Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)
A inicios de noviembre pasado, la australiana Essena O’Neill finalmente se hartó y cerró su cuenta de Instagram, que contaba con más de setecientos mil seguidores. Entre otros detonantes, influyó el hecho de que –según ella– antes de publicar una sola fotografía en la que se le veía “casualmente” recostada sobre una toalla en la arena, había tenido que realizar más de cien tomas hasta quedar satisfecha con la forma en que se le veía el vientre. “Las redes sociales no son la vida real”, dijo, cansada de aparentar para sus seguidores un estilo de vida inexistente.
Su compatriota, la modelo Gabrielle Epstein, quien tiene más o menos la misma cantidad de seguidores en Instagram que tenía O’Neill, no tiene los mismos reparos. Como lo confesó ella misma en una nota publicada en el “Mirror” de Inglaterra, con tan solo un “selfie” en Instagram es capaz de ganar más dinero que en una semana de modelaje tradicional. Para eso, le basta con publicar imágenes que a primera vista parecerían propias de la vida cotidiana de cualquier adolescente de un país del primer mundo, pero que, en realidad, son patrocinadas por empresas comerciales cuyos productos ella coloca astutamente en cada foto.
Pero no hace falta buscar a personajes como ellas para entender lo que está pasando. En realidad, es bien sabido que cualquiera de nosotros que tenga alguna clase de presencia en las redes sociales –llámense Facebook, Twitter, SnapChat o cualquier otra– deliberadamente procura presentar al ciberespacio una imagen que no suele corresponder fielmente a lo que vivimos en el día a día. Lo admitamos o no, casi siempre intentamos presentar nuestra mejor cara para parecer más atractivos, más exitosos o más felices de lo que somos en realidad. Solo excepcionalmente damos a conocer algo triste o negativo; a veces con razones sinceras, pero otras veces con el único y encubierto fin de tratar de provocar compasión y apoyo.
Todo esto es muy propio de la condición humana y en realidad no debería tomarnos por sorpresa. El problema es que muchos sicólogos, sociólogos y otros expertos (más recientemente, que yo sepa, un grupo de investigadores de la Universidad de Glasgow, quienes publicaron sus resultados en setiembre del año pasado) han ido advirtiendo con cada vez mayor insistencia que el fenómenos de las redes sociales está contribuyendo a crear una creciente patología en poblaciones vulnerables, especialmente entre los más jóvenes.
Las redes provocan presión y ansiedad en muchas personas, derivadas del sentimiento de necesidad de estar permanentemente disponibles para atender mensajes o responder a las publicaciones de los demás. Pero también pueden afectar sensiblemente la autoestima, al inducir en algunos (sobre todo los niños y adolescentes) una sensación de minusvalía al compararse con sus restantes contactos, quienes –a juzgar por lo que dan a conocer en las redes– viven vidas maravillosas, libres de problemas y decididamente mejores que las suyas. Esto puede crear la idea de que uno es tan solo un triste perdedor, condenado a ver y leer, hasta altas horas de la noche, acerca de lo bien que le va a los demás y a cavilar sobre lo malo de la vida propia. De aquí a la depresión hay tan solo un paso.
Debido a lo anterior, es importante que cada usuario de uno de estos entornos digitales tenga claras las razones por las que acude a ellos y estar atento a los sentimientos que le producen. Por ejemplo, es mala señal que a uno le produzca desconsuelo o rabia que otra persona no atienda o rechace una “solicitud de amistad” en alguna de estas comunidades, así como sentirse herido o vengativo si alguien decide descontinuar una “amistad” previa. Esa clase de reacciones puede a la postre resultar altamente destructiva en un entorno familiar o laboral.
Como tantas otras cosas en la vida, a las redes sociales hay que ir con moderación, recordando que son solo medios y no fines en sí mismas. Ellas son capaces de enriquecernos, por ejemplo, posibilitando el contacto con familiares y amigos con los que, de otro modo, sería difícil o imposible comunicarnos, reforzando así el sentimiento de pertenencia; permitiéndonos acceder a fuentes de conocimiento e ideas nuevas, así como a lo que sucede en el mundo, visto tanto desde la perspectiva tradicional de los medios informativos como de otras personas comunes y corrientes. Pero es crucial tener claro que las redes –y la Internet en general– también están pletóricas de desinformación, verdades a medias y mentiras puras y simples. Nos pintan un mundo que frecuentemente es irreal y que de ninguna manera debería servirnos de parámetro para comparar nuestras vivencias con las de los demás. La comunicación digital nunca puede tener la riqueza de la comunicación personal, pues está intrínsecamente desprovista de los contextos, lenguajes corporales y entonaciones que dotan de contenido a una conversación en el mundo real.
En suma, no le tema a las redes sociales, pero no permita que ellas deformen su percepción del mundo y de sí mismo. Y no permita que le absorban hasta el punto tal de alejarle del contacto cara a cara con sus personas queridas.
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