Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).
El 2019 fue el año más duro de mi vida. Todos los años tienen cosas buenas y cosas malas, por supuesto, pero el balance del que terminó es terrible para mí y para mis seres queridos. Me deja cicatrices que posiblemente nunca sanarán en lo que me quede de vida. Quisiera que no fuera así, pero lo es.
Apoyo y consuelo. A lo largo de estos meses, familiares, amigos y otras personas conocidas me han ofrecido apoyo y consuelo, y por ello les estaré por siempre agradecido. En su afán, muchos de ellos seguramente habrán pasado por ese penoso momento en que uno se encuentra cara a cara con alguien que está pasando por un momento difícil y, simple y sencillamente, no sabe qué decir.
A falta de otra cosa mejor, en esas situaciones, es frecuente echar mano a frases que son, digamos, comúnmente aceptadas y que surgen casi automáticamente, sin reflexionar sobre su significado o implicaciones.
No quiero que me malinterpreten. No tengo ninguna duda de que, en todos estos casos, las personas tienen las mejores intenciones del mundo y solo quieren que uno pueda reunir la fortaleza requerida para sobrellevar (y esa es la palabra correcta: sobrellevar, nunca olvidar o superar) el dolor.
Pero, en los momentos de quietud —cuando la mente corre a cientos de kilómetros por hora, intentando entender qué fue lo que pasó y tratando de arrojar luz sobre el vacío que uno a ratos siente— en ocasiones me ha dado por pensar sobre algunas de esas cosas que me han dicho, intentando desentrañar su significado, pese a que de filósofo no tengo nada.
Dios tiene el control. Una frase que se suele escuchar en estas situaciones es “No te preocupés, Dios tiene el control de todo”. La obvia intención es que uno sienta que no está solo o indefenso en su pena; que hay alguien que eventualmente hará que todo salga bien. Pero, cuando escucho esa frase, o alguna variante similar, confieso que, aun cuando no diga o refleje nada exteriormente, no puedo evitar sentir una dolorosa punzada interna porque me pregunto si quien le dice eso a uno se percata de su inescapable implicación: si Dios tiene el control de todo, entonces fue Dios quien causó o, cuando menos, permitió que ocurriera aquello que tanto dolor provoca.
Entonces resuena en mí la interrogante que se planteó Epicuro tres siglos antes de la era actual, en la antigua Grecia: “¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no puede? Entonces no es omnipotente. ¿Puede, pero no desea hacerlo? Entonces es malvado. ¿Puede prevenirlo y quiere hacerlo? ¿Entonces por qué existe el mal? Y, si no es capaz ni desea hacerlo, entonces, ¿por qué llamarlo Dios?”
Antes de que alguien se apresure a recordármelo, soy plenamente consciente de que para esa antigua duda han sido ofrecidas numerosas posibles respuestas a lo largo de los siglos. Pero ese no es el punto, sino el hecho de que afirmar que Dios tiene el control de todo, pronunciada con el propósito de reconfortarme, en realidad lo que consigue es generar una dolorosa interrogante y, por ende, resulta poca o nula fuente de ánimo.
El porqué. Otra frase frecuente es “Ya verás que todo pasa por un motivo”. Esa también me crispa por dentro. La idea es que, cuando ocurren cosas malas, es porque de ellas eventualmente devendrá una consecuencia positiva. Por tanto, hay que aceptarlas y tener confianza. Y esperar.
La frase mencionada implica que detrás de todo evento negativo hay una finalidad positiva; una ulterior razón de ser benéfica. Sin embargo, desde luego, para que exista una intención se requiere que algo o alguien —una voluntad deliberada— lo haya preestablecido. Dicho de otro modo, que todo sea el fruto de un diseño o plan, por lo cual el argumento viene siendo semejante al anterior.
El problema evidente es que, a lo largo de la historia —y de nuestras propias vidas—, han ocurrido innumerables cosas malas de las que nunca surgió una consecuencia positiva, por lo que la frase en cuestión suele escucharse con mayor frecuencia ex post facto, es decir, solo cuando convenientemente se ha producido un efecto bienhechor.
En segundo lugar, y más relevante aún, está la sugerencia implícita —que personalmente encuentro chocante e inaceptable— de que a veces alguien debe sufrir para que otro reciba un beneficio. ¿Tiene un niño que padecer cáncer y sufrir una agonía espantosa solo para que sus padres reciban algún don o fortaleza moral?
En adición a lo anterior, la idea de que todo sucede por un motivo conlleva creer que el futuro está escrito, que estamos a merced del destino o del plan maestro que ya está trazado.
Yo no lo veo así. Pienso que, por el contrario, el futuro es continuamente creado a partir de nuestras acciones (e inacciones) pasadas y presentes, sin un rumbo predefinido. Cada día, hora, minuto y segundo de nuestras vidas, existe un abanico casi ilimitado de senderos que podemos tomar y, una vez definido uno, de inmediato se abre otro abanico igual de posibilidades y así sucesivamente, ad infinitum.
Nuestra historia como individuos, y nuestro futuro como especie, es el resultado de la incesante interacción de una trilogía de factores: aquellas cosas que están bajo nuestro control (y que podemos hacer o no, en ejercicio de nuestra libertad); aquellas cosas que están bajo el control de otras personas (por ejemplo, las decisiones de autoridades políticas o de otros países) y, finalmente, aquellas sobre las que nadie tiene control (como los fenómenos naturales). La confluencia de los tres es lo que va abriendo brecha. Verdaderamente, como escribió Machado, y canta Serrat, se hace camino al andar.
Esperanza. Comprendo —y jamás pretendería menospreciar— que para tantas personas sea motivo de consuelo pensar que existe un ser supremo que tiene las riendas de todo o que las cosas malas suceden por una buena razón trascendente.
Ello aliviana la pesada carga de encarar un porvenir incierto. Para quienes piensan así, la perspectiva que aquí planteo —nacida del dolor— seguramente sonará a visión carente de esperanza. Pero no es así. Lejos de ello. Soy un convencido absoluto de aquello que una vez afirmó el neurólogo y psiquiatra Viktor Frankl ("El Hombre en Busca de Sentido"): “¿Cuál es el sentido de la vida? El sentido de la vida es darle a la vida un sentido".
Cuando aconteció uno de esos tristes episodios que me dejó el 2019 (el fallecimiento de un hermano), la noticia me alcanzó fuera del país, mientras almorzaba con mi hijo mayor y mi nuera. Primero, vino el impacto, el asombro, el dolor. Pero, pasado un rato, me di cuenta de que estaba dentro de mí elegir si estar triste o no. Pensé que las duras experiencias vividas ese año y en el pasado me han enseñado que, ante la muerte, lo que debemos hacer es celebrar la vida.
No muchos entienden que las probabilidades de estar vivos son pequeñísimas, comparadas con las de no estarlo; que estar vivos es un privilegio, un regalo. Y noté que hacía un día hermoso. El cielo estaba totalmente despejado, había un sol luminoso, flores por todas partes y los árboles comenzaban a mostrar sus colores otoñales.
Entonces, abracé a mi hijo (siempre que se pueda hay que abrazar a los seres queridos) y le propuse a él y a mi nuera ir a caminar y disfrutar el día, en memoria de mi hermano. Es lo que él habría querido y lo que yo, no el destino, escogí.
No, no creo que todo pase por una razón. Mas eso no significa que no podamos darle un sentido a lo que pasa. Veo el dolor venir y elijo no evadirlo; más bien, le doy la bienvenida porque es un viejo amigo. No obstante, una vez dentro, y aunque esto suene como a un sinsentido, escojo transformarlo en lágrimas de amor y de gratitud.
Aunque hay cosas fuera de mi control, lo que sí puedo hacer es decidir, consciente y deliberadamente, cómo quiero que me afecte lo que sucede, especialmente lo malo. Las restricciones que impone lo que no podemos determinar ciertamente nos somete a un grado de angustia. Pero, por otro lado, la posibilidad de construir nuestro futuro a partir de aquellas cosas que sí podemos dirigir nos abre vastos horizontes. Nos hace libres.