26 de julio de 2003

Espiando al vecino

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

La trágica muerte de la niña Katia González ha levantado un clamor en pro de endurecer las penas para la comisión de delitos que involucren situaciones de riesgo o de daño para los menores. Ojalá el calor del momento no conduzca a soluciones legislativas que no hayan sido cuidadosamente valoradas. Ni a que se olvide que, en una materia como esta, lo fundamental, lo realmente importante, es la prevención. Enviar a un delincuente a "pudrirse a la cárcel" podrá satisfacer la necesidad de venganza, pero sin duda lo ideal es evitar la reiteración de estas tragedias.

También se ha despertado un inusitado interés de la ciudadanía por contar con algún medio que permita detectar la posible presencia de predadores sexuales en nuestro entorno inmediato. Es lógico que, si pudiéramos saber anticipadamente que un sujeto de esos vive o trabaja cerca de nosotros, podremos tomar las medidas de prevención del caso con nuestros hijos.

La idea no es nueva. En otros países como Estados Unidos, se ha recurrido incluso a Internet como medio para que las personas puedan constatar dónde viven las personas que han recibido condenas penales por la comisión de delitos sexuales contra menores. Desde la promulgación en ese país de la llamada "Ley de Megan" de 1996, se ha dictado una serie de disposiciones a nivel federal y estatal que permiten la creación de bases de datos, públicamente accesibles, para obtener información de esta clase. A la fecha, al menos veinte de los estados cuentan con registros totales o parciales.

En realidad, el tema no es sencillo. En los propios Estados Unidos, diversas personas y organizaciones pro derechos civiles han cuestionado la existencia de estas bases de datos. Algunos tribunales han acogido sus planteamientos, lo cual ayuda a entender por qué no se han generalizado aún a todo el país. Se dice que la existencia de registros como los mencionados conduce a la perpetua estigmatización de quienes figuren en él. Si una persona ya ha purgado la pena que se le impuso por su delito, su inclusión en la base de datos equivale a una nueva sanción e impedirá su exitosa reinserción en la sociedad. Si bien está claro que algunos de estos delincuentes podrían reincidir en el futuro (como pasó en el caso de la pequeña Megan y pareciera haber sucedido en el de Katia), esto no será necesariamente cierto para todos. Por ende, la existencia del registro servirá para negar una segunda oportunidad en la vida a quienes la prisión haya inculcado un propósito de enmienda.

Extremo cuidado. En contra de esos argumentos está, por supuesto, la tesis de que el bienestar, salud y vida de los niños, así como el deber y derecho de sus padres de protegerlos, está por encima de los derechos de los delincuentes. Además, se ha esgrimido el carácter de interés público de la información. Si las autoridades no ofrecen acceso a ella, se ha afirmado, incluso, el derecho de las organizaciones y personas privadas a brindarla por sus propios medios, amparadas por la libertad de expresión.

No han faltado soluciones salomónicas, como permitir el acceso al registro solo a ciertos usuarios calificados. Por ejemplo, una escuela tendría derecho a revisar si un nuevo maestro o maestra de preescolar figura en él. Desgraciadamente, tampoco han faltado los graves errores. En Dallas, Texas, un grupo de vecinos decidió tomar la ley en sus manos al enterarse por el registro de que un exconvicto de estos vivía en su comunidad. Sometieron a una persona a una vapuleada que casi le cuesta la vida, solo para que más tarde se supiera que era otra persona que vivía en el mismo domicilio, del cual el verdadero ofensor se había mudado hacía algún tiempo, sin que la base de datos hubiese sido actualizada aún.

Quisiera tener la respuesta perfecta para todas estas interrogantes, pero no es así. Solo espero que sirvan para llamar la atención en el sentido de que en estos temas se debe actuar con cuidado extremo pues es mucho lo que está en juego.

8 de julio de 2003

La austeridad como pose

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Los recientes reportajes sobre la ruinosa condición que tienen muchas de las oficinas de la Asamblea Legislativa nos terminan de convencer de que muchos de nuestros actuales dirigentes políticos confunden la austeridad con un franciscano voto de pobreza. Eso no estaría nada mal si fueran frailes franciscanos, pero como, en vez de eso, son los representantes de cada uno de nosotros ante el resto de la ciudadanía y ante el resto del mundo, tal vez alguien debería recordarles que todos esperamos que esa representación sea ejercida no solo con sobriedad, sino también con decoro y dignidad. Y eso no se puede hacer con despachos que, por lo visto, son más candidatos para recibir una orden sanitaria de desalojo que otra cosa.

Un mal manejado concepto de austeridad también pareciera estar llevando a esas autoridades políticas a creer, erróneamente, que cualquier acción o decisión que de alguna manera dignifique o enaltezca el ejercicio de sus cargos es, automáticamente, una reprochable manera de beneficiarse personalmente. Pero es que eso solo pasa si se cree que uno mismo, el cargo que ejerce y la representación que ostenta son la misma cosa.

Terror reverencial. Existe una enraizada cultura nacional que nos hace ver con espanto cualquier cosa que pueda ser malinterpretada o vista por otros como un insano deseo de sobresalir porque eso nos expone al choteo, cosa que a los ticos nos infunde un terror reverencial. Agreguemos el surgimiento de toda una ralea de modernos fariseos, que están más que prestos y dispuestos a descargar su fundamentalismo moralizante sobre quien se atreva a generar su ira. Resultado: nadie se atreve a ser el primero o primera que levante la mano para pedir nada o para exigir un cambio en el statu quo.

Este triste panorama, unido al espectáculo circense que con cada vez mayor frecuencia nos dispensan nuestros líderes, lógicamente va minando el respeto a la autoridad legalmente constituida. Y es que, si operamos según la premisa de que "aquí todos somos igualiticos", ¿por qué iba alguien a mostrarle deferencia alguna a quien ostente una investidura pública? Y, si carecemos de respeto a los gobernantes, ¿por qué habríamos de respetar las leyes que ellos promulgan y que les corresponde hacer valer? ¿Será por eso por lo que cada vez más parece que en Costa Rica a nadie le importa nada y todos creen que pueden hacer lo que les dé la gana?

Espectáculo agotador. La idea no es caer en la fastuosidad ni el autoritarismo. (¿Por qué será que algunos siempre piensan que, si uno está en desacuerdo con una situación que raya en el extremo, es solo porque anhela el extremo contrario?). Lo que pasa es que de verdad cansa este show de austeridad mal entendida, esa competencia de "Yo soy más austero que tú". Tanta virtud nos encandila, a pesar de que sepamos que nunca o casi nunca es auténtica. Es austeridad como pose, austeridad como eslogan.

De lo que se trata en realidad -y esto no debería ser muy difícil- es de llegar a entender y respetar el equilibrio que deben tener "costo" y "beneficio". Si de una decisión concreta (como, por ejemplo, que los diputados tengan y usen vehículos oficiales en sus actividades de trabajo; o que se construya un nuevo edificio para la Asamblea Legislativa y, de paso, para la Casa Presidencial, que también es espantosa) resulta un claro y tangible beneficio para el país (un mejor, más eficiente y decoroso ejercicio del cargo; un restablecimiento de la solemnidad de la función pública), entonces creo que la inversión que se haga -dentro de los rangos esperables de razonabilidad- estará más que ampliamente justificada. Claro que no faltarán quejas, críticas y lamentos. Pero nunca se ha visto que una gran nación se levante a base de llanto y rechinar de dientes. Ahora lo que falta es ver quién tendrá el coraje de levantar la mano.