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Intentando dejar huella | San José, Costa Rica
17 de febrero de 2021
2021: Es tiempo de pensar en Bitcoin
29 de diciembre de 2020
Decidir es apostar
Este artículo fue publicado en la edición del 27 de este mes del boletín La Revista (ver publicación)
Los seres humanos pasamos una desmedida cantidad de tiempo tomando decisiones. Algunos estudios sostienen que, cada día, adoptamos un promedio de treinta y cinco mil decisiones de toda índole, en materias que van desde lo trivial (¿qué ropa voy a ponerme hoy?), hasta otras que pueden tener relevancia nacional o mundial (¿deberíamos suscribir ese tratado internacional o no?).
La llamada “fatiga de decisión” es real. Nuestras energías solo alcanzan para tomar un determinado número de acuerdos cada día antes de agotarse. Por eso, para no cometer graves errores, se recomienda nunca definir cosas importantes cuando estamos tensos o cansados.
En teoría, cada vez que debemos hacerlo, sopesamos los pros y contras de las distintas opciones y finalmente llegamos a alguna clase de decisión racional que, en principio, debería ser la óptima para cada circunstancia. Pero no siempre es así, nos advierte la consultora empresarial Annie Duke en su libro de 2018, “Pensando en apuestas: Tomando decisiones inteligentes cuando no disponemos de todos los hechos” (el título de esta obra adquiere mayor sentido cuando leemos que Duke es, además, campeona e instructora profesional de póquer).
La idea es que, en la sociedad moderna, pretender tomar decisiones completamente informadas es una aspiración irreal, porque, salvo en limitadas circunstancias, es simplemente imposible contar con la información y el tiempo necesarios para barajar todos los elementos de juicio involucrados en cada caso y llegar siempre a la mejor elección posible.
De esta suerte –explica Duke– lo que más frecuentemente hacemos a la hora de decidir es algo más bien parecido a hacer una apuesta en un juego de póquer: partiendo de los datos que tenemos a mano y dentro de las limitaciones de tiempo existentes al momento para optar por uno u otro curso de acción, hacemos un rápido juicio de probabilidad, tomamos la decisión y luego cruzamos los dedos esperando haber acertado.
Pero ocurre que, una vez hecha la escogencia, puede ser que el desenlace se vea afectado por factores externos que están completamente fuera de nuestro control y que, en algunos casos, resultan incluso absolutamente impredecibles. De este modo, lo cierto es que, a veces, ni siquiera las mejores decisiones tienen garantía de salir bien y, otras veces, sorprendentemente, incluso pésimas decisiones pueden terminar en un resultado provechoso. Por ello, explica la autora, citando varios ejemplos históricos, en muchas ocasiones en realidad es erróneo –e injusto– confundir la validez de una decisión con el resultado obtenido.
Los seres humanos tendemos a hacer juicios sesgados sobre las consecuencias de nuestras decisiones: cuando salen bien, lo atribuimos a nuestra habilidad e inteligencia; pero cuando salen mal, lo achacamos a factores ajenos o incluso a la mala suerte. Esta adicción a los resultados –como la llama Duke– conduce a una forma de pensamiento irracional.
Por esto, la autora recomienda que dejemos de pensar en términos absolutos de correcto e incorrecto, pues muy pocas cosas tienen ya sea 0% o 100% probabilidades de ocurrir. Y muy pocas personas están 0% o 100% en lo cierto acerca de lo que saben o creen. Más bien, Duke estima que debemos pensar en términos de apuestas.
En efecto, subraya, todas las decisiones que tomamos son, en definitiva, apuestas a futuro. Un resultado indeseado no necesariamente implica que hayamos elegido mal, tan solo implica que la apuesta salió mal en esta particular ocasión. Así, por ejemplo, si un motociclista sufre una lesión en su cabeza como resultado de un accidente, ello no significa que utilizar el casco de seguridad haya sido una mala decisión. Fue una decisión acertada, con un resultado no deseado.
Desde esta perspectiva, todo viene siendo una apuesta: en qué voy a trabajar, adónde voy a vivir, qué voy a comer hoy, con quién voy a establecer una relación personal. Y al igual que ocurre cuando jugamos la lotería o lanzamos los dados, puede ser o no que logremos el objetivo deseado en cada uno de esos casos.
De este modo, concluye Duke, no debemos juzgarnos con dureza cuando, a pesar de haber hecho todo lo posible, algo no sale como se esperaba. Lo mismo aplica para con los demás. El pronóstico meteorológico no siempre puede ser acertado: las variables son muchas; los modelos son solo incompletas aproximaciones; los sistemas atmosféricos son en extremo complejos.
En lo personal, no creo en el destino ni que, como suelen decir, las cosas siempre pasan por un motivo. Pienso que, a cada instante, a cada paso, nuestro camino se abre en un abanico de rutas posibles. Cuál tomemos y adónde nos conduzca, estará gobernado, en parte, por las cosas que podemos controlar; en otra parte, por las cosas que no controlamos nosotros sino otras personas y, finalmente, por las cosas sobre las cuales nadie tiene control. Por eso, como pensaban los antiguos estoicos, ningún sentido tiene rasgarnos las vestiduras respecto de todo aquello que esté fuera de nuestras manos.
Así pues, ya sea que estemos juzgando sobre lo que haga nuestro cónyuge, nuestro vecino, el Presidente de la República o nosotros mismos, aprendamos a ser un poco más compasivos. Se hizo una apuesta y las apuestas a veces se ganan y a veces no.
Desde ya deseo a quienes hayan tenido la paciencia y bondad de leer estas líneas, lo mejor para el 2021 y siempre.
30 de septiembre de 2020
Constitución y contribución solidaria de los jubilados
Este artículo fue publicado en el boletín electrónico La Revista de hoy (ver publicación)
A la fecha, contra dicha normativa penden múltiples acciones de inconstitucionalidad. Si bien desconozco las razones en que se fundamentan esas gestiones, deseo esbozar sintéticamente una justificación jurídica de por qué considero que la aplicación que se ha dado al mencionado rediseño infringe la Carta Fundamental, aunque no lo haga su contenido propiamente dicho.
Advierto que no entro a analizar si los regímenes mencionados han conducido o no al otorgamiento de pensiones excesivas, ni qué se podría o debería hacer en caso afirmativo. Me inclino únicamente por procurar el respeto de los derechos y garantías otorgadas por el Texto Fundamental.
Pues bien, recordemos de inicio que el derecho a la jubilación está protegido no solo en la Constitución Política, sino también en instrumentos internacionales suscritos por el país. La forma en que fue concebido dicho derecho en nuestro medio se basa en la llamada contribución tripartita que aportan el Estado, los patronos y los trabajadores. En virtud de este arreglo, el trabajador que alcanza la edad, los años de servicio y el número mínimo de cotizaciones previstas en la ley, puede acogerse a este derecho, retirarse de la actividad laboral y gozar de un estipendio periódico o pensión cuyo monto y características fija la normativa. Dicho de otro modo, la jubilación no opera automáticamente y de pleno derecho, sino que, una vez satisfechas las señaladas condiciones, su otorgamiento se mantendrá latente -si se quiere- hasta que el interesado exprese su deseo de disfrutarla y sea aprobada por la instancia competente.
A partir de este momento, surge a la vida jurídica un verdadero derecho adquirido, concepto que la Sala Constitucional ha interpretado como “aquella circunstancia consumada en la que una cosa –material o inmaterial, trátese de un bien previamente ajeno o de un derecho antes inexistente– ha ingresado en (o incidido sobre) la esfera patrimonial de la persona, de manera que ésta experimenta una ventaja o beneficio constatable” (sentencia Nº 2765-97, reiterada en numerosas ocasiones posteriores). El beneficio otorgado estará así protegido por la garantía enunciada en el artículo 34 de la Constitución, particularmente en cuanto dicho precepto prohíbe que subsecuentes reformas legales puedan cercenarlo o tornarlo nugatorio.
Pero de la mano del concepto de derecho adquirido va también el de situación jurídica consolidada, que aquellos mismos pronunciamientos han señalado que nace cuando “[por virtud de mandato legal o de una sentencia que así lo haya declarado] haya surgido ya a la vida jurídica una regla, clara y definida, que conecta a un presupuesto fáctico (hecho condicionante) con una consecuencia dada (efecto condicionado). Desde esta óptica, la situación de la persona viene dada por una proposición lógica del tipo «si…, entonces…»; vale decir: si se ha dado el hecho condicionante, entonces la ‘situación jurídica consolidada’ implica que, necesariamente, deberá darse también el efecto condicionado.” (los paréntesis cuadrados son míos).
En ambas hipótesis, ha precisado la Sala, “el ordenamiento protege –tornándola intangible– la situación de quien obtuvo el derecho o disfruta de la situación, por razones de equidad y de certeza jurídica. En este caso, la garantía constitucional de la irretroactividad de la ley se traduce en la certidumbre de que un cambio en el ordenamiento no puede tener la consecuencia de sustraer el bien o el derecho ya adquirido del patrimonio de la persona, o de provocar que si se había dado el presupuesto fáctico con anterioridad a la reforma legal, ya no surja la consecuencia (provechosa, se entiende) que el interesado esperaba de la situación jurídica consolidada.”
Ahora bien, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional también advierte que la protección que brinda el numeral 34 citado no confiere un “derecho a la inmutabilidad del ordenamiento jurídico”. En otras palabras, la tutela de los derechos adquiridos y las situaciones jurídicas consolidadas no enerva en modo alguno la potestad soberana del legislador de promulgar, con efectos ex nunc, una reforma de -en el caso que interesa- la legislación en materia de jubilaciones. Lo único que comporta es el aseguramiento de los derechos y situaciones jurídicas previamente creados, tal cual existían real y jurídicamente a la fecha de la reforma, sin poder afectarlos negativamente, sino solo de forma favorable.
A la luz de lo anterior, ¿hasta dónde se extiende, entonces, la tutela otorgada al servidor jubilado? Es decir, ¿de qué, exactamente, no podrá el beneficiario ser privado por futuras modificaciones legales? ¿Estará resguardada su condición estrictamente en lo relativo al otorgamiento de la jubilación en sí o cubrirá esa protección también a su correspondiente fijación pecuniaria?
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Para responder a estas interrogantes, debemos tener en cuenta que, al momento de decidir si jubilarse o no, evidentemente será crucial para el trabajador conocer por lo menos una estimación del monto que en principio le sería fijado y que recibiría periódicamente como pensión. Es obvio que la posibilidad de percibir un monto razonablemente suficiente para enfrentar con dignidad la vejez y el sustento de su familia pesará de modo determinante en la conclusión de si ejercer su derecho en ese momento o, quizás, de postergarlo para cuando las condiciones resulten mejores.
Este cálculo desde luego que estará basado en las reglas en vigencia en ese momento en particular. Así, si las perspectivas se presentan satisfactorias, la persona que acuerde retirarse lo hará sobre la base de una especie de “convenio tácito” a que llegará con el ordenamiento jurídico: “He cumplido mi parte del trato” (entiéndase, laborar los años necesarios y aportar las cotizaciones requeridas); “que ahora se cumpla puntualmente con lo prometido a cambio.”
¿Será justo que un futuro e imprevisto cambio en las “reglas del juego” pueda traicionar esa expectativa, en su perjuicio? En tal caso, pensemos, ¿habría tomado el trabajador la decisión de jubilarse o, por el contrario, habría postergado o incluso quizás hasta renunciado del todo a ese disfrute, de haber sabido de antemano de dicha eventualidad?
En derecho constitucional y administrativo existe el llamado principio de confianza legítima. Este instituto parte de la garantía, igualmente constitucional, de seguridad o certeza jurídica, entendida -en este contexto- como el derecho que tenemos los ciudadanos de saber a qué atenernos en nuestras relaciones con los órganos de poder público. Se trata de una manifestación del principio general de buena fe, el cual tiene aplicación en todos los campos del derecho. Así, se estima que existe confianza legítima cuando un administrado toma decisiones y actúa amparado a determinadas señales que exhibe el ordenamiento y de las que deriva una situación jurídica individualizada, en cuya estabilidad confía el administrado que ha cumplido con sus deberes y obligaciones correspondientes, pues cree firmemente -a partir de los signos que ha recibido de la Administración- que su actuación se encuentra ajustada al bloque de legalidad.
Desde esta óptica, estimo que una perniciosa modificación de las condiciones bajo las cuales un servidor tomó la decisión de acogerse al derecho a la jubilación, equivale a un quebranto manifiesto del principio de confianza legítima, lesiona retroactivamente la situación jurídica previamente consolidada y resulta, por ende, inconstitucional.
En efecto, desde el momento en que confluyen todos los requerimientos legales y se otorga al trabajador el beneficio solicitado, se habrá configurado, en primera instancia, un derecho adquirido: el de gozar de la condición de jubilado, la cual estará revestida de la certidumbre de que un cambio futuro en el ordenamiento no podría sustraérsela. Pero también y al mismo tiempo surge una situación jurídica consolidada, que garantiza la percepción de una remuneración cuya estimación sustentó la decisión de retiro y que fue fijada bajo ciertas reglas, que -en lo que interesa- disponían la totalidad de las cargas y deducciones aplicables a la renta bruta. En el marco de la confianza legítima y de la tutela de esas situaciones consolidadas, habiéndose producido los presupuestos fácticos para obtener la pensión -edad, cotizaciones, tiempo laborado, solicitud y otorgamiento- considero que no podría una reforma legal posterior producir la consecuencia de alterar, en daño del servidor, las reglas que determinaron su fijación cuantitativa, por vía de la imposición de una carga adicional, inexistente en aquel momento.
¿Y en qué queda, bajo esta interpretación, la negativa del derecho a la inmutabilidad del ordenamiento? Pues en que el legislador no estará vedado en modo alguno de modificar las normas que gobiernan el otorgamiento de la jubilación y el cálculo del monto de la pensión consiguiente, incluyendo la fijación de un tope, pero esa reforma solo podrá afectar a aquellos trabajadores que no hubieren ejercido este derecho al momento de entrar en vigencia o bien de la expiración del plazo de vacancia que se hubiere fijado. En tal caso, éstos podrán tomar igualmente una decisión bajo reglas de juego conocidas de antemano y que consolidarán una determinada situación jurídica que, a su vez, deberá ser respetada en lo sucesivo, como es lo justo.
En conclusión: cuando un trabajador solicita y válidamente obtiene la jubilación, pasa a gozar de la condición de tal, la cual quedará protegida por la garantía del artículo 34 constitucional (derecho adquirido). Pero, además, a partir del momento en que materialice ese derecho y se retire de la vida laboral, también quedará fija (vale decir, se consolidará) una situación subjetiva particular, conforme a la cual las reglas que gobiernan la fijación del estipendio no podrán verse afectas a más cargas o gravámenes que los existentes a esa fecha. Esto es así porque lo contrario quebrantaría la confianza legítima -que deriva del principio general de buena fe- al amparo de la cual el servidor decidió acogerse a la jubilación. Por ende, cualquier reforma legal posterior que venga a imponer topes o deducciones adicionales a la pensión, solo podrá regir para quienes no hubieren ejercitado su derecho a la fecha de su entrada en vigencia, creando nuevas reglas de juego, cuyo conocimiento anticipado permitirá a esos trabajadores, en su momento, tomar también la decisión que mejor se avenga a sus intereses.
Así pues, desde esta perspectiva, el llamado rediseño de los topes de pensión máxima y de la pensión exenta de la contribución especial solidaria, introducido mediante ley N° 9796 del 5 de diciembre del 2019, no es inconstitucional, en la medida en que sea aplicado solamente a aquellas jubilaciones que fueren otorgadas con posterioridad a su vigencia.
Espero que la Sala así lo declare, en uso de su potestad de interpretación conforme a la Constitución, que deriva de lo estipulado en el artículo 3 y concordantes de su ley constitutiva.
20 de septiembre de 2020
El impuesto a las transacciones financieras no le sirve al Gobierno: dos razones de por qué no
Este comentario apareció en La Revista de hoy (ver publicación)
Creo que no hace falta ser economista ni tener la proverbial bolita de cristal para anticipar qué sucedería si se llegara a aprobar el impuesto sobre las compras electrónicas, transferencias de dinero y retiros de cajeros automáticos anunciado por el Gobierno costarricense como parte de su paquete de propuestas de negociación al Fondo Monetario Internacional.
El Gobierno espera que este tributo, que regiría por cuatro años, sea el que más recursos genere de entre las diversas medidas contenidas en el planteamiento. No obstante, pienso que desde ahora podemos vislumbrar al menos dos escenarios que no solo podrían debilitar e incluso dar al traste con esa expectativa, sino que -de hecho- podrían salirle al fisco como el igualmente proverbial tiro por la culata.
Escenario número 1: los “ciudadanos de a pie”. Enfrentados ya a un panorama de fuerte desaceleración de la actividad económica y de reducción de ingresos, el impuesto que se pretende crear impulsaría que los ciudadanos privilegien las transacciones en efectivo. Y los pagos en efectivo significan, fundamentalmente, una cosa: nada de factura. Bastará un “Si lo hacemos en efectivo, no le cobro el IVA y usted se ahorra además el impuesto a las transferencias” para que inevitablemente se produzca esa consecuencia, con el consecuente desmedro de los ingresos hacendarios. Además, esta situación -como el propio Gobierno lo ha reconocido- representará un regreso al siglo pasado en materia de bancarización de las personas. Si una cuenta bancaria ya de por sí no genera prácticamente nada en intereses (ni siquiera lo suficiente como para evitar el deterioro del poder adquisitivo del dinero por causa de la inflación), lleva aparejado el pago de comisiones periódicas por el uso de la respectiva tarjeta de débito y, ahora encima, va a haber un gravamen adicional por realizar pagos, ¿qué interés tendría alguien de querer abrir y luego mantener dicha cuenta?
Los pagos en efectivo podrían traer también otra consecuencia nefasta: el crecimiento de la economía informal. Ésta, a su vez, implica nada de deducciones salariales ni cargas sociales. O sea, “Le pago en efectivo y así no le rebajo la renta ni la CCSS”. ¿Cuál trabajador con cónyuge y cuatro hijos que mantener, alquiler que pagar y cuentas pendientes de electricidad y agua podrá resistirse?
Y ya que estamos echando mano a frases populares, diremos que la medida propuesta conduciría a que algunos prefieran guardar su plata, literalmente, debajo del colchón. ¿Pero no era que se quería desincentivar el uso del efectivo para reducir la diseminación de la covid-19? Y, por supuesto, los delincuentes no tardarían mucho en percatarse de lo que está sucediendo y orquestando toda clase de asaltos y estafas para hacerse con todo ese efectivo circulando en la calle.
Escenario número 2: los sectores más aventajados. Si me permiten acudir a un último coloquialismo, diré que cuando el Gobierno cierra una puerta, la tecnología abre una ventana. La implosión e incertidumbre económicas provocadas por la actual pandemia, junto con las masivas emisiones monetarias efectuadas por los bancos centrales del mundo y el espectro de inflación que ello representa, están llevando a los sectores económicamente poderosos del planeta -empresas e inversionistas- a buscar refugio. Ello tradicionalmente ha significado una cosa: los metales preciosos. Sin embargo, hoy existe otra alternativa que no solo está al alcance de quienes tienen más recursos, sino también de cualquier persona que tenga el conocimiento y las herramientas adecuados: las criptomonedas. En efecto, los últimos dos años -y, sobre todo, este 2020- han visto un inusitado crecimiento en la oferta y demanda del novedoso dinero digital. A partir de la introducción de Bitcoin hace diez años, hoy existen literalmente miles de clases de criptomonedas en circulación, con una capitalización total superior a los 355 mil millones de dólares.
Las criptomonedas constituyen una aplicación particular de la tecnología criptográfica conocida como blockchain (cadena de bloques). Sus características más sobresalientes para lo que aquí nos interesa son la descentralización (que implica que las criptomonedas no dependen de ninguna autoridad central, ya sea gobierno o banco) y la anonimidad (en el sentido de que los datos relativos a las transacciones en la cadena de bloques no están asociados a ninguna identidad física en particular). De este modo, se hace posible realizar operaciones financieras sin la intermediación de un banco tradicional, evitando no solo el pago de comisiones sino además la intervención de las entidades que precisamente estarían a cargo de recaudar el impuesto que hemos venido comentando en nuestro país.
De hecho, una de las tendencias más en boga y potencialmente más revolucionarias (odio el término “disruptivas”) en esta materia, la constituyen las llamadas “DeFi”, término derivado del inglés “decentralized finances”. Estas aplicaciones podrían representar ni más ni menos que la muerte de los bancos comerciales tradicionales. Soportadas principalmente por la plataforma Ethereum (una de las clases principales de criptomonedas), las DeFi permiten implementar los denominados “contratos inteligentes”, por medio de los cuales es posible ofrecer servicios financieros tales como préstamos de dinero, pagos electrónicos y seguros, sin la participación de un banco o entidad aseguradora, en su caso.
Si bien las DeFi se encuentran aun en fase experimental, me parece que es solamente cuestión de tiempo antes de que comencemos a ver su aplicación en el mundo real. Por su parte, los pagos directos mediante monedas como Bitcoin ya están ampliamente disponibles. Bajo este panorama, los esfuerzos de los gobiernos del mundo por establecer y recaudar impuestos como el que nos concierne podrían verse seriamente amenazados. Al final, serán los más aventajados los que encuentren portillos como los mencionados para eludirlos, mientras que quienes terminarán pagándolos serán, por variar, las personas de menos recursos, especialmente los asalariados.
8 de septiembre de 2020
Mi primera (y posiblemente última) experiencia con BoxCorreos de Correos de Costa Rica
Desde que Correos de Costa Rica implementó su servicio de paquetería BoxCorreos, tenía mucho interés en probarlo, especialmente por la disponibilidad de uno de sus "Apartados postales inteligentes" (API) muy cerca de mi casa.
Para no aburrirlos, voy a resumir los hechos de mi primera -y seguramente única- experiencia, de la manera siguiente:
- Realicé una compra en línea, proporcionando como dirección de entrega la bodega de BoxCorreos en Miami. El paquete fue despachado por el vendedor el 18 de julio pasado.
- Ese mismo día visité el sitio web de BoxCorreos e ingresé una pre-alerta, adjuntando la factura de compra correspondiente. Poco después, recibí un mensaje de "Comprobante de Recepción de Factura Comercial", señalando que la alerta había sido creada con éxito.
- El 29 del mismo mes, recibí un correo electrónico informándome que mi paquete había ingresado a la bodega en Miami. Al día siguiente me llegó otro que decía "Hemos recibido en Miami su paquete (...) para ser procesado y enviado." Hasta aquí, todo bien.
- Para mi sorpresa, recibo de inmediato otro correo, que en lo que interesa decía: "Su paquete ingresó sin factura comercial correspondiente. El paquete será despachado hacia Costa Rica hasta que la factura comercial sea recibida, debido a las restricciones de vuelo así como de aduanas en nuestro país. Evítese atrasos en su entrega y costos adicionales en el proceso aduanal por falta de factura comercial."
- Extrañado, respondí a la dirección de correo electrónico indicada en el mensaje, señalando que debía haber un error, porque -como expliqué arriba- ya había enviado la factura. En todo caso, la adjunté a mi respuesta.
- Por varios días, intenté ingresar al sitio de BoxCorreos (que aparentemente estaba fuera de servicio, ya que se quedaba colgado al tratar de realizar cualquier acción), así como llamar a los números telefónicos de atención al cliente. Nadie atendió las llamadas.
- Puesto que tampoco recibí respuesta alguna al correo mencionado, el 20 de agosto reiteré mi consulta. De nuevo, ninguna contestación.
- Por fin, al día siguiente logré entrar al sitio web y reenviar la factura por ese medio. Me llegó un correo expresando que mi paquete sería despachado hacia Costa Rica.
- El 26 de agosto, ingresó un nuevo correo, que escuetamente decía que mi paquete había llegado al Centro de Distribución de Zapote.
- Y el broche de oro final: ayer, 7 de setiembre, recibo un mensaje de texto que decía: "Correos informa: su envío (...) está en API: (...), retirar antes de 09-09-2020."
O sea, tuvieron mi paquete durante cerca de un mes y medio y, luego tienen el tupé de advertirme que solo tengo dos días para retirarlo.
Dame paciencia, pero dámela ya.
23 de agosto de 2020
El estado de La Nación
Me llamó poderosamente la atención un artículo publicado en La Nación de hoy, titulado "La Nación y Subsidiarias paga (sic) puntualmente a CCSS rendimientos por compra de bonos". A diferencia de otras notas de días recientes, ésta no parece estar relacionada o bien aparecer en respuesta a alguna publicación de otro medio nacional. Da la sensación, más bien, de que su objetivo es puramente el de tranquilizar a los inversionistas actuales o potenciales del Grupo Nación con respecto a la solvencia financiera de dicho conglomerado.
Si bien no tengo ningún motivo ni evidencia para suponer que los datos allí revelados no sean veraces, lo cierto es que tampoco parecieran ofrecer un retrato completo de la situación actual de la empresa. Por ejemplo, si bien se admite allí que la CCSS "expresó preocupación por los bonos comprados a La Nación, S. A. y Subsidiarias, porque su calificación pasó de AAA a A y porque teme por los efectos económicos de la pandemia de covid-19", no se comenta nada acerca del hecho de que, el 6 de agosto pasado, la Sociedad Calificadora de Riesgo Centroamericana, S.A, rebajó la calificación de La Nación, S.A. y sus subsidirias en general, en tanto emisores de valores, del nivel "scr A+ (CR) con perspectiva estable", a "scr A+ (CR) con perspectiva negativa", explicando -entre otros aspectos- que "La Nación se encuentra afectada adversamente por el cambio estructural en la industria de medios de comunicación. La tendencia decreciente en la generación de ingresos por parte de sus principales líneas de negocio evidencia la materialización de los riesgos que atañe el cambio del mercado publicitario tradicional hacia medios digitales" (véase aquí).
Más adelante, en el reportaje de comentario, se expresa que "En cuanto a las colocaciones en las que la CCSS hizo inversiones, La Nación S. A. y Subsidiarias incluso ha recomprado ¢1.985 millones mediante el mecanismo de subasta inversa, permitido en el mercado de valores". No obstante, tampoco se advierte sobre que, en la reciente recompra por colocación directa inversa efectuada el pasado 14 de agosto de la emisión B-14, no se recibió ofertas, por lo cual no hubo ninguna colocación (véase aquí).
De hecho, de ninguno de los dos hechos relevantes anteriores se ha informado hasta la fecha por el periódico, hasta adonde sé.
Alguien podría pensar que este comentario está motivado en la reciente desaveniencia que condujo a mi salida del grupo de articulistas regulares de La Nación. Pero no es así. Sinceramente, no tengo ningún reproche o mala voluntad hacia La Nación como tal, aunque no comulgue con su línea ideológica o sus tácticas informativas. Lejos de ello, sigo siendo suscriptor y lector fiel de la edición impresa, como lo he hecho desde mi infancia, cuando acostumbraba ojear el periódico comenzando de atrás para adelante, para así ver primero las tiras cómicas.
De mayor importancia, no le deseo mal a ningún medio de prensa nacional. Creo que constituyen canales indispensables del debate sobre el acontecer nacional e internacional. La desaparición de cualquier periódico independiente, como recientemente ocurrió con La Prensa Libre, decano de la prensa nacional, constituye una verdadera tragedia para nuestra vida democrática, particularmente con relación a la sana fiscalización ciudadana del quehacer de los gobernantes.
Lo que pasa es que, si se trata de ofrecer una imagen completa y veraz sobre el estado financiero de cualquier empresa, incluyendo desde luego a Grupo Nación, creo que se debe hacer revelando todo lo que sea de importancia para ello. No menos que eso merecen los inversionistas del hoy y del mañana de esa empresa, así como sus lectores.
21 de agosto de 2020
¿Quién dice que los pensionados no somos solidarios?
Este artículo apareció hoy en la sección de Opinión de CRHoy.com (ver publicación).
En noviembre de 2016, publiqué en otro medio periodístico un comentario titulado “Pensionarse no es un crimen”. Señalé entonces que, en la actualidad, “el pensionado (…) es visto como un delincuente, un vividor, un parásito social que solo piensa en enriquecerse a costa del erario mientras dedica su tiempo a la pura y simple vagabundería. Eso es absolutamente equivocado y, además, profundamente injusto.” Desde entonces, han sido promulgadas leyes que imponen una llamada “contribución solidaria” a las pensiones, que ha generado una muy fuerte reducción de ingresos y que parecieran inspirarse -nuevamente- en la idea de que los jubilados estamos desposeídos por completo de conciencia social.
Sostuve además que “la pensión no puede constituirse en un mecanismo de abuso o de enriquecimiento injusto de nadie”.
Desde esta óptica, es indudable que ha habido quienes han obtenido jubilaciones que exceden, por mucho, el ideal de recibir una remuneración que haga posible un retiro en condiciones razonablemente dignas. Pero esa realidad -propia de un número proporcionalmente ínfimo de pensionados- ha llevado a generalizaciones que nos satanizan y retratan a todos los jubilados como tagarotes, insensibles al dolor y penurias de los demás.
En mi caso -y disculparán que hable de mí mismo, pero no estoy autorizado para hacerlo por nadie más- desde el inicio de la actual crisis sanitaria venía ayudando, de mi bolsillo, a familiares, amigos, familias de escasos recursos de la comunidad (en conjunto con otros vecinos) y pequeños comercios locales. Esto aparte de las donaciones que desde hace años he hecho a organizaciones como Aldeas Infantiles SOS, el comedor infantil Pancita Llena de Guararí de Heredia, la Fundación MarViva y Territorio de Zaguates. Si piensan que he podido hacerlo porque manejo mucho dinero, se equivocan: sucede que soy sumamente ordenado con mis finanzas y creo firmemente en el imperativo ético de separar lo que pueda para ayudar a otros más necesitados. Me pregunto cuánto donan esos que ahora se rasgan las vestiduras pidiendo desangrar más a los pensionados.
Pero a partir de la entrada en vigencia de la nueva contribución “solidaria”, la mayor parte de eso ha quedado atrás. Para poder prever adecuadamente las necesidades familiares y personales, me he visto penosamente obligado a cancelar los donativos a entidades sociales, aparte de recortar varios otros rubros del presupuesto. Entiendan que no pretendo jugar de víctima: las verdaderas víctimas aquí son esas organizaciones de beneficencia y aquéllo o aquéllos que protegen, especialmente a tantos niños en condición de pobreza o abandono.
¿Y a cambio de qué? ¿De alimentar el gran agujero negro de las arcas estatales? ¿De otorgar bonos Proteger a privados de libertad, como se ha informado en algunos casos?
Pero esto no es todo. De muchos jubilados dependen otras personas, como servidoras domésticas, guardas de vecindario, personas que se ganan la vida haciendo jardinería o lavando carros, etc. ¿De cuáles de ellos (y sus familias) habrá que prescindir, porque la cobija ya no alcanza para todos? ¿Y qué tal el efecto en cadena que produce la inevitable contracción del gasto? ¿Es que de los comercios en los que ahora habrá que gastar menos o nada no dependen también muchos empleados y sus familias?
La inmensa mayoría de los pensionados -y aquí sí me atrevo a hablar por todos- estamos comprometidos con la solidaridad.
Pero, como debería ser obvio, solo se puede considerar solidario el gesto de desprendimiento que se hace consciente y voluntariamente. El fuerte gravamen aplicado a las pensiones no es solidaridad, es un impuesto puro y simple, rayano en lo confiscatorio y viciado de inconstitucionalidad, como intentaré explicar en una próxima contribución.
5 de julio de 2020
Les habla su capitana
Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).
Hace años, en un vuelo de trabajo a Perú, se escuchó por los altavoces un anuncio que ordinariamente no llamaría la atención. “Buenos días”, dijo una voz femenina, “les habla su capitana”. Varios pasajeros se miraron con sorpresa: para ellos, y para mí también, era la primera vez que comandaba el vuelo una pilota.
Algunos rieron nerviosamente e hicieron el típico comentario machista “mujer al volante, peligro constante”. Yo, aparte de la grata impresión, no me inmuté.
Sabedor de las normas y estrictos protocolos de seguridad de la industria aeronáutica, di por descontado que si ella estaba al mando de la nave tenía iguales o mejores calificaciones que sus pares masculinos.
Paridad de género. En estos días, fue introducido a la corriente legislativa un proyecto para instaurar constitucionalmente el concepto de paridad de género.
A pesar de defender a ultranza la equidad, opino que la paridad de género no es ni más ni menos que una abominación, una idea profundamente antidemocrática e inconstitucional.
A lo largo de mi vida, he tenido oportunidad de estudiar y trabajar no solo a la par, sino también como alumno o subordinado de mujeres notables. Todas han sido merecedoras de mi estima y admiración, especialmente la más extraordinaria de ellas: mi esposa.
Creo a pies juntillas en las idénticas capacidades de hombres y mujeres, así como defiendo la idea de la equidad, entendida como plena e incondicionada igualdad de oportunidades y trato.
Pero la paridad de género (vertical, horizontal o como quiera llamársele) es algo completamente distinto. Parte de la tesis —cierta— de que las mujeres están insuficientemente representadas en los puestos de decisión, tanto en la actividad pública como privada.
Como solución, postulan que debe ser forzoso integrar esos puestos con un número igual de hombres y mujeres. Suena razonable, ¿verdad? No lo es.
Barreras sistémicas. En la escogencia de personas para un cargo público o privado, suele haber dos momentos, el de postulación (candidatura) y el de designación. Por lo general, las mujeres enfrentan más obstáculos en el primero, debido a barreras sistémicas que limitan sus posibilidades de crecimiento y de reunir los atestados que les permitan competir en igualdad de condiciones con los hombres.
Por fortuna, me parece que no sucede igual en el segundo, al menos en Costa Rica. Prueba de ello es la gran cantidad de mujeres que se han desempeñado o se desempeñan en puestos de gran responsabilidad en la función pública y privada en nuestro medio. No obstante, el establecimiento de una paridad de género obligatoria produciría justamente el efecto opuesto: que no pueda escogerse a una mujer, aunque tenga sobrados méritos, cada vez que le corresponda a un hombre. Y viceversa.
El acceso a cargos de responsabilidad de toda naturaleza debería estar fundado, estrictamente, sobre bases de idoneidad comprobada, requisito que sabiamente plasma el texto constitucional como exigencia para el ingreso al Régimen de Servicio Civil.
El sexo de la persona debería ser irrelevante como parámetro decisorio. Es decir, si para llenar una vacante en una organización privada o en un cargo público, una persona fuese pasada por alto —no obstante tener los mayores méritos— solo por el hecho de no ser de determinado sexo (cuando este no sea consustancial al puesto, desde luego), entonces la designación estaría anteponiendo una cualidad superflua a la capacidad demostrada.
En consecuencia, no se habrá escogido a la mejor persona para el cargo, sino a otra que posee condiciones inferiores, solo porque tocaba nombrar a alguien del sexo opuesto.
Esta es la primera razón por la cual sostengo que la paridad de género es inconstitucional: con respecto a los cargos públicos, la obligación de acreditar la idoneidad de los postulantes se correlaciona con el derecho ciudadano a exigirla, por encima de otros requerimientos, pues de ello depende la calidad del servicio que recibimos.
Cargos electivos. Tratándose específicamente de los puestos de elección popular, la paridad de género es, además, antidemocrática.
Una democracia plena exige que los electores podamos escoger y votar por quienes consideremos los mejores para desempeñar esa responsabilidad, y que gane quien reúna más sufragios.
Pero, bajo un régimen de paridad de género forzosa, se nos estaría compeliendo a elegir, primero, en función del sexo de la persona y, solo después, en razón de sus méritos o de que reúna el mayor apoyo.
Sí, ya sé, según diversos fallos de la Sala Constitucional la paridad no es contraria a la Carta Política. Considero que se equivoca, porque relega a un segundo plano la idoneidad comprobada, en pro de una distinción secundaria, a contrapelo del principio de igualdad que ese texto también tutela.
La lógica detrás de la paridad obligatoria es inconstitucional porque es irracional. Es cierto que las mujeres están subrepresentadas en los cargos políticos, mas ¿no lo están también las minorías étnicas, las personas de preferencias sexuales diversas, los no creyentes, los zurdos, los astrónomos y los calvos? ¿Habrá que promover también una reforma constitucional para asegurar una mayor inclusión de esos y otros sectores? ¿Será que no se pueda siquiera encontrar un candidato idóneo a alcalde, por ejemplo, porque la paridad impone escoger a un hombre que sea simultáneamente gay, de ascendencia asiática, no creyente, zurdo, astrónomo y calvo?
Más crucial aún: ¿Exactamente por qué debemos suponer que alguien con esas características va a desempeñar mejor el cargo que otro? ¿Qué evidencia objetiva hay de que un órgano colegiado, como la Asamblea Legislativa, funciona mejor si posee igual cantidad de hombres y mujeres?
Salvo que el sexo sea un factor determinante (como, por ejemplo, en una asociación de mujeres empresarias), dichos órganos producen resultados óptimos cuando en ellos existe diversidad de opiniones, no de sexos. Pero para los defensores de la paridad de género, lo que interesa es la cantidad, no la calidad.
Acciones afirmativas. No se percatan de que este enfoque es, en realidad, profundamente denigrante para las mujeres, sobre todo para quienes han llegado a sobresalir gracias a su tenacidad, talento y esfuerzo. “Pobrecitas, ya que no pueden ganar puestos por méritos propios, démoselo por lástima”.
La vía hacia la plena igualdad no depende de la caridad, sino de la supresión de las barreras sistémicas a la igualdad de oportunidades y trato, el verdadero origen histórico del problema y que no desaparecerán con el mero establecimiento de cuotas.
No puede erradicarse el efecto sin atacar la causa. Por eso, las llamadas “acciones afirmativas” suelen maquillar, pero no resolver, el conflicto de fondo.
No creo en subsanar una injusta discriminación (la de las mujeres) con otra (la de los hombres). La suma de dos males no produce un bien. Mejor sería, por ejemplo, actuar para prohibir y desterrar el distinto salario para igual trabajo que persiste en muchas áreas entre hombres y mujeres.
Mejor se haría estableciendo programas que potencien el acceso de las mujeres a la formación técnica y profesional, así como al empleo, procurando que circunstancias como la pobreza, la maternidad y el cuidado de los hijos no sean impedimentos para ello.
Aquel día de mi vuelo a Lima, permanecí impasible porque sabía que en los controles de la aeronave iba una mujer altamente calificada.
Si en vez de eso me hubieran dicho que mi capitana no había sido escogida por su demostrada aptitud, sino porque no hubo más remedio para cumplir la cuota de paridad de género de la aerolínea, creo que habría insistido, amable, pero enérgicamente, en que me dejaran en el aeropuerto más cercano.
18 de abril de 2020
El grillo y la hormiga
Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).
Cuenta la conocida fábula que una esforzada hormiga, durante los soleados y cálidos meses del verano, dedicaba largas horas de trabajo, sudando y jadeando, a recolectar y guardar alimentos en la despensa de su casa.
Por allí cerca, vivía un alegre y fiestero grillo, quien día tras día observaba a la hormiga afanarse, mientras él reía y cantaba tocando el violín, disfrutando del sabroso clima. Tiempo después, llegó el gélido invierno. Un día, la trabajadora hormiga, sana y salva en su tibio hogar, descansaba tranquila, esperando que pasara el frío.
De pronto, escuchó que tocaban a la puerta. Abrió y, para su sorpresa, encontró al otrora festivo grillo, tiritando y castañeteando los dientes, debilitado casi hasta el colapso. “No tengo nada para comer”, le confesó con tristeza. "Tú, por otra parte, tienes mucho guardado. ¿Serías tan bondadosa de compartir aunque sea un bocado conmigo?”. La hormiga meditó unos momentos y respondió: “Aún falta mucho para que termine el invierno. Temo que la comida que tengo apenas me alcance. Pero dime, ¿qué hiciste tú durante el estío, que ahora no tienes nada para tu manutención?”.
El grillo, que apenas podía hablar, respondió: “Día y noche, a todos los que veía, les cantaba”. Entonces, la hormiga, antes de cerrarle la puerta en la cara, manifestó implacable: “¿Les cantabas? Me alegro. Pues bien, ¡ahora baila!”.
Moraleja. La moraleja de la historia es obvia: en tiempos de vacas gordas, debemos prepararnos para la posibilidad de que más adelante vengan tiempos de vacas flacas. Y lo cierto es que difícilmente podrían adelgazar más las vacas que durante la presente crisis mundial.
Alrededor del globo, la pandemia de la covid-19 ha obligado a cerrar puertas a entidades y empresas, grandes y pequeñas, que se habían visto obligadas a despedir a sus empleados o a suspender los contratos laborales, con el consecuente desempleo, incertidumbre y hambre de incontables personas.
Por desgracia, diversos estudios han confirmado una dolorosa realidad: por largo tiempo, las personas no han hecho lo de la hormiga, sino lo del grillo; no ahorraron, gastaron como si no hubiera mañana y administraron las finanzas familiares y personales con desenfreno.
Vivieron de prestado o de tarjetas de crédito, en un vano intento por aparentar un estilo de vida de abundancia, en competencia con sus vecinos, quienes, en la mayoría de los casos, están igual o más endeudados.
Dada nuestra generalizada falta de educación en cuestiones de dinero (vea “Analfabetismo financiero”, La Nación, 29/7/2019), estamos aprendiendo ahora una dura lección: contar con reservas de dinero para emergencias no es optativo.
No se trata de algo que tal vez deberíamos hacer o que sería bonito intentar algún día. Simplemente, no hay elección, pues la consecuencia es afrontar un penoso invierno financiero, cuya duración —como sucede hoy— nadie puede pronosticar, quizás, sin medios para llevar un bocado a nuestros dependientes.
Hay países, como el nuestro, que, pese a sus limitados recursos, afortunadamente cuentan con una invaluable red de solidaridad social, en la forma de salud y educación públicas, así como de mecanismos bancarios y de otras índoles que ayudan a suavizar el golpe en los bolsillos de la ciudadanía.
Pero ahora, más que nunca, existe, cuando menos, una enseñanza que debería dejarnos esta historia, y es que, en última instancia, la responsabilidad por nuestro bienestar y el de los nuestros descansa prioritariamente sobre nuestros propios hombros.
En las finanzas personales, contar con acopio de dinero suficiente para imprevistos debe ser invariablemente la prioridad número uno, incluso por encima de pagar deudas, pues estas siempre pueden ser refinanciadas o renegociadas; mientras no contar con recursos para satisfacer las necesidades básicas, especialmente en tiempos cuando el acceso a préstamos suele ser difícil, cuando no imposible, y se haya agotado el crédito disponible mediante tarjetas, es una receta segura para el desastre.
Tiempo y disciplina. Crear una reserva como la que he venido describiendo generalmente no es fácil y requiere tiempo y disciplina. Pero, repito, no es optativo ni se puede postergar a la espera de tiempos mejores.
Para lograrlo, existen diversos mecanismos que se resumen en la vieja y conocida fórmula de aumentar los ingresos, reducir los gastos o, idealmente, ambas cosas.
Para lo anterior, es crucial contar con un presupuesto, pues no se sabe en qué o en cuánto disminuir nuestro consumo si no determinamos primero en qué se gasta nuestro dinero. También, existen formas creativas de mejorar las finanzas, incluidas la venta de objetos en desuso o innecesarios o la creación de un pequeño negocio de productos o servicios.
A veces, basta con recortar un poco en actividades como salir al cine o a comer fuera, así como sustituir ciertos productos caros por otros más económicos.
Cuando tengamos una suma, por pequeña que sea, para comenzar la reserva, debe procurarse mantenerla accesible (en términos financieros, lo más líquida posible), pero no estática (por ejemplo, en una cuenta de ahorros), pues en ese caso el dinero irá perdiendo lentamente su valor debido a la inflación.
Una buena opción es acudir a los fondos de inversión abiertos, de mercado de dinero o de ingreso, para generar una rentabilidad que, idealmente, sea reinvertida para potenciar el crecimiento de lo reservado.
Lo más aconsejable en estos casos es acercarse a los bancos o a otros asesores acreditados para explorar las alternativas.
La situación actual es dura, sin duda, pero pasará. Ojalá la antigua enseñanza que contiene la fábula del grillo y la hormiga sea interiorizada por todos nosotros para que el próximo invierno financiero —que tarde o temprano vendrá, quizás no a escala planetaria, pero sí nacional o personal— no nos tome desprevenidos. Porque, cuando ocurra, nadie querrá tener que volver a bailar a la intemperie para mantenerse caliente.
4 de enero de 2020
¿Pasa todo por un motivo?
Este artículo apareció en la Sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).
El 2019 fue el año más duro de mi vida. Todos los años tienen cosas buenas y cosas malas, por supuesto, pero el balance del que terminó es terrible para mí y para mis seres queridos. Me deja cicatrices que posiblemente nunca sanarán en lo que me quede de vida. Quisiera que no fuera así, pero lo es.
Apoyo y consuelo. A lo largo de estos meses, familiares, amigos y otras personas conocidas me han ofrecido apoyo y consuelo, y por ello les estaré por siempre agradecido. En su afán, muchos de ellos seguramente habrán pasado por ese penoso momento en que uno se encuentra cara a cara con alguien que está pasando por un momento difícil y, simple y sencillamente, no sabe qué decir.
A falta de otra cosa mejor, en esas situaciones, es frecuente echar mano a frases que son, digamos, comúnmente aceptadas y que surgen casi automáticamente, sin reflexionar sobre su significado o implicaciones.
No quiero que me malinterpreten. No tengo ninguna duda de que, en todos estos casos, las personas tienen las mejores intenciones del mundo y solo quieren que uno pueda reunir la fortaleza requerida para sobrellevar (y esa es la palabra correcta: sobrellevar, nunca olvidar o superar) el dolor.
Pero, en los momentos de quietud —cuando la mente corre a cientos de kilómetros por hora, intentando entender qué fue lo que pasó y tratando de arrojar luz sobre el vacío que uno a ratos siente— en ocasiones me ha dado por pensar sobre algunas de esas cosas que me han dicho, intentando desentrañar su significado, pese a que de filósofo no tengo nada.
Dios tiene el control. Una frase que se suele escuchar en estas situaciones es “No te preocupés, Dios tiene el control de todo”. La obvia intención es que uno sienta que no está solo o indefenso en su pena; que hay alguien que eventualmente hará que todo salga bien. Pero, cuando escucho esa frase, o alguna variante similar, confieso que, aun cuando no diga o refleje nada exteriormente, no puedo evitar sentir una dolorosa punzada interna porque me pregunto si quien le dice eso a uno se percata de su inescapable implicación: si Dios tiene el control de todo, entonces fue Dios quien causó o, cuando menos, permitió que ocurriera aquello que tanto dolor provoca.
Entonces resuena en mí la interrogante que se planteó Epicuro tres siglos antes de la era actual, en la antigua Grecia: “¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no puede? Entonces no es omnipotente. ¿Puede, pero no desea hacerlo? Entonces es malvado. ¿Puede prevenirlo y quiere hacerlo? ¿Entonces por qué existe el mal? Y, si no es capaz ni desea hacerlo, entonces, ¿por qué llamarlo Dios?”
Antes de que alguien se apresure a recordármelo, soy plenamente consciente de que para esa antigua duda han sido ofrecidas numerosas posibles respuestas a lo largo de los siglos. Pero ese no es el punto, sino el hecho de que afirmar que Dios tiene el control de todo, pronunciada con el propósito de reconfortarme, en realidad lo que consigue es generar una dolorosa interrogante y, por ende, resulta poca o nula fuente de ánimo.
El porqué. Otra frase frecuente es “Ya verás que todo pasa por un motivo”. Esa también me crispa por dentro. La idea es que, cuando ocurren cosas malas, es porque de ellas eventualmente devendrá una consecuencia positiva. Por tanto, hay que aceptarlas y tener confianza. Y esperar.
La frase mencionada implica que detrás de todo evento negativo hay una finalidad positiva; una ulterior razón de ser benéfica. Sin embargo, desde luego, para que exista una intención se requiere que algo o alguien —una voluntad deliberada— lo haya preestablecido. Dicho de otro modo, que todo sea el fruto de un diseño o plan, por lo cual el argumento viene siendo semejante al anterior.
El problema evidente es que, a lo largo de la historia —y de nuestras propias vidas—, han ocurrido innumerables cosas malas de las que nunca surgió una consecuencia positiva, por lo que la frase en cuestión suele escucharse con mayor frecuencia ex post facto, es decir, solo cuando convenientemente se ha producido un efecto bienhechor.
En segundo lugar, y más relevante aún, está la sugerencia implícita —que personalmente encuentro chocante e inaceptable— de que a veces alguien debe sufrir para que otro reciba un beneficio. ¿Tiene un niño que padecer cáncer y sufrir una agonía espantosa solo para que sus padres reciban algún don o fortaleza moral?
En adición a lo anterior, la idea de que todo sucede por un motivo conlleva creer que el futuro está escrito, que estamos a merced del destino o del plan maestro que ya está trazado.
Yo no lo veo así. Pienso que, por el contrario, el futuro es continuamente creado a partir de nuestras acciones (e inacciones) pasadas y presentes, sin un rumbo predefinido. Cada día, hora, minuto y segundo de nuestras vidas, existe un abanico casi ilimitado de senderos que podemos tomar y, una vez definido uno, de inmediato se abre otro abanico igual de posibilidades y así sucesivamente, ad infinitum.
Nuestra historia como individuos, y nuestro futuro como especie, es el resultado de la incesante interacción de una trilogía de factores: aquellas cosas que están bajo nuestro control (y que podemos hacer o no, en ejercicio de nuestra libertad); aquellas cosas que están bajo el control de otras personas (por ejemplo, las decisiones de autoridades políticas o de otros países) y, finalmente, aquellas sobre las que nadie tiene control (como los fenómenos naturales). La confluencia de los tres es lo que va abriendo brecha. Verdaderamente, como escribió Machado, y canta Serrat, se hace camino al andar.
Esperanza. Comprendo —y jamás pretendería menospreciar— que para tantas personas sea motivo de consuelo pensar que existe un ser supremo que tiene las riendas de todo o que las cosas malas suceden por una buena razón trascendente.
Ello aliviana la pesada carga de encarar un porvenir incierto. Para quienes piensan así, la perspectiva que aquí planteo —nacida del dolor— seguramente sonará a visión carente de esperanza. Pero no es así. Lejos de ello. Soy un convencido absoluto de aquello que una vez afirmó el neurólogo y psiquiatra Viktor Frankl ("El Hombre en Busca de Sentido"): “¿Cuál es el sentido de la vida? El sentido de la vida es darle a la vida un sentido".
Cuando aconteció uno de esos tristes episodios que me dejó el 2019 (el fallecimiento de un hermano), la noticia me alcanzó fuera del país, mientras almorzaba con mi hijo mayor y mi nuera. Primero, vino el impacto, el asombro, el dolor. Pero, pasado un rato, me di cuenta de que estaba dentro de mí elegir si estar triste o no. Pensé que las duras experiencias vividas ese año y en el pasado me han enseñado que, ante la muerte, lo que debemos hacer es celebrar la vida.
No muchos entienden que las probabilidades de estar vivos son pequeñísimas, comparadas con las de no estarlo; que estar vivos es un privilegio, un regalo. Y noté que hacía un día hermoso. El cielo estaba totalmente despejado, había un sol luminoso, flores por todas partes y los árboles comenzaban a mostrar sus colores otoñales.
Entonces, abracé a mi hijo (siempre que se pueda hay que abrazar a los seres queridos) y le propuse a él y a mi nuera ir a caminar y disfrutar el día, en memoria de mi hermano. Es lo que él habría querido y lo que yo, no el destino, escogí.
No, no creo que todo pase por una razón. Mas eso no significa que no podamos darle un sentido a lo que pasa. Veo el dolor venir y elijo no evadirlo; más bien, le doy la bienvenida porque es un viejo amigo. No obstante, una vez dentro, y aunque esto suene como a un sinsentido, escojo transformarlo en lágrimas de amor y de gratitud.
Aunque hay cosas fuera de mi control, lo que sí puedo hacer es decidir, consciente y deliberadamente, cómo quiero que me afecte lo que sucede, especialmente lo malo. Las restricciones que impone lo que no podemos determinar ciertamente nos somete a un grado de angustia. Pero, por otro lado, la posibilidad de construir nuestro futuro a partir de aquellas cosas que sí podemos dirigir nos abre vastos horizontes. Nos hace libres.