Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).
Hace años, en un vuelo de trabajo a Perú, se escuchó por los altavoces un anuncio que ordinariamente no llamaría la atención. “Buenos días”, dijo una voz femenina, “les habla su capitana”. Varios pasajeros se miraron con sorpresa: para ellos, y para mí también, era la primera vez que comandaba el vuelo una pilota.
Algunos rieron nerviosamente e hicieron el típico comentario machista “mujer al volante, peligro constante”. Yo, aparte de la grata impresión, no me inmuté.
Sabedor de las normas y estrictos protocolos de seguridad de la industria aeronáutica, di por descontado que si ella estaba al mando de la nave tenía iguales o mejores calificaciones que sus pares masculinos.
Paridad de género. En estos días, fue introducido a la corriente legislativa un proyecto para instaurar constitucionalmente el concepto de paridad de género.
A pesar de defender a ultranza la equidad, opino que la paridad de género no es ni más ni menos que una abominación, una idea profundamente antidemocrática e inconstitucional.
A lo largo de mi vida, he tenido oportunidad de estudiar y trabajar no solo a la par, sino también como alumno o subordinado de mujeres notables. Todas han sido merecedoras de mi estima y admiración, especialmente la más extraordinaria de ellas: mi esposa.
Creo a pies juntillas en las idénticas capacidades de hombres y mujeres, así como defiendo la idea de la equidad, entendida como plena e incondicionada igualdad de oportunidades y trato.
Pero la paridad de género (vertical, horizontal o como quiera llamársele) es algo completamente distinto. Parte de la tesis —cierta— de que las mujeres están insuficientemente representadas en los puestos de decisión, tanto en la actividad pública como privada.
Como solución, postulan que debe ser forzoso integrar esos puestos con un número igual de hombres y mujeres. Suena razonable, ¿verdad? No lo es.
Barreras sistémicas. En la escogencia de personas para un cargo público o privado, suele haber dos momentos, el de postulación (candidatura) y el de designación. Por lo general, las mujeres enfrentan más obstáculos en el primero, debido a barreras sistémicas que limitan sus posibilidades de crecimiento y de reunir los atestados que les permitan competir en igualdad de condiciones con los hombres.
Por fortuna, me parece que no sucede igual en el segundo, al menos en Costa Rica. Prueba de ello es la gran cantidad de mujeres que se han desempeñado o se desempeñan en puestos de gran responsabilidad en la función pública y privada en nuestro medio. No obstante, el establecimiento de una paridad de género obligatoria produciría justamente el efecto opuesto: que no pueda escogerse a una mujer, aunque tenga sobrados méritos, cada vez que le corresponda a un hombre. Y viceversa.
El acceso a cargos de responsabilidad de toda naturaleza debería estar fundado, estrictamente, sobre bases de idoneidad comprobada, requisito que sabiamente plasma el texto constitucional como exigencia para el ingreso al Régimen de Servicio Civil.
El sexo de la persona debería ser irrelevante como parámetro decisorio. Es decir, si para llenar una vacante en una organización privada o en un cargo público, una persona fuese pasada por alto —no obstante tener los mayores méritos— solo por el hecho de no ser de determinado sexo (cuando este no sea consustancial al puesto, desde luego), entonces la designación estaría anteponiendo una cualidad superflua a la capacidad demostrada.
En consecuencia, no se habrá escogido a la mejor persona para el cargo, sino a otra que posee condiciones inferiores, solo porque tocaba nombrar a alguien del sexo opuesto.
Esta es la primera razón por la cual sostengo que la paridad de género es inconstitucional: con respecto a los cargos públicos, la obligación de acreditar la idoneidad de los postulantes se correlaciona con el derecho ciudadano a exigirla, por encima de otros requerimientos, pues de ello depende la calidad del servicio que recibimos.
Cargos electivos. Tratándose específicamente de los puestos de elección popular, la paridad de género es, además, antidemocrática.
Una democracia plena exige que los electores podamos escoger y votar por quienes consideremos los mejores para desempeñar esa responsabilidad, y que gane quien reúna más sufragios.
Pero, bajo un régimen de paridad de género forzosa, se nos estaría compeliendo a elegir, primero, en función del sexo de la persona y, solo después, en razón de sus méritos o de que reúna el mayor apoyo.
Sí, ya sé, según diversos fallos de la Sala Constitucional la paridad no es contraria a la Carta Política. Considero que se equivoca, porque relega a un segundo plano la idoneidad comprobada, en pro de una distinción secundaria, a contrapelo del principio de igualdad que ese texto también tutela.
La lógica detrás de la paridad obligatoria es inconstitucional porque es irracional. Es cierto que las mujeres están subrepresentadas en los cargos políticos, mas ¿no lo están también las minorías étnicas, las personas de preferencias sexuales diversas, los no creyentes, los zurdos, los astrónomos y los calvos? ¿Habrá que promover también una reforma constitucional para asegurar una mayor inclusión de esos y otros sectores? ¿Será que no se pueda siquiera encontrar un candidato idóneo a alcalde, por ejemplo, porque la paridad impone escoger a un hombre que sea simultáneamente gay, de ascendencia asiática, no creyente, zurdo, astrónomo y calvo?
Más crucial aún: ¿Exactamente por qué debemos suponer que alguien con esas características va a desempeñar mejor el cargo que otro? ¿Qué evidencia objetiva hay de que un órgano colegiado, como la Asamblea Legislativa, funciona mejor si posee igual cantidad de hombres y mujeres?
Salvo que el sexo sea un factor determinante (como, por ejemplo, en una asociación de mujeres empresarias), dichos órganos producen resultados óptimos cuando en ellos existe diversidad de opiniones, no de sexos. Pero para los defensores de la paridad de género, lo que interesa es la cantidad, no la calidad.
Acciones afirmativas. No se percatan de que este enfoque es, en realidad, profundamente denigrante para las mujeres, sobre todo para quienes han llegado a sobresalir gracias a su tenacidad, talento y esfuerzo. “Pobrecitas, ya que no pueden ganar puestos por méritos propios, démoselo por lástima”.
La vía hacia la plena igualdad no depende de la caridad, sino de la supresión de las barreras sistémicas a la igualdad de oportunidades y trato, el verdadero origen histórico del problema y que no desaparecerán con el mero establecimiento de cuotas.
No puede erradicarse el efecto sin atacar la causa. Por eso, las llamadas “acciones afirmativas” suelen maquillar, pero no resolver, el conflicto de fondo.
No creo en subsanar una injusta discriminación (la de las mujeres) con otra (la de los hombres). La suma de dos males no produce un bien. Mejor sería, por ejemplo, actuar para prohibir y desterrar el distinto salario para igual trabajo que persiste en muchas áreas entre hombres y mujeres.
Mejor se haría estableciendo programas que potencien el acceso de las mujeres a la formación técnica y profesional, así como al empleo, procurando que circunstancias como la pobreza, la maternidad y el cuidado de los hijos no sean impedimentos para ello.
Aquel día de mi vuelo a Lima, permanecí impasible porque sabía que en los controles de la aeronave iba una mujer altamente calificada.
Si en vez de eso me hubieran dicho que mi capitana no había sido escogida por su demostrada aptitud, sino porque no hubo más remedio para cumplir la cuota de paridad de género de la aerolínea, creo que habría insistido, amable, pero enérgicamente, en que me dejaran en el aeropuerto más cercano.