Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)
En el reciente fin y principio de año, tuve oportunidad de viajar de vacaciones con la familia a Chile, realizando un inolvidable recorrido por la mitad sur del país, finalizando en Santiago, la capital. En ese trayecto, plasmado en tantas y tantas fotografías que tomamos, fuimos testigos de algunas de las bellezas naturales más espectaculares que hayamos conocido, especialmente las del Parque Nacional Torres del Paine, donde a cada paso que das te ves cara a cara con paisajes que, como acertadamente decía uno de mis hijos, te dejan sin aliento. En el camino, también apreciamos múltiples muestras de belleza urbana, cruzando bellas ciudades y pueblos, como Puerto Varas con sus calles y avenidas tapizadas de flores, así como la encantadora Frutillar, junto al lago Llanquihue y a la vista del volcán Osorno.
Todas estas cosas me las anticipaba y no me vi defraudado (salvo, la verdad sea dicha, por Valparaíso, que imaginaba muy distinta). Sin embargo, hubo otros factores que llamaron poderosamente la atención y que quisiera compartir brevemente, por las posibles enseñanzas que de ellos puedan derivar para un país como el nuestro.
Nivel de servicios. Chile, como es sabido, es una de las economías más importantes de América Latina y compite con las naciones más desarrolladas del mundo en diversas áreas. Por esta razón, daba por un hecho que allá encontraríamos servicios que estarían al menos al mismo nivel, cuando no muy superior, a los que tenemos en Costa Rica. Para mi sorpresa, ello no fue siempre así.
Por ejemplo, en nuestro país existe un amplio acceso a servicios bancarios y financieros en general, siendo posible realizar trámites a lo largo del día, mediante agencias y sucursales que atienden no solo en jornada diurna sino también vespertina, incluso sábados y domingos. Por contraste, en Chile los bancos cierran sus puertas a las dos de la tarde y no laboran los fines de semana, obligando a las personas a dedicar su descanso del almuerzo para realizar gestiones que de otro modo resultarían imposibles. En Costa Rica, el uso de tarjetas de débito y crédito se introdujo –si no me falla la memoria– hace alrededor de cuatro décadas y hoy está tan difundido que en casi cualquier comercio es posible pagar lo que sea con ellas, incluso por sumas muy bajas. En Chile, en cambio, las tarjetas llegaron hace relativamente pocos años y hay muchos establecimientos –incluso del sector turístico– que no las reciben. En algunas ocasiones nos vimos forzados a hurgar en los bolsillos los pocos pesos chilenos que habíamos canjeado al llegar, para pagar por cosas que uno da por sentado que puede cancelar con tarjeta en nuestro país.
Atención de calidad. Pero la mayor sorpresa nos la llevamos en lo relativo al concepto de calidad en el servicio al cliente, el cual en Chile pareciera mínimo, por no decir nulo; por el contrario y sin perjuicio de algunas honrosas excepciones, la norma apunta hacia una atención al consumidor desganada, cuando no abiertamente malhumorada.
Pudiera ser que el problema sea, en parte, puramente idiosincrático. Aun cuando por supuesto topamos aquí y allá con personas de gran calidez y amabilidad, la percepción es que la generalidad de los chilenos son bastante ásperos (por ponerlo amablemente), sobre todo en las grandes ciudades. Echa uno de menos el trato llano y cordial de otros latinoamericanos. Pero, más que eso, en Chile se siente como si la atención de calidad simplemente fuera una idea poco difundida, un concepto aún no aprendido, que hace que lo que se considera como normal sea lo contrario.
El ejemplo más claro de esto lo vivimos cuando, al llegar al aeropuerto de Punta Arenas, el local de la empresa de alquiler de vehículos que teníamos contratado estaba cerrado, a pesar de ser media mañana. Tras mucho esperar junto a otros turistas extranjeros, nos informaron que el encargado simplemente había cerrado y se había ido sin explicación. Tomamos un taxi al centro de la ciudad, donde en las oficinas de esa compañía nos explicaron que habían sobrevendido el servicio, por lo que el carro que habíamos reservado no estaba y “lo sentimos mucho”. Por suerte, en la acera del frente había otra empresa que aún tenía algunos modelos disponibles, logrando hacernos de un carro al que le sonaba todo, pero que al menos sirvió para la primera parte de nuestro recorrido.
Lecciones para Costa Rica. Todo esto no es poca cosa, especialmente para un país como Costa Rica, que seguramente depende mucho más que Chile del turismo. De hecho, hablamos de algo que puede representar toda la diferencia del mundo para algunos visitantes. Costa Rica –lo sabemos– no es un destino particularmente barato, en comparación con otros países del área; pero, como sucede en tantas otras actividades, el factor de costo para el turista puede verse paliado –e incluso pasar a un segundo plano– cuando a cambio se recibe calidad y buena atención. A todos nos ha sucedido: si uno va a un restaurante cuyos precios no son necesariamente bajos, pero la comida es deliciosa y la atención esmerada, la percepción que queda generalmente es la de que el intercambio fue justo y equitativo y que uno obtuvo lo que esperaba a cambio de su dinero. Pero si la comida es buena pero la atención es mala, el factor precio se ve sicológicamente magnificado, quedando el sentimiento de que a ese lugar no deseamos regresar.
Así pues y en conclusión, me parece que nuestro país en general y el sector de turismo receptivo en particular pueden extraer importantes lecciones del ejemplo de Chile, al que –repito– le sobra belleza natural y urbana, que tan solo sea por eso vale la pena visitar, pero cuyo comercio y servicios quedan debiendo en áreas muy relevantes. La calidad en el servicio al cliente es cada vez más importante. Quienes nos visitan lo sienten y luego regresan a sus países y comentan si el que recibieron fue bueno o malo. Y no hay publicidad más efectiva que la que corre de boca en boca. Así pues, aprovechemos para tratar de hacer la diferencia en este terreno.
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