Imagino que no tomo a nadie por sorpresa al decir que vivimos en un mundo lleno de peligros. Algunos son naturales (terremotos, epidemias, etc.) y otros son creados por personas (delincuentes, conductores irresponsables, contaminación, etc.). Unos son evitables, otros inevitables. Todos desafían nuestro sentimiento de seguridad.
En su interesantísimo artículo "The Psychology of Security", el experto en seguridad Bruce Schneier explica que la seguridad es una realidad y una sensación. Como realidad objetiva, la seguridad es matemáticamente mensurable: se puede estimar la probabilidad del acaecimiento de un riesgo y la efectividad de las posibles medidas de defensa. Pero como sentimiento, la seguridad es subjetiva y se basa en nuestra reacción psicológica frente al peligro y a los medios disponibles de protección. Ambas facetas son independientes: puedo estar objetivamente seguro aunque me sienta inseguro y viceversa.
Lograr seguridad –continúa Schneier– trae consigo un costo, que puede ser monetario, pero que también puede ser de tiempo, de comodidad o incluso de restricción de derechos y libertades. Por ello, no tiene sentido valorar una medida de defensa en base a su eficacia, sino en razón del costo asociado. Por ejemplo, una forma efectiva de evitar muchos peligros sería nunca salir de casa, pero eso tendría el costo, seguramente inaceptable, de vivir como ermitaño.
Tomamos medidas de seguridad a diario: cerrar la puerta con llave, no dejar a los niños descuidados, comprar con tarjeta para no portar efectivo, etc. La mayoría del tiempo, ni siquiera damos mayor pensamiento a esas acciones. Evaluamos el riesgo y el costo de oportunidad, decidimos y actuamos; todo intuitivamente. Pero con frecuencia tomamos decisiones de seguridad erradas: exageramos algunos riesgos y descuidamos otros, o bien sobreestimamos ciertas medidas y subestimamos otras. Así, nuestra seguridad real puede llegar a diferir de nuestra sensación de seguridad.
Varios factores contribuyen a este desfase. Schneier explica que podemos errar al valorar la probabilidad del riesgo, la magnitud de los costos, la eficacia de las defensas o bien cómo se comparan el riesgo y el costo asociado. Cuanto más difiera nuestra percepción de la realidad en cualquiera de esos factores, más divergirá nuestra percepción del costo que conlleva la medida de seguridad respecto de su costo real: si se sobreestima el riesgo, es probable que se tienda a gastar más de la cuenta en mitigarlo. Y si se sobreestima el costo de la protección, es más probable que no la tengamos cuando se necesite.
Factores como los anteriores ayudan a explicar, por ejemplo, que muchas personas teman más a viajar en avión que en automóvil, a pesar de que es estadísticamente irrefutable que lo segundo es mucho más peligroso. Estas valoraciones irracionales, opina Schneier, son fruto de nuestra psicología, desarrollada en el curso de la evolución a partir de situaciones en las que vivieron nuestros lejanos antepasados. De este modo, exageramos los riesgos infrecuentes pero espectaculares, mientras que prestamos poca atención a los comunes; vemos los riesgos que afectan a personas determinadas como mayores que los que ocurren de modo anónimo; subestimamos aquellos riesgos que tomamos a propósito (como manejar a alta velocidad) mientras que sobrevaloramos los que están fuera de control (como ir de pasajero cuando otro maneja a alta velocidad); y damos más relevancia a los riesgos de los que se comenta o informa públicamente (por ejemplo, en los noticieros).
Nuestra percepción del riesgo puede fallar cuando enfrentamos situaciones propias de la vida moderna, ya que nuestro sentido del peligro se desarrolló en nuestro pasado evolutivo, en condiciones muy distintas. La parte de nuestro cerebro que responde instintivamente al peligro (la amígdala) es mucho más primitiva que aquella que lo examina analíticamente (la corteza). El problema es que ambas trabajan en paralelo y la primera tiende a imponerse a la segunda: la evolución social y tecnológica ha dejado muy atrás a la evolución neurológica. Nuestro cerebro aplica reglas de valoración del riesgo que están mejor adaptadas a la vida en pequeños grupos familiares primitivos que a la vida en las urbes de hoy.
Lo positivo de estas investigaciones es que podemos aprovecharlas para buscar modos que equiparen mejor la percepción con la realidad de los riesgos de la vida, de forma que las personas respondan más racionalmente ante situaciones de incertidumbre. Pero el conocimiento de cómo reaccionamos ante el riesgo también puede ser usado para manipularnos. Políticos, vendedores y líderes religiosos –entre otros– suelen emplear el miedo como arma propagandística. Por ejemplo, ante fenómenos como la delincuencia o el terrorismo, es posible manipular a las personas para que se sientan más seguras, al tiempo que se evita tomar las medidas necesarias para que lo estén realmente. A esto Schneier lo llama "teatro de seguridad": adoptar medidas puramente cosméticas que buscan crear una falsa –y posiblemente peligrosa– sensación de seguridad (aunque admite que, bajo ciertas condiciones, eso puede ser válido por su efecto disuasivo, mientras se aplica medidas más eficaces).
Aunque no lo discute el autor, pienso que lo inverso también es posible y a ello se refieren otros como "FUD" (siglas en inglés que significan "temor, incertidumbre y duda"): la forma de manipulación que consiste en hacer que las personas se sientan inseguras, sin estarlo realmente, a fin de que acepten o toleren alguna condición.
Y esta es justamente la moraleja que me deja el artículo de comentario. En una sociedad democrática, el acceso a la información y el debate público de las ideas y de las políticas tienen una función educativa, que contrarresta eficazmente el recurso al miedo como arma de propaganda. Esto me parece especialmente necesario al discutir sobre temas como el TLC (sea a favor o en contra), la inseguridad ciudadana y otros. Parafraseando a Schneier: quizás comprendiendo la manera en que nuestro cerebro reacciona frente a la incertidumbre, así como las heurísticas y prejuicios que utilizamos para pensar acerca sobre el riesgo, podemos aprender a controlar nuestras tendencias naturales y a tomar mejores decisiones. Quizás podamos aprender a no ser engañados y a convencer a otros para que no lo sean tampoco.
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