Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)
Aunque usted no lo sepa, ahora mismo está en medio de una guerra encarnizada. De hecho, lo está desde hace muchos años y le disparan desde múltiples frentes simultáneamente. Y aunque no presente heridas externas, habrá sufrido muchas internas. Además, es probable que haya perdido muchas de las batallas. Y seguramente le han costado mucho tiempo y dinero.
Pero no es una guerra cualquiera, es la guerra por su atención. Sus contrincantes son los muchos medios que compiten por captar y retener nuestro limitado poder de concentración. Esos medios no toman prisioneros, pero sí ganan grandes sumas cada vez que obtienen lo que quieren.
Una lucha antigua. Como decía, esta no es una guerra nueva, ni siquiera reciente. La iniciaron los medios tradicionales y, por mucho tiempo, el más eficaz de todos ellos fue la televisión. El objetivo entonces era –y sigue siendo– tratar de mantenerlo a usted con los ojos pegados a la pantalla, incitándolo siempre a que “no se pierda nuestro próximo programa”. Porque cuanto más tiempo esté allí mirando la TV, más anuncios publicitarios verá y esa es justamente la idea.
Con la llegada de la sociedad de la información, han ingresado a la guerra numerosos medios nuevos que también andan tras nuestra atención. Llegaron primero a nuestras computadoras, pero actualmente se concentran en nuestros teléfonos celulares. Cada nueva notificación en la pantalla, cada “ping” que suena, cada vibración que siente en su bolsillo, no son más que disparos en esta lucha en procura de que deje lo que sea que estuviera haciendo en ese momento y le ponga atención a alguna otra cosa. No es casualidad que cuando instala una nueva aplicación en su móvil, lo primero que ésta hará es pedirle permiso para enviarle notificaciones o alertas. Lo hará de forma que parezca beneficiosa para usted y por supuesto que en muchos casos lo será realmente (si no, nadie la usaría), pero con ello va camuflada también la intención oculta de tratar de absorber su concentración lo más posible. Y cada día inventan una nueva forma de mantenernos atrapados: cuando terminamos de ver un episodio de alguna serie en Netflix, éste automáticamente le mostrará el capítulo siguiente; cuando acaba un video en Youtube, la aplicación tratará de desplegar otro que quizás le interese también; cuando termine de ver sus actualizaciones de Facebook, éste instantáneamente hará un refrescamiento de pantalla para mostrarle más cosas; y un largo etcétera.
Interrupciones sin fin. De este modo, vivimos en un mundo de continuas interrupciones (a todas horas, sin importar que estemos en el trabajo o en la casa, ni tampoco que sea de día o de noche) provocadas no solo por personas sino por medios que tratan de atraernos con sus cantos de sirena y que prácticamente exigen que les pongamos atención. Concentrarse es casi un arte perdido. A la raíz de todo se encuentra la explotación de una ansiedad subconsciente que los expertos llaman “FOMO” (por las siglas en inglés de “fear of missing out”, es decir, el “miedo a perderse de algo”; o más popularmente, el temor a no estar “sobre la jugada”). La mayoría de nosotros procuramos evitar ser percibidos como alguien que “no está en nada”; es decir, un desinformado, un despistado. Como resultado de ello, cada vez que se genera una notificación, un “ping” o una vibración en nuestras computadoras o celulares, se dispara automáticamente ese mecanismo inconsciente y nos invade la angustia de saber de qué se trata el aviso. Con el agravante de que, cuando cedemos a la tentación, el momentáneo alivio que sentimos hará que la conducta se vea reforzada, hasta la siguiente alerta. Es como si todos fuéramos como el famoso perro de Pavlov, salivando cada vez que vemos ese numerito rojo que indica que tenemos un nuevo correo o un nuevo mensaje de WhatsApp.
Como es lógico, toda esta concentración entrecortada se traduce directamente en una disminución en el rendimiento en el trabajo, así como en una pérdida en la calidad del tiempo de ocio cuando estamos con la familia o los amigos (si no me creen, miren a su alrededor la próxima vez que estén en una actividad social y fíjense en cuántas personas están hipnotizadas por la pantalla de sus teléfonos).
Una solución. Por fortuna, hay formas de combatir esta problemática, pero al igual que ocurre con los alcohólicos o los adictos, el primer paso es admitir que el problema existe y luego tomar acción para reducirlo o eliminarlo. La concentración es similar a un músculo que hay que ejercitar para fortalecerlo. No tengo aquí el espacio suficiente para entrar en detalles, pero básicamente tenemos que comenzar por clarificar a qué debemos o queremos dar prioridad en la asignación de nuestro tiempo y después desactivar o minimizar hasta adonde sea posible todos esos mecanismos que nos roban ese tiempo y nuestra atención innecesariamente.
Es difícil pretender ganarles la guerra, pero por lo menos les daremos una buena pelea.