No todos los días aparece una publicación científica que tiene la capacidad de cambiar literalmente la historia, ejerciendo un impacto cataclísmico no solo sobre la particular disciplina académica a la que va orientada, sino incluso sobre la filosofía, la cultura y otros múltiples campos del saber y del quehacer humano. Esa selecta categoría está exclusivamente reservada para obras como los "Principia Mathematica Philosophiae Naturalis", de Newton, o "El origen de las especies", de Darwin.
Por eso, llama la atención que no mucha gente haya oído hablar del volumen 17 de la revista alemana "Annalen der Physik", cuya publicación cumple un siglo este año. Ese número contiene tres artículos escritos por un previamente desconocido funcionario de la oficina suiza de patentes, llamado Albert Einstein. Los trabajos versaban sobre mecánica estadística, electromagnetismo y relatividad. Desde su aparición, nuestra visión del mundo, del tiempo y del universo mismo cambió irrevocablemente.
Fallidos augurios. Einstein nació en Ulm el 14 de marzo de 1879 y pasó su infancia en Múnich. Nunca fue un estudiante particularmente destacado, y se negó siempre a amoldarse al rígido formalismo de la educación de su época. En cierto modo, no tuvo otra opción más que volverse prácticamente autodidacto. Sus profesores y orientadores le auguraban un futuro gris, probablemente en algún oficio manual. Es irónico, entonces -además de fuente de esperanza y consuelo para incontables sufridos padres y madres de la "era de la ritalina"-, que ese niño académicamente desaventajado sea considerado hoy como uno de los mayores genios de los últimos cien años y quizás de toda la historia. La prestigiosa revista Time no dudó en escogerlo como el personaje más importante del siglo XX.
La reacción inicial a sus publicaciones no fue particularmente entusiasta, pero, a medida que la comunidad científica fue asimilando sus implicaciones y los resultados experimentales comenzaron a validar sus predicciones -como lo siguen haciendo hasta hoy-, se produjo una revolución en la comprensión de temas como la gravedad, el espacio y el tiempo. Su trabajo no suplantó (como a veces se dice erróneamente) sino que ensanchó y complementó la mecánica clásica newtoniana, con la demolición de arraigados conceptos como los de la existencia del éter o del tiempo absoluto. En palabras del autor Michio Kaku, migajas caídas del plato de Einstein hoy continúan produciendo premios Nobel para otros científicos
. Se convirtió en una celebridad, estatus que, junto con su origen judío, lo tornó a la postre en blanco de la hostilidad de los nazis, y lo obligó a emigrar a Estados Unidos, donde se consagró desde la Universidad de Princeton.
Luchador insigne. A diferencia de lo que hacían y siguen haciendo muchos académicos que optan por encerrarse en su torre de marfil personal, Einstein no dudó de apoyar y luchar por diversas causas sociales, caritativas y pacifistas. Son incontables las citas que se hacen de su pensamiento en diversos temas, incluidas filosofía y religión.
Por coincidencia, este año se cumple, además, medio siglo de su muerte. La oportunidad es feliz, pues, para celebrar la vida y el pensamiento de ese gran genio. Confío en que la comunidad científica e intelectual del país se organice para rendirle el tributo que merece, comenzando por las universidades nacionales, que me parece que tienen un compromiso ineludible en ese sentido. La oportunidad es magnífica, además, para proyectar el conocimiento y los métodos de la ciencia hacia la comunidad -en vez, por cierto, de organizar cursos libres sobre Feng Shui u homeopatía, como noto que lo está haciendo en estos días nada menos que la Universidad de Costa Rica-.
NOTA: La última frase de este artículo motivó una crítica de los Drs. Sedalí Solís y Alejandro Brenes.
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