como una oportuna notificación del hecho a las personas afectadas.

Solo están exceptuados de los alcances de la nueva regulación algunos supuestos puntuales, como las actividades de recolección y tratamiento de datos por motivos de seguridad nacional, policía o justicia, así como el análisis estadístico o científico o en supuestos como el procesamiento de información personal por personas físicas con motivos puramente domésticos.

Como adelantábamos, la GDPR aplica a todas las organizaciones que recopilen o procesen datos personales dentro de la UE o bien cuando dicha información se refiera a un ciudadano o residente de esa zona. Por ende, en determinados casos, afecta también a entidades o empresas ajenas a la UE, si los datos personales recopilados o procesados pertenecen o se refieren a personas situadas dentro de ella. Evidentemente, esto incluye a empresas tecnológicas internacionales muy grandes, incluyendo a las propietarias de redes sociales tales como Facebook, Twitter, Instagram, etc.

Sanciones. El incumplimiento de la GDPR puede someter a la organización responsable a una gama de posibles consecuencias y sanciones previstas, que van desde advertencias escritas en caso de la primera infracción o quebranto involuntario, hasta la realización de auditorías y la imposición de multas. Estas últimas pueden ser muy grandes, en el orden de los diez a veinte millones de euros o bien hasta un 4% de los ingresos anuales mundiales del último año financiero. Por eso, no es de sorprender que, en los últimos días, nuestros buzones de correo electrónico se hayan visto inundados de mensajes provenientes de proveedores de productos y servicios tecnológicos, declarando su cumplimiento de la GDPR.

La pregunta que finalmente cabe hacernos es si las empresas y organizaciones costarricenses que tienen negocios o realizan actividades con contrapartes europeas serán conscientes o no de los alcances e implicaciones de la GDPR. Es probable que esas últimas ya las hayan advertido oportunamente al efecto, pero si este no fuera el caso, sirvan estas líneas como una primera llamada de atención para que analicen el tema lo más pronto posible. Como lo indiqué, la nueva regulación ya entró en vigencia. Y en guerra avisada, no muere soldado.

30 de abril de 2018

Confianza en el futuro

Este artículo apareció en la sección "Página Quince" de La Nación de hoy (ver publicación)

Vivir en comunidad, cualquiera que ésta sea, implica ser parte de un tejido o entramado social –un pacto, si se quiere– que nos une con todas las demás personas que integran esa misma comunidad, ligando nuestras suertes. Significa, como se dice comúnmente, estar todos juntos en el mismo barco. Si el barco se hunde, nos hundimos todos. Y para que el barco avance, debemos remar todos juntos.

Crear confianza. Yuval Noah Harari, en su elogiado libro del 2014, “Sapiens: Una breve historia de la humanidad”, explica con claridad que para que los primeros humanos pudieran trascender sus núcleos puramente consanguíneos (familiares) y dar paso a las primeras comunidades tribales –y, posteriormente, a formas más complejas de organización social– fue necesario que surgiera algún mecanismo que permitiera superar el temor instintivo a los extraños (“los otros”) y hacer posible la cooperación mutua, sin la cual es imposible emprender los proyectos o actividades de mediana y gran escala que definen lo que hoy conocemos como civilización. Es decir, fue necesario crear confianza.

Esa idea fundamental, tan cierta hace miles de años, sigue siendo plenamente válida hoy: las comunidades humanas, para resultar viables y posibilitar un progreso que no es posible alcanzar individual o aisladamente, necesitan estar fundadas sobre bases sólidas de confianza mutua –de buena fe, de solidaridad– lo cual implica hacer algo profundamente anti intuitivo, como lo es dejar de lado o al menos relajar nuestra instintiva suspicacia de los demás. Y ello, a como lo entiendo, exige albergar dos clases de sentimientos distintos respecto de nuestras relaciones con los demás: confianza en el presente y confianza en el futuro.

Tener confianza en el presente significa poseer el convencimiento de que las acciones que emprendemos hoy en conjunto con nuestros semejantes van a tener como resultado la satisfacción de nuestras necesidades y anhelos más inmediatos (vivienda, abrigo, comida, tranquilidad, etc.). Y tener confianza en el futuro implica manifestar la esperanza de que esas acciones además van a ir construyendo un mejor mañana para todos y para nuestros descendientes. Sin estas dos convicciones, la convivencia en sociedad tiene poco o ningún sentido.

Bases de la confianza. Pero la confianza mutua no se construye sobre la nada. Históricamente, explica Harari, se ha erigido sobre diversas bases, de mayor o menor solidez. Entre ellas se pueden encontrar, por ejemplo: la religión, el género, la etnia, la ideología y la nacionalidad. Todas éstas, a mi juicio, constituyen bases falsas y endebles. Ciertamente, rasgos como los mencionados son capaces de crear lazos de identidad entre quienes los compartan, pero también producen y perpetúan la desconfianza e incluso el odio hacia quienes no lo hagan. En efecto, todos llevan siempre implícito erigir un muro (imaginario o incluso literal) entre “nosotros” –todos los que compartimos el elemento común– y “ellos”: los infieles, el género opuesto, los desviados, los impuros, los equivocados y los extranjeros. Por ello, lo deseable –aunque, por desgracia, mucho más difícil– es buscar puntos de encuentro verdaderamente universales y construir sobre ellos los fundamentos de la vida en comunidad; factores que estén inspirados en ideales de tolerancia, compasión y entendimiento, como pretenden serlo los que se reúnen bajo el concepto de los derechos humanos.

A lo largo de la historia, los seres humanos hemos construido instituciones que persiguen cimentar tanto la confianza en el presente como la confianza en el futuro: organizaciones religiosas, estructuras de gobierno, reglas de trato social, normas jurídicas y más. Correlativamente, hemos perseguido y castigado a quienes ataquen o contradigan esos institutos, pues tales acciones conspiran directamente contra el pacto social, debilitándolo o en casos extremos incluso rompiéndolo. Ya fuere mediante el ostracismo (literal o virtual, a través de diversas manifestaciones de desprecio social) o bien mediante la imposición de otras penalidades (como la prisión), ninguna comunidad puede simplemente ignorar a las personas y a las conductas que socaven sus cimientos. Se sigue de lo anterior que, si esas bases son de los tipos que antes calificamos de falsos, las consecuencias de la represión pueden ser funestas: inquisición, discriminación, genocidio, xenofobia y un largo y doloroso etcétera.

Lo anterior no quiere decir que no deba sancionarse tales acciones: si los fundamentos de la convivencia son los correctos, entonces será de esperar que las acciones que se considere reprochables y las penalidades que se imponga por su trasgresión también lo serán. Por ejemplo, la corrupción figura en todos los ordenamientos modernos como ejemplo de conducta que lesiona gravemente la confianza pública.

Jornada electoral. En Costa Rica, recién acaba de concluir una jornada electoral intensa, pero limpia y cuyos resultados están fuera de duda, independientemente de que éstos sean o no los que cada quien esperaba. El solo hecho de haber concurrido masivamente la ciudadanía a las urnas representa una clara manifestación de confianza en el presente; esto es, en nuestra institucionalidad democrática. Pero también traduce una indudable confianza en el futuro, pues representa nuestra fe de que las autoridades electas –tanto ejecutivas como legislativas– pondrán su empeño en la construcción de un mejor mañana para todos. Esperemos que dichas autoridades sepan comprender esta responsabilidad y se desempeñen a la altura de la confianza que hemos depositado en ellas y ellos. Y, si no, como reza el juramento constitucional, que la Patria se los demande.