Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)
No lo hago porque, como decía un autor, esa no es más que “una forma gratis y socialmente bien vista de aparentar que estás ayudando, cuando, en verdad, no estás haciendo absolutamente nada”.
Por París, prefiero hacer algo más eficaz, que en este caso es denunciar –una vez más– el peligro del extremismo ideológico en general y del radicalismo religioso en particular.
Soy consciente de que tratar de reducir el fenómeno del Estado Islámico a una cuestión exclusivamente religiosa es simplista e incluso ingenuo. Y sé también que pretender identificar a los perpetradores de esas atrocidades con todos los musulmanes –cuya inmensa mayoría son personas de bien, que, como usted o como yo, quieren vivir en paz y procurar lo mejor para los nuestros y los demás– es igualmente falaz y, además, profundamente injusto.
Pero, por otra parte, querer negar que el tema religioso está en la médula de lo que los terroristas hacen, sería no solo mucho más ingenuo sino, francamente, peligroso.
Radicalismo aquí y allá. El extremista religioso cree que el derecho fundamental que tiene a profesar su credo le otorga también el derecho de imponérselo a los demás. Porque, para él, su verdad es una verdad absoluta. El resto del mundo está equivocado y debe ser arreado hacia el recto sendero. A sangre y fuego, de ser necesario.
Pero el fundamentalista suele creer también en algo en lo que cree mucha gente común y corriente: que su visión religiosa es un coto cerrado, que debe permanecer inmune a toda crítica o discrepancia.
Y digo que en ello se parecen a las demás personas, porque estas también, frecuentemente, piensan que sus creencias tienen que ser respetadas, y por ello se dan por ofendidas cuando alguien ose manifestar algo que las contradiga.
En ello se incurre en un error crucial, el de considerar que las ideas tienen un derecho intrínseco a ser respetadas, cuando ese derecho en realidad solo lo tienen las personas.
Los extremistas se escudan detrás de ese error común para intentar silenciar la libre expresión, uno de los pilares básicos de la libertad en general. Sobre esto ya he intentado aportar algo anteriormente (La Nación, 22/3/09).
Ataque simbólico. Francia es, precisamente, una de las fuentes de esas libertades de las que nos preciamos. Y, quizás por ello, en parte al menos, haya sido escogida como blanco de agresiones: por el simbolismo que plasma atacar la cuna de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Yo creo firmemente que Francia no será doblegada, ni ahora ni nunca, porque esa República se sostiene en la fortaleza de los principios que inspiraron su creación.
Pero para ello, Francia precisa que el resto del mundo no se quede cruzado de brazos. Necesita que todos tomemos una posición clara e inconfundible frente al radicalismo religioso, de cualquier signo que sea. Que no callemos ante la pretensión de que debemos ceder ante el chantaje del miedo y la barbarie. Porque en momentos como estos cobra vida la frase de Dante: “Los confines más oscuros del infierno están reservados para aquellos que eligen mantenerse neutrales en tiempos de crisis moral”.