20 de septiembre de 2020

El impuesto a las transacciones financieras no le sirve al Gobierno: dos razones de por qué no

Este comentario apareció en La Revista de hoy (ver publicación)


Creo que no hace falta ser economista ni tener la proverbial bolita de cristal para anticipar qué sucedería si se llegara a aprobar el impuesto sobre las compras electrónicas, transferencias de dinero y retiros de cajeros automáticos anunciado por el Gobierno costarricense como parte de su paquete de propuestas de negociación al Fondo Monetario Internacional.

El Gobierno espera que este tributo, que regiría por cuatro años, sea el que más recursos genere de entre las diversas medidas contenidas en el planteamiento. No obstante, pienso que desde ahora podemos vislumbrar al menos dos escenarios que no solo podrían debilitar e incluso dar al traste con esa expectativa, sino que -de hecho- podrían salirle al fisco como el igualmente proverbial tiro por la culata.

Escenario número 1: los “ciudadanos de a pie”. Enfrentados ya a un panorama de fuerte desaceleración de la actividad económica y de reducción de ingresos, el impuesto que se pretende crear impulsaría que los ciudadanos privilegien las transacciones en efectivo. Y los pagos en efectivo significan, fundamentalmente, una cosa: nada de factura. Bastará un “Si lo hacemos en efectivo, no le cobro el IVA y usted se ahorra además el impuesto a las transferencias” para que inevitablemente se produzca esa consecuencia, con el consecuente desmedro de los ingresos hacendarios. Además, esta situación -como el propio Gobierno lo ha reconocido- representará un regreso al siglo pasado en materia de bancarización de las personas. Si una cuenta bancaria ya de por sí no genera prácticamente nada en intereses (ni siquiera lo suficiente como para evitar el deterioro del poder adquisitivo del dinero por causa de la inflación), lleva aparejado el pago de comisiones periódicas por el uso de la respectiva tarjeta de débito y, ahora encima, va a haber un gravamen adicional por realizar pagos, ¿qué interés tendría alguien de querer abrir y luego mantener dicha cuenta?

Los pagos en efectivo podrían traer también otra consecuencia nefasta: el crecimiento de la economía informal. Ésta, a su vez, implica nada de deducciones salariales ni cargas sociales. O sea, “Le pago en efectivo y así no le rebajo la renta ni la CCSS”. ¿Cuál trabajador con cónyuge y cuatro hijos que mantener, alquiler que pagar y cuentas pendientes de electricidad y agua podrá resistirse?

Y ya que estamos echando mano a frases populares, diremos que la medida propuesta conduciría a que algunos prefieran guardar su plata, literalmente, debajo del colchón. ¿Pero no era que se quería desincentivar el uso del efectivo para reducir la diseminación de la covid-19? Y, por supuesto, los delincuentes no tardarían mucho en percatarse de lo que está sucediendo y orquestando toda clase de asaltos y estafas para hacerse con todo ese efectivo circulando en la calle.

Escenario número 2: los sectores más aventajados. Si me permiten acudir a un último coloquialismo, diré que cuando el Gobierno cierra una puerta, la tecnología abre una ventana. La implosión e incertidumbre económicas provocadas por la actual pandemia, junto con las masivas emisiones monetarias efectuadas por los bancos centrales del mundo y el espectro de inflación que ello representa, están llevando a los sectores económicamente poderosos del planeta -empresas e inversionistas- a buscar refugio. Ello tradicionalmente ha significado una cosa: los metales preciosos. Sin embargo, hoy existe otra alternativa que no solo está al alcance de quienes tienen más recursos, sino también de cualquier persona que tenga el conocimiento y las herramientas adecuados: las criptomonedas. En efecto, los últimos dos años -y, sobre todo, este 2020- han visto un inusitado crecimiento en la oferta y demanda del novedoso dinero digital. A partir de la introducción de Bitcoin hace diez años, hoy existen literalmente miles de clases de criptomonedas en circulación, con una capitalización total superior a los 355 mil millones de dólares.

Las criptomonedas constituyen una aplicación particular de la tecnología criptográfica conocida como blockchain (cadena de bloques). Sus características más sobresalientes para lo que aquí nos interesa son la descentralización (que implica que las criptomonedas no dependen de ninguna autoridad central, ya sea gobierno o banco) y la anonimidad (en el sentido de que los datos relativos a las transacciones en la cadena de bloques no están asociados a ninguna identidad física en particular). De este modo, se hace posible realizar operaciones financieras sin la intermediación de un banco tradicional, evitando no solo el pago de comisiones sino además la intervención de las entidades que precisamente estarían a cargo de recaudar el impuesto que hemos venido comentando en nuestro país.

De hecho, una de las tendencias más en boga y potencialmente más revolucionarias (odio el término “disruptivas”) en esta materia, la constituyen las llamadas “DeFi”, término derivado del inglés “decentralized finances”. Estas aplicaciones podrían representar ni más ni menos que la muerte de los bancos comerciales tradicionales. Soportadas principalmente por la plataforma Ethereum (una de las clases principales de criptomonedas), las DeFi permiten implementar los denominados “contratos inteligentes”, por medio de los cuales es posible ofrecer servicios financieros tales como préstamos de dinero, pagos electrónicos y seguros, sin la participación de un banco o entidad aseguradora, en su caso.

Si bien las DeFi se encuentran aun en fase experimental, me parece que es solamente cuestión de tiempo antes de que comencemos a ver su aplicación en el mundo real. Por su parte, los pagos directos mediante monedas como Bitcoin ya están ampliamente disponibles. Bajo este panorama, los esfuerzos de los gobiernos del mundo por establecer y recaudar impuestos como el que nos concierne podrían verse seriamente amenazados. Al final, serán los más aventajados los que encuentren portillos como los mencionados para eludirlos, mientras que quienes terminarán pagándolos serán, por variar, las personas de menos recursos, especialmente los asalariados.

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