Artículo publicado en La Nación del 25 de mayo del 2008.
A las puertas de ingresar en funciones el presente gobierno, publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado “Retomar la agenda digital” (La Nación, 2/4/2006). En él expresaba mi esperanza de que las autoridades entrantes supieran impulsar la iniciativa de gobierno electrónico, así como “reconocer su importancia y que sus propuestas encuentren respaldo desde la propia Presidencia, porque el programa de e-gobierno que no cuente con un apoyo firme al más alto nivel estará irremediablemente condenado al fracaso, o, cuando menos, a la irrelevancia”. Y, en efecto, las cosas pintaron bien cuando, el propio 8 de mayo, uno de los primeros decretos que emitió el nuevo gobierno fue el establecimiento de una Comisión Intersectorial de Gobierno Digital, bajo responsabilidad directa de la Vicepresidencia de la República.
A dos años cumplidos de esa iniciativa, cabe preguntar: ¿cuáles han sido sus frutos? Si bien algunos programas puntuales han sido puestos en marcha exitosamente, ¿cuánto se ha avanzado a nivel macro? ¿Están ya los ciudadanos costarricenses en plena posibilidad de relacionarse electrónicamente con la Administración Pública? ¿Han desaparecido las “islas de información” formadas por sistemas institucionales incapaces de comunicarse entre sí para compartir datos? Las respuestas no son positivas. En algunos aspectos cruciales, el panorama sigue siendo el mismo de hace dos años.
Una señal preocupante desde el principio fue la decisión de mantener separada la dirección del proyecto de creación de un sistema nacional de certificación y firma digital (heredado de la administración anterior) de la del nuevo programa de gobierno electrónico. Esto siempre me pareció particularmente extraño, considerando que la firma digital es un habilitador por excelencia del e-gobierno, en cuanto dota a los ciudadanos de un medio técnico para ejercer sus derechos frente a la Administración de modo seguro y fehaciente; y porque, al actuar de este modo, se traducía una impresión, correcta o no, de que a este proyecto no se asignaría la misma prioridad. Más adelante vino la salida del gobierno del vicepresidente Casas, que aunque obedeció a otros motivos, en la práctica ha venido a marcar un “antes de” y un “después de” en el programa de gobierno digital.
En una óptica más favorable, nuestro Poder Ejecutivo suscribió el año pasado, con España y los demás gobiernos de la región, una “Carta Iberoamericana de Gobierno Electrónico” (descargar pdf), que establece una serie de principios rectores y compromisos en esta materia que es imperioso –en mi criterio– impulsar con fuerza. Experiencias puestas en práctica, especialmente por países de la Unión Europea, revelan el potencial impresionante que la tecnología ofrece, empoderando a los ciudadanos para que puedan plantear gestiones e iniciativas a los gobernantes, recibir servicios y tener acceso lo más amplio posible a la información pública. El e-gobierno, hay que insistir, constituye una herramienta proactiva de transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana, así como un instrumento para la lucha contra la corrupción.
Sí, ya sé que no contamos con los mismos recursos que los europeos, así como que los límites temporales que impone nuestro sistema presidencial establecen restricciones angustiosas a lo que es posible planear y hacer. Pero en vez de buscar excusas para hacer poco o nada, hay que centrarnos en buscar propuestas concretas y realistas para poner en marcha las metas de la citada Carta Iberoamericana. Destaca, en este sentido, el reciente aporte hecho por el Club de Investigación Tecnológica (véase el artículo de don Roberto Sasso en La Nación del 22 de abril pasado).
En lo personal, creo que es necesario que la responsabilidad y coordinación general de los proyectos de e-gobierno recaigan en una instancia permanente y de alto nivel, no en una comisión intersectorial o secretaría técnica. Esa instancia debería estar dotada de competencias asignadas por ley, no por decreto ejecutivo, para llevar adelante su misión. Y puesto que un proyecto exitoso de gobierno digital necesariamente involucra el rediseño de procesos administrativos y la simplificación de trámites, me parece importante –siguiendo un modelo como el español– fundir los esfuerzos de coordinación institucional, reforma del Estado y planificación, que hoy recaen en distintas dependencias, en un solo Ministerio de Administración Pública, que tenga el “músculo” político, jurídico y económico para impulsar el programa exitosamente.
¿Por qué no responsabilizar de ello al actual Ministerio de Ciencia y Tecnología? Porque me parece que esa cartera está llamada más bien a impulsar los programas nacionales de investigación y competitividad en esos campos, no a impulsar la reorganización administrativa, por más que queramos apoyar esta última en el empleo de tecnología.
Fuera del ámbito de la Administración central y descentralizada, existen tareas urgentes que realizar también. Por ejemplo, considero de la máxima importancia que el Tribunal Supremo de Elecciones dé prioridad, por medio del Registro Civil, a un programa de implantación de una nueva cédula de identidad, incorporando el almacenamiento de certificados digitales que permitan a los ciudadanos identificarse de modo seguro en transacciones electrónicas y firmar digitalmente gestiones de toda clase. Esto marcharía de la mano de una sustitución de las inscripciones de nacimientos basada en el viejo modelo de tomos y asientos físicos (lo cual podría aconsejar incluso un replanteamiento de la manera en que se forman actualmente los números de cédula), pasando a un modelo basado completamente en expedientes electrónicos.
Finalmente, no se puede olvidar la necesidad de educar a la ciudadanía en la nueva cultura de la administración electrónica. Esto no solo precisaría de desplegar campañas publicitarias oportunas a medida que se vaya introduciendo nuevos servicios, sino también de revisar los programas de educación cívica en el ámbito colegial. Ese es el momento idóneo para preparar a los futuros ciudadanos en esta nueva manera de relacionarse con las instancias de gobierno y que aprendan que ello constituye un derecho suyo más y, correlativamente, un deber del Estado. La meta es que llegue un día en que vean como cosa de lo más normal y rutinaria interactuar electrónicamente con sus gobernantes, cuándo y cómo deseen hacerlo.