Este artículo fue publicado en la edición del 27 de este mes del boletín La Revista (ver publicación)
Los seres humanos pasamos una desmedida cantidad de tiempo tomando decisiones. Algunos estudios sostienen que, cada día, adoptamos un promedio de treinta y cinco mil decisiones de toda índole, en materias que van desde lo trivial (¿qué ropa voy a ponerme hoy?), hasta otras que pueden tener relevancia nacional o mundial (¿deberíamos suscribir ese tratado internacional o no?).
La llamada “fatiga de decisión” es real. Nuestras energías solo alcanzan para tomar un determinado número de acuerdos cada día antes de agotarse. Por eso, para no cometer graves errores, se recomienda nunca definir cosas importantes cuando estamos tensos o cansados.
En teoría, cada vez que debemos hacerlo, sopesamos los pros y contras de las distintas opciones y finalmente llegamos a alguna clase de decisión racional que, en principio, debería ser la óptima para cada circunstancia. Pero no siempre es así, nos advierte la consultora empresarial Annie Duke en su libro de 2018, “Pensando en apuestas: Tomando decisiones inteligentes cuando no disponemos de todos los hechos” (el título de esta obra adquiere mayor sentido cuando leemos que Duke es, además, campeona e instructora profesional de póquer).
La idea es que, en la sociedad moderna, pretender tomar decisiones completamente informadas es una aspiración irreal, porque, salvo en limitadas circunstancias, es simplemente imposible contar con la información y el tiempo necesarios para barajar todos los elementos de juicio involucrados en cada caso y llegar siempre a la mejor elección posible.
De esta suerte –explica Duke– lo que más frecuentemente hacemos a la hora de decidir es algo más bien parecido a hacer una apuesta en un juego de póquer: partiendo de los datos que tenemos a mano y dentro de las limitaciones de tiempo existentes al momento para optar por uno u otro curso de acción, hacemos un rápido juicio de probabilidad, tomamos la decisión y luego cruzamos los dedos esperando haber acertado.
Pero ocurre que, una vez hecha la escogencia, puede ser que el desenlace se vea afectado por factores externos que están completamente fuera de nuestro control y que, en algunos casos, resultan incluso absolutamente impredecibles. De este modo, lo cierto es que, a veces, ni siquiera las mejores decisiones tienen garantía de salir bien y, otras veces, sorprendentemente, incluso pésimas decisiones pueden terminar en un resultado provechoso. Por ello, explica la autora, citando varios ejemplos históricos, en muchas ocasiones en realidad es erróneo –e injusto– confundir la validez de una decisión con el resultado obtenido.
Los seres humanos tendemos a hacer juicios sesgados sobre las consecuencias de nuestras decisiones: cuando salen bien, lo atribuimos a nuestra habilidad e inteligencia; pero cuando salen mal, lo achacamos a factores ajenos o incluso a la mala suerte. Esta adicción a los resultados –como la llama Duke– conduce a una forma de pensamiento irracional.
Por esto, la autora recomienda que dejemos de pensar en términos absolutos de correcto e incorrecto, pues muy pocas cosas tienen ya sea 0% o 100% probabilidades de ocurrir. Y muy pocas personas están 0% o 100% en lo cierto acerca de lo que saben o creen. Más bien, Duke estima que debemos pensar en términos de apuestas.
En efecto, subraya, todas las decisiones que tomamos son, en definitiva, apuestas a futuro. Un resultado indeseado no necesariamente implica que hayamos elegido mal, tan solo implica que la apuesta salió mal en esta particular ocasión. Así, por ejemplo, si un motociclista sufre una lesión en su cabeza como resultado de un accidente, ello no significa que utilizar el casco de seguridad haya sido una mala decisión. Fue una decisión acertada, con un resultado no deseado.
Desde esta perspectiva, todo viene siendo una apuesta: en qué voy a trabajar, adónde voy a vivir, qué voy a comer hoy, con quién voy a establecer una relación personal. Y al igual que ocurre cuando jugamos la lotería o lanzamos los dados, puede ser o no que logremos el objetivo deseado en cada uno de esos casos.
De este modo, concluye Duke, no debemos juzgarnos con dureza cuando, a pesar de haber hecho todo lo posible, algo no sale como se esperaba. Lo mismo aplica para con los demás. El pronóstico meteorológico no siempre puede ser acertado: las variables son muchas; los modelos son solo incompletas aproximaciones; los sistemas atmosféricos son en extremo complejos.
En lo personal, no creo en el destino ni que, como suelen decir, las cosas siempre pasan por un motivo. Pienso que, a cada instante, a cada paso, nuestro camino se abre en un abanico de rutas posibles. Cuál tomemos y adónde nos conduzca, estará gobernado, en parte, por las cosas que podemos controlar; en otra parte, por las cosas que no controlamos nosotros sino otras personas y, finalmente, por las cosas sobre las cuales nadie tiene control. Por eso, como pensaban los antiguos estoicos, ningún sentido tiene rasgarnos las vestiduras respecto de todo aquello que esté fuera de nuestras manos.
Así pues, ya sea que estemos juzgando sobre lo que haga nuestro cónyuge, nuestro vecino, el Presidente de la República o nosotros mismos, aprendamos a ser un poco más compasivos. Se hizo una apuesta y las apuestas a veces se ganan y a veces no.
Desde ya deseo a quienes hayan tenido la paciencia y bondad de leer estas líneas, lo mejor para el 2021 y siempre.