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7 de mayo de 2006

Ya viene Da Vinci

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Para estos días anuncian el estreno de El Código Da Vinci, versión cinematográfica de la novela homónima de Dan Brown. Alrededor del libro se desató una polémica que ha repuntado con el filme y en la cual -me parece- las personas prudentes deben mantener una actitud informada y crítica ante los argumentos de cada bando. Está claro que poderosas fuerzas confluyen tanto a favor como en contra. Lo mejor sería, entonces, leer el libro (o ver la película), considerar todos los puntos de vista, investigar en fuentes serias y, al final, formar uno su propio criterio.

De entrada, me parece irracional, oscurantista, la postura de quienes piden boicotear lo que no es más que el ejercicio de una libertad básica: la expresión artística. Como decía el fallecido C. Sagan, El remedio para un argumento falaz es otro argumento mejor, no la supresión de las ideas. Pero, a la vez, es ingenua la actitud de quienes quieren ver en la novela una especie de tratado de historia bíblica, en vez de lo que realmente es: el intento de un escritor de ganar la mayor cantidad posible de dinero, echando mano a un tema polémico y tejiendo en torno a él un relato ficticio (todo lo cual, por cierto, es perfectamente válido).

Diversos estudiosos (ofrezco las citas bibliográficas más abajo) han destacado la investigación histórica y bíblica de la que se sirvió Brown al escribir, pero con reservas y correcciones. Por ejemplo, señalan que no hay pruebas para admitir la existencia del "Priorato de Sion", la organización ultrasecreta que -según la novela- protege la descendencia de Jesús y de su mujer, María Magdalena. De hecho es probable que sea solo una invención francesa del siglo pasado. Por su parte, el Opus Dei es una agrupación verdadera y bien conocida. Sin embargo, aunque controversial en sus métodos y opiniones, no consta que haya recurrido jamás al asesinato o a conducta criminal alguna como modus operandi para lidiar con sus opositores, como la presenta el autor.

Especulaciones. Cierto que hay pistas que apuntan a que la Magdalena -de cuya existencia otros dudan- es una figura incomprendida, maltratada, a la que se ha querido degradar identificándola erróneamente con una mujer pecadora o prostituta, que menciona el evangelio de Lucas. Pero de allí a que tuviera una relación sentimental, incluso marital, con Jesús -y ni qué decir de que llegaran a tener hijos- hay mucho trecho. Tal interpretación se basa en relatos no reconocidos, los llamados "evangelios gnósticos", cuya verosimilitud o falsedad histórica quizás nunca pueda probarse (cosa que, para ser justos, bien podría decirse también de los propios evangelios canónicos). Es interesante que algunos de esos textos más bien mantienen una postura antifeminista, que más semeja la de la Iglesia Católica de hoy, que la de la cultura pro feminista que Brown atribuye al cristianismo primitivo.

Otros elementos del relato de Brown, como la supuesta inclusión de la Magdalena en La última cena, de Leonardo Da Vinci, o su interpretación de la leyenda del Santo Grial (que otros ya habían propuesto antes), se fundan en especulaciones que no pueden verse más que como meramente interesantes o curiosas. Y otras afirmaciones son palmariamente erróneas, como, por ejemplo, la noción de que los evangelios canónicos son posteriores a los llamados textos de Nag Hammadi o los "Rollos del Mar Muerto".

Así pues, El Código Da Vinci es una obra de ficción que está construida a partir de fundamentos de discutible historicidad, con la que su autor ha apostado a obtener buenos réditos, los consideremos merecidos o no. Esto, desde luego, no se puede dejar de lado al ver la película. Disfrutémosla por lo que es sin darle ni más ni menos crédito del que merece. En este caso, como en tantos otros, recomiendo aplicar esa sabrosa máxima del verdadero escéptico: Mantener siempre una mente abierta, pero no tanto que se le caiga a uno el cerebro.

Referencias:

23 de agosto de 2005

Japoneses sin corbata

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

A inicios del pasado junio, el Gobierno de Japón hizo un anuncio revolucionario. Lo llamó Kuuru-bizu, que significa algo así como "ejecutivo fresco". Pasando de palabras a hechos, la presentación de la nueva directriz estuvo a cargo del primer ministro Junichiro Koizumi, quien apareció ante los medios vestido con pantalón blanco y camisa azul de manga larga, sin saco ni corbata.

Para cumplir con los compromisos del Protocolo de Kyoto y lograr una economía de más de 300.000 metros cúbicos de combustible según cálculos oficiales, la nueva política se reduce esencialmente a eso: no usar saco ni corbata. De este modo, las dependencias públicas japonesas esperan reducir el uso del aire acondicionado en las oficinas, lo cual se traducirá a su vez en ahorro de electricidad y economía de combustibles, a la vez que se reduce la emisión de gases contaminantes.

El verano japonés es húmedo y pegajoso (suena familiar...). Se explica entonces que el Primer Ministro, al llegar a su oficina ese día, exclamara: "¡Es tan cómodo vestir sin corbata!".

Reflexión. ¿No es todo esto superficial y frívolo? ¿Por qué es algo que puede llamarnos a la reflexión? Porque, me parece, bajo el Kuuru-bizu subyace algo que en el mediano y el largo plazos resulta mucho más importante que los 300.000 metros cúbicos de combustible ahorrados: la disposición a retar y vencer un paradigma mental y cultural. Y ese es el sello distintivo de un pueblo verdaderamente grande.

La sociedad japonesa es profundamente conservadora; por esto, para los burócratas y ejecutivos nipones (susceptibles como cualquier mortal al "qué dirán"), dejar de usar el tradicional traje oscuro y corbata para ir a laborar debe de estarlos haciendo sentirse exactamente como si fueran desnudos a la oficina. Naturalmente, lograr aceptación para la nueva medida no ha sido fácil.

George Bernard Shaw dijo una vez: "Las personas razonables se adaptan al mundo. Las personas irrazonables buscan adaptar al mundo a sí mismas. Por ende, todo el progreso depende de las personas irrazonables". En este caso, la "irrazonabilidad" de los japoneses -que algunos de ellos de seguro considerarán rayana en la herejía- es retar la costumbre por medio del sentido común. Esto puede ser tan difícil como mover a una montaña.

En lógica, se llama argumentum ad antiquitatem a la falacia de creer que algo es correcto o bueno simplemente porque es antiguo o porque "siempre ha sido así". Es la incapacidad de cuestionar la manera en que se han hecho siempre las cosas.

Las tradiciones son generalmente fuente de riqueza cultural e histórica, pero un exacerbado conservadurismo, que exalta la costumbre por la costumbre, también puede conducir al estancamiento y a la pereza mental, bajo la sofocante inercia de pensar que no es posible o no vale la pena actuar de manera diferente ya que, de por sí, así se han hecho siempre las cosas.

Por eso, hoy vale la pena saludar al pueblo japonés y al liderazgo de su clase política. Ellos nos enseñan que es posible barrer las telarañas mentales y derrotar al inmovilismo; que, con imaginación y valentía, se puede mover a la montaña. Para ello, a veces basta con algo tan simple como dejar el saco y la corbata en casa.

1 de marzo de 2005

¿Homeopatía? No, gracias

En su comentario "Homeopatía y cursos libres" (La Nación, 18/2/2005), Sedalí Solís y Alejandro Brenes expresan su desencanto con la mención que hice de los cursos libres de la UCR sobre homeopatía en mi artículo El siglo de Einstein. Explican los orígenes de la asignatura, que justifican en el interés existente entre los estudiantes de Medicina y el público en general -demostrado por medio de encuestas- en saber más acerca del tema.

Antes de continuar, es justo advertir que no soy profesional de la salud y, por eso, sin duda habrá otros con mejores credenciales para hablar del tema. Pero no creo estar tan desinformado tampoco. Sí estoy al tanto de que desde hace varios años hay especialistas en homeopatía inscritos en el Colegio de Médicos. También deben estarlo ciertos galenos que hacen "pruebas médicas" para la licencia en las cercanías del MOPT.

Solís y Brenes señalan que Quienes se acercan a los cursos libres de Homeopatía, en su mayoría, necesitan conocimientos para formar criterio y decidir libremente si usan o no esta opción terapéutica. Sin conocimiento es muy difícil ejercer la libertad y el derecho y, es deber de la Universidad servir para que la población amplíe conocimientos. Estoy enfáticamente de acuerdo. Pero quisiera saber si, al impartir esos conocimientos, se le ofrece a los estudiantes una visión crítica de la homeopatía como disciplina, o si solo se les muestra una cara de la moneda.

En concreto, quisiera saber si los alumnos escuchan puntos de vista como los expuestos en el programa Horizon, transmitido por la BBC de Londres al público británico el 27/11/2002, en el que se concluyó que no existe ninguna evidencia científica que demuestre los efectos terapéuticos de la homeopatía, más allá de los atribuibles al efecto placebo o a la comprobada capacidad autocurativa del cuerpo humano (la transcripción del programa está disponible en Internet).

Me gustaría saber si se les explica que los productos homeopáticos no están respaldados por las mismas pruebas y controles que los productos farmacológicos convencionales. La usualmente rigurosa FDA de los EE.UU. adopta la postura de que ello es innecesario debido a que la homeopatía no contiene virtualmente ninguna sustancia activa y resulta, por tanto, inocua (que no es lo mismo que "efectiva").

Quisiera saber si los alumnos son enterados de que la homeopatía se funda en principios que desafían las leyes de la física y de la química. Leí una vez que el producto llamado "Oscillococcinum" se diluye hasta una concentración que equivale a 1 parte en 100200. De ser cierto, para encontrar una sola molécula del ingrediente activo se necesitaría un volumen de producto muy superior al número estimado de moléculas en todo el universo conocido. Para justificarse, sus defensores afirman que lo que retiene el producto es, en realidad, solo una "memoria" del ingrediente. Qué significa eso y cómo sucede es a lo que deben referirse Solís y Brenes al sostener que la homeopatía ha espoleado la investigación en botánica, zoología, inmunología, física cuántica, ensayos clínicos y filosofía. A estas alturas, los resultados ya deberían de haber merecido al menos un premio Nobel, ¿no es cierto?

Sin duda, la evidencia anecdótica de los supuestos beneficios de la homeopatía abunda, como abundan los testimonios de quienes confiaron en ella, evitando la medicina convencional, hasta que el agravamiento de su condición les obligó a reconsiderar, a veces cuando ya era demasiado tarde.

En 1842, el médico estadounidense Oliver Wendell Holmes, en su trabajo "Homeopatía y engaños similares", expresaba con frustración que probablemente ninguna cantidad de pruebas ni de argumentos científicos servirían para enterrar de una buena vez por todas el mito de la homeopatía. 163 años después, confieso un parecido pesimismo y reitero el dolor de ver que es la UCR, alma mater querida, la que contribuye a perpetuarlo.

Notas:

31 de julio de 2001

El peligro de la credulidad

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Penosos hechos recientes prueban, de nuevo, lo que puede traer la credulidad de las personas. "Credulidad" es acoger a la ligera cuanto se nos diga. Es dejar de lado el sentido crítico para aceptar cuanto aserto venga de quienes parecen –ese es el problema: a veces solo parecen– saber de lo que hablan.

La credulidad es tan antigua como el género humano. De ella se han servido embusteros de todo signo para sacar provecho del candor, las esperanzas y las buenas intenciones de la gente.

Considérese, por ejemplo, la astrología. La idea de que la posición de los astros determina el carácter o el destino es tan absurda y carente de pruebas, que honestamente se maravilla uno de que haya quien esté dispuesto a creerla. Pero –sobra insistir– hay no pocas personas que lo hacen, con ayuda de periódicos y revistas cuya seriedad en otros temas no se cuestiona.

De extraterrestres y duendes. O considérense las historias de secuestros por extraterrestres. Seres alienígenas viajan por el cosmos para venir a practicar horribles experimentos que inevitablemente involucran las partes privadas de sus víctimas. Estas historias, claro, solo reescriben las que antes se contaban sobre duendes y brujas: les aplicamos un barniz tecnológico, los convertimos en extraterrestres y los crédulos de hoy tragan el anzuelo. "Eminentes autoridades" amasan fortunas de ese modo. No hace mucho aún vi en venta en una librería local –a precio muy rebajado, claro– el libro 1984: El fin del mundo.

La credulidad se alimenta de la ignorancia. Ello explica que algunas historias circulen a pesar de contrariar leyes científicas básicas y a veces hasta el sentido común. Hace poco, un angustiado conocido me advertía de villanos que, según él, ponen jeringas infectadas con el virus del SIDA en los asientos de los cines. Se lo expliqué, pero el hecho de que el virus sea incapaz de sobrevivir fuera del cuerpo no pareció tranquilizarlo mucho.

La credulidad también se asocia al "síndrome de autoridad falsa". A veces pensamos que solo porque alguien es muy respetado en un campo, o es una autoridad en determinada disciplina, se erige en dueño de la verdad en todos los campos. Y creemos sin chistar lo que nos diga. Esto lo saben los publicistas y por eso hay anuncios en que celebridades alaban productos que no tienen nada que ver con su materia.

En manos de charlatanes. Pero lo más trágico viene cuando la candidez se junta con la codicia. La promesa de lucro rápido y fácil es eficaz para que gente, por lo demás prudente, caiga en manos de charlatanes. No en vano sabe la policía que la credulidad, de la mano de la avaricia, es la mejor amiga de los estafadores. Así ha sido a través de los siglos.

Todo cambia y todo sigue igual. Hoy, Internet es el medio por excelencia para sacar partido de la credulidad. En la red, los mitos y "leyendas urbanas" adquieren nueva vida. Las historias que antes circulaban de boca en boca, o de mano en mano, ahora viajan a velocidad de la luz y dan la vuelta al mundo, gracias a cualquiera que se preste para reenviarlas –de un clic– a todos sus familiares y conocidos.

Abundan en Internet historias de niños perdidos o gravemente enfermos. No hay cómo saber cuáles son ciertas y cuáles no. Pero, aunque lo sean, que el niño sane o reaparezca no impedirá que la historia siga circulando, tan fresca como el primer día. Falsas alarmas de virus informáticos e historias sobre el dinero que Microsoft nos dará por reenviar un mensaje de correo, campean junto a las clásicas advertencias sobre el fin del mundo por el alineamiento de los planetas y las cartas en cadena que cumplirán nuestro deseo si las remitimos a otras 50 personas... si no lo hacemos, nos traerá mala suerte.

En uno de sus últimos libros, el ahora difunto científico Carl Sagan explicaba que la educación y el escepticismo son la cura para la credulidad. Y advierte que el escepticismo se debe practicar constantemente. Es más, se debería enseñar en las escuelas para preparar a las personas a resistir la charlatanería. Una dosis de sano escepticismo realmente puede ponernos a salvo de farsantes y de tiranos. Y eso, definitivamente, vale la pena.