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1 de febrero de 2009

Más señas de cambios sociales en el país

Informa La Nación que, en nuestro país, "100.000 costarricenses viven solos". Según Jorge Barquero, del Centro Centroamericano de la Población de la Universidad de Costa Rica, "los cambios en los patrones de conformación de los hogares y las familias están acompañados de transformaciones socioculturales y económicas". Agregó que dichos cambios "no deben llamar a la alarma ni mucho menos enfocarse como una crisis de valores. Son producto de un ajuste en las nuevas condiciones en que conviven las nuevas generaciones, según nuevas pautas de consumo y estilo de vida".

La nota destaca que los ticos están más influidos por valores y estilos de vida globalizados. "Reclaman ahora modificaciones en la visión más conservadora y tradicional de lo que aún se considera como moral y religiosamente aceptable", puntualizó Barquero.

8 de enero de 2009

Apuntes para una Constituyente

Este artículo apareció en la "Página Quince" de La Nación del 8 de enero del 2009 (ver publicación)
Está claro que el tema de una posible reforma general de la Constitución Política de 1949 es cualquier cosa menos pacífico. Algunos piden cirugía mayor reconstructiva, mientras otros sugieren cambios más o menos cosméticos. Unos sostienen que no es momento de realizar una Asamblea Constituyente, mientras otros afirman que ya hace rato debimos hacerla. ¿Quién tiene la razón? Pues, depende de qué se quiera lograr. El quid radica en recordar que hay límites a lo que es posible realizar por medio de las reformas parciales. A partir del 2003, la Sala Constitucional ha sostenido que las normas relativas a los derechos fundamentales o a decisiones políticas trascendentales sólo pueden ser reformadas por una Asamblea Constituyente. En efecto, la Asamblea Legislativa puede ejercer la función de constituyente derivado, “siempre y cuando su actividad no afecte negativamente a los derechos fundamentales, ni al sistema político y económico, que sustancialmente se dieron los costarricenses mediante el poder constituyente”, de modo tal que “cualquier cambio en estos sentidos debe ser producto de un acuerdo que abarque un espectro político mucho mayor y mucho más independiente de los avatares político-electorales, de tal forma que su extensa aceptación social no solo sea perdurable en el tiempo, sino que sea efectivamente una manifestación de la voluntad popular” (sentencia Nº 2003-02771). De esta suerte, si por evitar las innegables complejidades de organizar una Constituyente se recurriera a las modificaciones parciales y alguna o algunas de éstas tuviesen incidencia sobre los aspectos indicados, nos encontraríamos en el escenario de una posible declaratoria de inconstitucionalidad semejante a la que en ese momento se decretó de la reforma del artículo 132. Serían tiempo y esfuerzo perdidos. Por ende, la necesidad de una Constituyente depende de qué tan profunda sea la transformación que se quiera o se necesite. Y esto último -en mi modesta opinión- es algo que al menos vale la pena sentarse a discutir, con seriedad, madurez e inteligencia. Ahora bien, sea cual fuere la decisión que se tome, menciono brevemente algunos aspectos que en lo personal me gustaría ver añadidos o cambiados en nuestro texto constitucional:
  • Primero -y posiblemente de mayor importancia que cualquier otra cosa- siento que la Constitución debería contener una parte dogmática inicial, cuyo propósito sea plasmar expresamente los principios fundantes de la nacionalidad e institucionalidad costarricenses (libertad, democracia, civilismo, etc.). Dicho capítulo serviría como orientador para la promulgación y posterior interpretación de cualquier norma reglamentista, tanto de la propia Constitución como, desde luego, de las normas de rango inferior.
  • Una reingeniería de la estructura y distribución de poder en el Estado, que favorezca la gobernabilidad sin sacrificar la responsabilidad ni las vías de participación y auditoría ciudadana. ¿Una modalidad de parlamentarismo? Quizás. Si, por el contrario, se optara por conservar el sistema presidencialista, entonces me gustaría ver la ampliación del período de gobierno a seis años, o, alternativamente, la reelección presidencial inmediata por un único período.
  • Instauración de la carrera parlamentaria. Me parece francamente absurdo que las y los diputados acumulen experiencia durante cuatro años y, acto seguido, deban retirarse. Esto provoca que los proyectos que hayan presentado -seguramente que algunos buenos y necesarios- queden huérfanos. Pero, de mayor importancia, me parece inconcebible que las y los ciudadanos no tengamos el poder de reelegir a los buenos diputados, así como de mandar para la casa a los malos. Esta reforma seguramente requeriría del consiguiente ajuste de la normativa electoral para elegir representantes por circunscripciones territoriales.
  • En cuanto al sistema de control de constitucionalidad y la tutela de los derechos fundamentales, creo que deberíamos dar pensamiento a la separación de la Sala Constitucional del seno del Poder Judicial, así como a la creación de una jurisdicción de tribunales de garantías para conocer de recursos de amparo y habeas corpus. Además, suprimir la consulta previa de constitucionalidad de leyes ordinarias, manteniendo la de reformas constitucionales y tratados.
  • Actualización del catálogo de derechos fundamentales. Curiosamente, nuestra Constitución actual no menciona de modo expreso algunos derechos de primera generación (como la salud). Y desde luego tampoco contempla derechos reconocidos más recientemente, como son los derivados de los avances científicos y tecnológicos; por ejemplo el derecho de autodeterminación informativa.
  • Reforma del artículo 75 y de las demás normas que establecen o suponen la confesionalidad religiosa del Estado. Si existe alguna modificación cuyo tiempo no solo ha llegado sino que, de hecho, nos está atrasando, es ésta. Mientras nuestro ordenamiento no contenga una afirmación indubitable de la laicidad del Estado, no tendremos una Constitución propia del siglo veintiuno.
  • Una reingeniería que reafirme y garantice la universalidad de nuestros sistemas de educación pública y de solidaridad social. Me refiero a todo el entramado institucional cuyo propósito es rescatar hasta al último ciudadano del oprobio de la pobreza, el analfabetismo, la insalubridad y el abandono en general. El tejido social de todo pueblo está construido a partir de lasos de solidaridad. Sin éstos, aquél se rasga: no hay paz con hambre; no hay paz sin solidaridad social. El refuerzo de esa red protectora es el mejor seguro que podemos darnos contra la desintegración.
Seguramente que no todas y todos coincidirán en cuanto a estas sugerencias. Eso está bien; si alguien tiene mejores ideas, quiero oírlas. Lo que no veo es por qué deba existir temor a discutir propuestas, ya sea como antesala de una Constituyente o bien -en cuanto sea posible- en el marco de un proceso de reformas parciales. No es el miedo lo que empuja a las naciones hacia adelante. ¿Cuál es la Costa Rica que queremos para este siglo? Y si no vamos a discutirlo ahora, ¿entonces cuándo?

23 de diciembre de 2008

Publicadas reformas a la Ley de Tránsito

En el Alcance Nº 55 a La Gaceta Nº 248 del día de hoy, aparece publicada la tan esperada y polémica ley Nº 8696 del 17 de diciembre del 2008, "Reforma parcial de la Ley de Tránsito por vías públicas terrestres, Nº 7331, y normas conexas" (si lo prefiere, puede descargar el Alcance completo en formato PDF).

La ley contiene 19 transitorios, fijando distintos plazos de entrada en vigencia de sus disposiciones.

12 de julio de 2008

Una dosis de realidad vial

Ayer a mediodía en la llamada "Calle de la Amargura" de San Pedro, a escasos metros de la Universidad de Costa Rica: el autobús de la derecha estacionado casi en media calle; el camión de la izquierda estacionado, contra vía, al lado del bus. Ambos en zona amarilla.

Resultado: imposible pasar.

4 de enero de 2006

Desastre vial

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Poco envidiable, sin duda, el trance que atraviesa el señor Ministro de Obras Públicas y Transportes.

Hay quienes afirman -y cuesta no darles la razón- que nunca antes se había visto la infraestructura vial del país en tan mal estado. Pero la verdad es que, si bien buena parte de la responsabilidad cae por supuesto sobre el MOPT, no debe olvidarse tampoco la cuota que corresponde a las municipalidades e incluso a nosotros mismos, los ciudadanos. De igual modo, el tema de los huecos es solo una arista de una compleja problemática que, vista integralmente, retrata un estado de la vialidad en nuestro país que es mucho peor que si nos concentramos solo en lo más evidente: los hoyos.

En efecto, el desastre que sufrimos incluye múltiples otros factores que dificultan el manejo, contribuyen a los accidentes, contaminan el ambiente, elevan el consumo de combustible, o todo a la vez. Entre ellos:

  • La pésima señalización vial. Falta de señales horizontales y verticales; calles que se asfaltan, pero quedan largo tiempo sin demarcar; límites de velocidad irreales en algunos tramos; señales que advierten de trabajos en la vía, pero que nunca se retiran, aunque las obras hayan concluido hace años; pocas señales para guiar hacia sitios turísticos y otros destinos; etc.
  • Reparaciones mal planificadas y peor realizadas. No tardan en arreglar una vía cuando la despedazan para cambiar una tubería; los bacheos dejan "huecos invertidos"; las capas de asfalto crean gradas y aumentan la profundidad de las tapas de alcantarillado; etc.
  • Sentidos de circulación sin lógica alguna. Calles que llevan una vía, pero que de pronto topan con otro trecho que lleva el sentido inverso: una receta para el desastre. A veces se encuentra uno tratando de llegar a una parte, ¡pero viéndose forzado a manejar en la dirección opuesta!
  • Semáforos que no están donde deberían. O que están donde no deberían, que tienen una luz quemada o que no sirven del todo -en cuyo caso hay que jugar de adivino para discernir cuándo se puede avanzar-.
  • Vías y puentes muy transitados, pero demasiado estrechos, lo que provoca embotellamientos y accidentes. Las presas, a su vez, elevan el consumo de combustible y la contaminación.
  • Inexistencia de aceras o ventas estacionarias que bloquean las que sí existen, y obligan a los peatones a lanzarse a la calle con el consiguiente peligro de atropello.
  • Vendedores y mendigos en cada esquina, bloqueando el flujo vehicular y exponiendo su propia integridad.
  • "Cuidacarros" que consideran suyas las zonas de parqueo públicas y que se dan el tupé de fijar tarifas y de intimidar a los dueños de los vehículos.
  • Vehículos que expelen nubes de humo venenoso y que lo dejan a uno pensando cómo harían para pasar la revisión técnica.
  • Autobuses y taxis que se detienen a bajar o subir pasajeros donde, cuando y como les da la gana; y ninguna autoridad que lo impida o sancione.
  • Carencia de puentes peatonales; existencia de personas que no los usan donde sí están.
  • Vehículos pesados que circulan impunemente por áreas residenciales o que convierten las vías en estacionamientos privados.
  • Gente que lanza basura a la calle sin el menor miramiento o cargo de conciencia.
  • Construcción a mansalva de reductores de velocidad, sin orden ni criterio técnico, así como instalación de "agujas" con las que se pretende bloquear el paso por vías públicas; y vigilantes que creen que tienen el derecho de impedir el paso o de interrogar a los conductores.

En fin, este es solo un retrato en pocas palabras de la realidad de nuestra infraestructura y cultura -o, más bien, incultura- vial. Me encantaría saber cuál de los partidos políticos que aspiran a gobernar el país tiene la mejor y más seria propuesta para enfrentar todo esto. De verdad que muchos consideraríamos dar el voto a quien se comprometa formalmente a enfrentar el problema ... y a rendir cuentas después de lo que hizo o dejó de hacer al respecto.

24 de junio de 2004

¿Por qué todo en dólares?

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Me cae muy mal que en este país cada vez más cosas tengan su precio unilateral y fijado antojadizamente en dólares.

En 1992, la Sala Constitucional declaró parcialmente inaplicable el artículo 6 de la Ley de la Moneda y el artículo 771 del Código Civil, al afirmar que la libertad contractual debe implicar también la de que las partes de una transacción puedan fijar sin restricción la unidad monetaria en que quieran expresarla. Sin embargo, esta regla -perfectamente válida en situaciones en que las partes actúan en forma realmente libre- ha dado pie a al menos tres escenarios en los que su aplicación se ha prestado para claros abusos.

Unidad monetaria. En primer lugar, aunque el pronunciamiento de la Sala nunca tuvo el propósito de relevar el colón como mecanismo primordial de pago en nuestro medio, en el comercio y otras actividades económicas, hay quienes sienten que está muy bien fijar el precio de bienes o servicios en moneda extranjera, con absoluta indiferencia de si existen o no motivos legítimos que lo sustenten. Siendo el colón la unidad monetaria, tal cosa solo parecería justificable en los casos en que no sea posible o razonable cobrar en esa denominación (por ejemplo, cuando se trate de bienes o servicios por los que a su vez exista un compromiso de pago a un proveedor extranjero). Desgraciadamente, hoy vemos convertida la excepción en regla, al fijarse precios en dólares para cosas en las que, como dicen popularmente, "nada que ver": alquiler de viviendas, cuotas de clubes sociales, venta de alimentos, honorarios profesionales, etc.

En segundo lugar, hay transacciones comerciales que no se caracterizan precisamente por una auténtica libertad contractual, al no encontrarse las partes en verdadera situación de paridad. Me refiero a los contratos de adhesión, en los que una de ellas está en posición de fijar las reglas, no dejando a la otra más opción que la de "tómelo o déjelo". En estos casos, la remisión a una moneda extranjera forma parte de cláusulas que no son negociables y, por ende, no se cumple la pretensión del fallo constitucional en el sentido de que esa fijación sea el resultado de un acuerdo verdaderamente libre y consciente de todos los interesados.

El tercer escenario se da con relación a los bancos estatales, que han dado en establecer el costo de sus servicios en dólares, incluso en aquellos casos en los que no se aprecie ninguna justificación racional para ello. Tratándose de entidades públicas, es evidente el flaco favor que hacen a sus clientes nacionales, particularmente a aquellos que no tienen más remedio que acudir a ellos porque, por ejemplo, allí se les deposita el salario o la pensión.

Devaluación y misterio. Todas estas situaciones se tornan aún más graves en el caso de bienes o servicios pagaderos en cuotas. En estos casos, cuando no exista un componente de pago al exterior, el efecto acumulativo de la devaluación -por qué el colón nunca se revalúa ni aunque la economía mejore es un misterio que tal vez algún día alguien me logre explicar- termina por producir a favor del acreedor un verdadero enriquecimiento sin causa, ya que está percibiendo una ganancia cambiaria injustificada. Y tanto peor si, encima, el deudor debe reconocer además una tasa de interés. Tras de cuernos, palos.

No creo que esto pueda continuar. No es justo que quienes recibimos ingresos en colones seamos caprichosamente forzados a satisfacer pagos en dólares (o euros, o yenes, o lo que sea), ni es justo que haya quienes engorden el bolsillo a punta de diferenciales cambiarios a los que no tienen derecho. Quizás sea hora de considerar la opción de comenzar a reclamar esos pagos indebidos, administrativa y judicialmente. Y, como dije también en un artículo anterior, creo que el Ministerio de Economía, Industria y Comercio y la Comisión Nacional del Consumidor deberían tomar una postura más clara y proactiva al respecto, en defensa de los intereses de la población y de los derechos de los consumidores.

8 de julio de 2003

La austeridad como pose

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Los recientes reportajes sobre la ruinosa condición que tienen muchas de las oficinas de la Asamblea Legislativa nos terminan de convencer de que muchos de nuestros actuales dirigentes políticos confunden la austeridad con un franciscano voto de pobreza. Eso no estaría nada mal si fueran frailes franciscanos, pero como, en vez de eso, son los representantes de cada uno de nosotros ante el resto de la ciudadanía y ante el resto del mundo, tal vez alguien debería recordarles que todos esperamos que esa representación sea ejercida no solo con sobriedad, sino también con decoro y dignidad. Y eso no se puede hacer con despachos que, por lo visto, son más candidatos para recibir una orden sanitaria de desalojo que otra cosa.

Un mal manejado concepto de austeridad también pareciera estar llevando a esas autoridades políticas a creer, erróneamente, que cualquier acción o decisión que de alguna manera dignifique o enaltezca el ejercicio de sus cargos es, automáticamente, una reprochable manera de beneficiarse personalmente. Pero es que eso solo pasa si se cree que uno mismo, el cargo que ejerce y la representación que ostenta son la misma cosa.

Terror reverencial. Existe una enraizada cultura nacional que nos hace ver con espanto cualquier cosa que pueda ser malinterpretada o vista por otros como un insano deseo de sobresalir porque eso nos expone al choteo, cosa que a los ticos nos infunde un terror reverencial. Agreguemos el surgimiento de toda una ralea de modernos fariseos, que están más que prestos y dispuestos a descargar su fundamentalismo moralizante sobre quien se atreva a generar su ira. Resultado: nadie se atreve a ser el primero o primera que levante la mano para pedir nada o para exigir un cambio en el statu quo.

Este triste panorama, unido al espectáculo circense que con cada vez mayor frecuencia nos dispensan nuestros líderes, lógicamente va minando el respeto a la autoridad legalmente constituida. Y es que, si operamos según la premisa de que "aquí todos somos igualiticos", ¿por qué iba alguien a mostrarle deferencia alguna a quien ostente una investidura pública? Y, si carecemos de respeto a los gobernantes, ¿por qué habríamos de respetar las leyes que ellos promulgan y que les corresponde hacer valer? ¿Será por eso por lo que cada vez más parece que en Costa Rica a nadie le importa nada y todos creen que pueden hacer lo que les dé la gana?

Espectáculo agotador. La idea no es caer en la fastuosidad ni el autoritarismo. (¿Por qué será que algunos siempre piensan que, si uno está en desacuerdo con una situación que raya en el extremo, es solo porque anhela el extremo contrario?). Lo que pasa es que de verdad cansa este show de austeridad mal entendida, esa competencia de "Yo soy más austero que tú". Tanta virtud nos encandila, a pesar de que sepamos que nunca o casi nunca es auténtica. Es austeridad como pose, austeridad como eslogan.

De lo que se trata en realidad -y esto no debería ser muy difícil- es de llegar a entender y respetar el equilibrio que deben tener "costo" y "beneficio". Si de una decisión concreta (como, por ejemplo, que los diputados tengan y usen vehículos oficiales en sus actividades de trabajo; o que se construya un nuevo edificio para la Asamblea Legislativa y, de paso, para la Casa Presidencial, que también es espantosa) resulta un claro y tangible beneficio para el país (un mejor, más eficiente y decoroso ejercicio del cargo; un restablecimiento de la solemnidad de la función pública), entonces creo que la inversión que se haga -dentro de los rangos esperables de razonabilidad- estará más que ampliamente justificada. Claro que no faltarán quejas, críticas y lamentos. Pero nunca se ha visto que una gran nación se levante a base de llanto y rechinar de dientes. Ahora lo que falta es ver quién tendrá el coraje de levantar la mano.

17 de mayo de 2003

Con la caridad cansada

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Dicen que la caridad es buena para el espíritu. Al despojarnos de algo para darlo a otro que lo necesita, reforzamos los lazos de solidaridad entre seres humanos y ganan tanto el que da como el que recibe. Hasta ahí, todo bien. Pero repasemos la caridad "a la tica", que presenta ciertas, digamos, peculiaridades.

Están, en primer lugar, las visitas a domicilio. Colectas para esto y rifas para lo otro. Que si deseo colaborar con la reconstrucción del albergue "equis" o aportar para la compra del mobiliario de la escuela "zeta". Que si leo la carta de la delegación policial porque la persona que me la muestra no puede hablar. Que figúrese, señor, que la semana pasada me operaron (todas las semanas es lo mismo) y no tengo dinero para los pases del bus.

Después están las colectas en el trabajo. Resulta que a fulana le regalaron trillizos y estamos recogiendo plata para regalarle una ropita. O que a zutano se le inundó la casa y estamos pidiendo plata para ayudarle a comprar muebles.

Boleta incluida. Ahora, cada vez que llega un recibo o un estado de cuenta en el correo, viene con una boleta de donación adjunta que me piden llenar, porque resulta que solo yo puedo devolver la sonrisa a los ancianitos del hogar "equis". Dice la boleta que saben que no les voy a fallar.

Recuerdo cuando se organizó la primera Teletón: fue un acontecimiento muy grande y había mucha emoción. Muchos aportamos unos poco y otros, mucho, para que fuera un éxito. Ahora resulta que todos los años hay Teletón. Ya es como un hábito.

Lo peor de todo -o al menos eso me parece- se da en las calles. En cada semáforo piden colaborar con esto, cooperar con lo otro y contribuir con lo de más allá. Algunos prácticamente le ponen a uno la alcancía en la cara, otros se enojan si no se les da nada y otros imparten alguna clase de bendición, no se sabe si con sinceridad o para que uno se sienta culpable de no colaborar.

Libertad coartada. El colmo es cuando le atraviesan a uno un mecate en la carretera para obligarlo a parar. Violando flagrantemente la libertad de tránsito, se trata de obligar a la gente a aportar a una causa que, por noble que sea, no puede justificar jamás este atropello. Es caridad a la fuerza.

Los "cuidacarros" -si nos detenemos a pensarlo- practican lo que no es más que una forma de mendicidad disfrazada. Rara vez están realmente pendientes del vehículo de uno; solo les interesa recoger la mayor cantidad de dinero posible. Y algunos incluso tienen el tupé de repartir boletas con tarifas fijas, a cambio de permitir que los ciudadanos puedan ejercer su derecho de estacionarse en la vía pública.

Encima, ahora aparecen "los maromeros", con sus pequeños shows de destreza.

Al primero lo vi en los semáforos de la Facultad de Derecho de la UCR y, al principio, me pareció simpático. Imaginé que era algún desamparado artista extranjero al que le urgía reunir fondos de una manera original para regresar a su país.

Pero luego comenzaron a multiplicarse y a aparecer en otros lugares. Ya hay imitadores nacionales, no necesariamente con el mismo grado de habilidad. En todos estos casos, hay que dar plata "para colaborar con el arte".

No me malinterpreten. Algunas causas definitivamente valen la pena y no hay que dejar de apoyarlas. Pero también hay algunos a los que se les va la mano; que recurren a la caridad como vía fácil para no complicarse buscando fondos con mayor esfuerzo. Y también hay gente que, como me decía doña Virginia Valverde (que en paz descanse), las quieren todas maduras y en el suelo. En estos casos, quisiera uno mostrarles un rótulo, que para emplear todas las variantes usuales, tendría que decir algo así como esto: “Lo siento, pero no compro, no regalo, no colaboro, no coopero, no aporto, no dono y no contribuyo”.

Como decíamos al principio, no hay duda de que un poquito de caridad le hace bien al espíritu. Pero la verdad también es que a ratos siente uno como que anda con la caridad cansada.

28 de julio de 2002

El justo medio

Artículo publicado en la sección "Página Quince" del diario La Nación (ver publicación original).

Alguna vez leí que una de las máximas de Confucio nos previene de que la verdad no suele encontrarse en los extremos, sino en el justo medio.

Cuando de monopolios del Estado se trata, muchos se empeñan en buscar la verdad en los extremos: es cosa de bueno o malo, blanco o negro, todo o nada. Y, claro, cuando uno se sitúa en un extremo, tenderá a ver a todos los demás en el extremo contrario. Nosotros, buenos; ellos, malos.

Pero no creo que se pueda juzgar a todos los monopolios del Estado por igual, porque no son iguales. Cada uno fue creado en un momento dado con un propósito definido, que entonces se consideró oportuno y necesario. Por ende, para discutir con seriedad sobre si alguno de ellos debe subsistir o desaparecer, pareciera necesario plantearnos, primero, ¿para qué fue creado? Segundo, ¿esa razón sigue siendo valedera en la actualidad? Caso negativo, ¿existe una mejor opción?

A cada uno lo suyo. Vivimos en una sociedad que heredó de los próceres de la Revolución Francesa la premisa de que cada persona debe ser libre para buscar el camino de su propia felicidad. Esto exige que el individuo esté exento de injustificadas intromisiones en su ámbito personal; especialmente de la intromisión del Estado. Las restricciones que este imponga a nuestra libertad solo deben ser, como regla, las necesarias para asegurar una ordenada y provechosa convivencia social. El Estado y el derecho están llamados a amortiguar los choques que inevitablemente produce el hecho de que debamos vivir juntos en sociedad. Porque cada persona tiene sus propias metas, anhelos y proyectos. Estos, desde luego, no siempre coinciden con los de los demás. De hecho, usualmente no lo hacen. Por tanto, cuando el espacio de libertad de uno entra en conflicto con el de otros, el ordenamiento jurídico –cuya vigencia el Estado debe garantizar– establece las reglas por medio de las cuales se procura evitar que la pugna degenere en violencia y anarquía; y que el fuerte imponga su ley al débil. Por eso enseñaba Ulpiano que la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada quien lo que le pertenece.

Y ¿qué tiene que ver esto con el tema inicial? Cada vez que el Estado monopoliza una actividad, es obvio que nos la niega a los demás. ¿Es eso malo? Depende. Si esa restricción es la mejor manera de asegurar una provechosa convivencia social; y si por esa vía avanzamos hacia el ideal de dar a cada quien lo que le pertenece, o sea, hacia la justicia social, bienvenido el monopolio. Pero si, por el contrario, su existencia representa un obstáculo para el progreso social, porque las razones por las que fue creado eran buenas entonces pero ya no lo son, entonces tendremos que plantearnos seriamente si existe una mejor alternativa.

Cada cosa en su tiempo. Creo que los avances sociales que hoy tenemos difícilmente habrían sido posibles sin la existencia de un ICE o de una banca estatal. ¿Cuál empresa privada se habría planteado el reto de llevar la electricidad y la telefonía a cada rincón de la geografía nacional? ¿Cuál financiera privada asumiría la función de banca de desarrollo? En lo personal, siento que una entidad como el ICE no ha agotado su mandato, aunque hay espacios muy concretos (¿la telefonía celular?, ¿el acceso a Internet?) en los que cabría plantearnos la posibilidad de habilitar la iniciativa privada. Después de todo, la banca estatal no desapareció al romperse el monopolio de las cuentas corrientes. Pero, del mismo modo, es mi estrictamente personal opinión que otros monopolios estatales, como el INS o FANAL, han excedido su justificación histórica y solo con dificultad podemos defender su continuada existencia.

En suma, conviene dejar de plantearnos el tema de los monopolios del Estado como una cuestión de todo o nada. Cada cual tiene su momento. En este tema, difícilmente hallaremos las verdades necesarias en los extremos.