22 de diciembre de 2016

El abogado del diablo y las redes sociales

Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación).

La expresión “abogado del diablo” tiene un origen histórico, eclesiástico. Se llamaba así (Advocatus Diaboli) a un jurista cuya tarea era argumentar en contra de la canonización de un candidato o candidata a la santidad, con el propósito de tratar de descubrir cualquier debilidad en su personalidad o en la evidencia ofrecida a favor de la canonización, contribuyendo de tal manera a una escogencia idónea.

Hoy en día, se le llama así a una persona que, respecto de una determinada opinión o punto de vista, toma y defiende una postura contraria o alternativa (aunque no necesariamente esté de acuerdo con ella), con el propósito de estimular el debate o lograr una exploración más profunda y certera del tema planteado. En lenguaje popular, es quien “lleva la contraria” respecto de la mencionada opinión.

Antídoto contra la credulidad. En el mundo actual, la tarea de un abogado del diablo puede ser muy ingrata, ya que puede llevar a quien la ejerza a colocarse directamente en oposición a alguna idea muy extendida o arraigada en la opinión pública o en las creencias dominantes. Sin embargo, esa labor es absolutamente esencial para efectos de filtrar o depurar ese ideario de posibles prejuicios, falacias y conceptos errados en general, contribuyendo de ese modo a enriquecer el pensamiento y a exponer a los falsos profetas que abundan en todas las áreas de la vida.

La contraposición razonada de distintos puntos de vista es, de hecho, el componente definitorio de la dialéctica, tal y como se practicaba en los tiempos de Sócrates y demás filósofos de la antigua Grecia, hasta la era contemporánea, pasando por Hegel y llegando a los grandes exponentes del pensamiento crítico actual, entre ellos Carl Sagan. Es el antídoto más eficaz contra los riesgos de una excesiva credulidad, que es capaz de desviar a naciones enteras del derecho sendero, como lo demuestra tantas veces y tan dolorosamente la historia (sobre esto escribí “El peligro de la credulidad”, en estas mismas páginas: LN del 31/7/01).

¡Y es que el mundo está tan lleno de falsos profetas, verdades a medias y puras y simples mentiras! Por contraste, el número de personas que, contra viento y marea, ejercen la noble y necesaria labor de abogados del diablo es escasísima. En nuestro país, desempeñaron esa función grandes críticos como Constantino Láscaris, Enrique Benavides o Alberto Cañas, todos idos. ¡Cuánta falta hacen!

Falsedad en las redes sociales. Y si existe, hoy por hoy, un medio que está urgido de mentes agudas y despiertas, es el de las redes sociales. La reciente campaña electoral en Estados Unidos, por ejemplo, puso al descubierto la forma incontrolada en que pululan las fuentes noticias falsas, cuyo objetivo es diseminar desinformación, que cae como semillas sobre el campo fértil de tantas y tantas mentes crédulas que creen sin cuestionar ni por un instante todo lo que ven o escuchan en la Internet. Esto dificulta enormemente encontrar fuentes serias y confiables, agravado por el hecho de que a veces ni siquiera los medios más grandes y establecidos están exentos de cometer errores. La ventaja es que estos casos son escasos, pues existe siempre una ardua labor de verificación que procura minimizar su ocurrencia. Del mismo modo, suelen ser esos mismos medios los primeros en detectar y reconocer las equivocaciones.

Más claro que nadie habló en su momento el fallecido escritor y filósofo italiano, Umberto Eco, quien acusó a las redes sociales de haber generado una “invasión de imbéciles”, ya que aquéllas “dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”.

Los abogados del diablo son hoy más necesarios que nunca en los medios de comunicación y en las redes electrónicas. Cuando menos así quizás no cometeríamos tanto el error de canonizar a tantos falsos santos que andan por ahí.

22 de noviembre de 2016

Pensionarse no es un crimen

Este artículo apareció en la sección Página Quince de La Nación de hoy (ver publicación)

Hace pocos días, un grupo de jubilados y jubiladas sufrió un trágico accidente en la zona de Cinchona, que ocasionó el fallecimiento de varios de ellos. En medio de la tristeza del hecho, no pude dejar de pensar en el mérito de la labor a la que esas personas estaban entregadas ese día, pues se dirigían a entregar ayuda muy necesitada a una comunidad indígena nacional. Es decir, esos jubilados y jubiladas dedicaban una importante parte del tiempo que su condición de pensionados les brindaba, a nobles acciones de voluntariado y servicio al prójimo. Todo un ejemplo de la forma en que mejor se puede vivir esa etapa de la vida.

Lamentablemente, la percepción que hoy tiende a tenerse de quienes han logrado o aspiran a lograr una pensión –en especial de aquellos que laboramos al servicio del Poder Judicial– tiende a ser diametralmente distinta. Para una buena parte del colectivo nacional, el pensionado (o quien quiera pensionarse) es visto como un delincuente, un vividor, un parásito social que solo piensa en enriquecerse a costa del erario público mientras dedica su tiempo a la pura y simple vagabundería. Eso es absolutamente equivocado y, además, profundamente injusto.

En el país actualmente coexisten varios regímenes de pensión obligatoria o voluntaria, que fueron puestos en vigencia por leyes dictadas por razones que hoy pueden parecernos buenas o malas. Siempre es más fácil juzgar en retrospectiva. Pero lo que está claro es que todos esos sistemas aspiran a un elevado y meritorio objetivo: procurar que los años de retiro y vejez puedan ser vividos en condiciones lo más dignas y autosuficientes que sea posible.

Los mencionados regímenes tienen características distintas, que pueden dar lugar a la percepción de que algunos brindan privilegios excesivos, sin que sus beneficiarios tengan que dar nada o muy poco a cambio. Este es claramente el caso con relación al régimen de pensiones del Poder Judicial, diseñado hace más de siete décadas, cuyas particularidades desconocen muchas de las personas que hoy lo combaten tan denodadamente. En efecto, se ignora que el 68% de los beneficiarios directos y el 92% de los indirectos –por ejemplo, el o la cónyuge de un jubilado fallecido– reciben un monto que no excede de ¢1,5 millones. Se ignora también que a las y los funcionarios judiciales se nos retiene y deduce una cantidad sustancialmente mayor de nuestro salario como aporte al Fondo (un 11%), que el que contribuyen los destinatarios de otros sistemas (2,84% en el caso de los beneficiarios del régimen de la CCSS, por ejemplo). También se ignora que, una vez jubilados, a los servidores judiciales se nos continúa deduciendo el aporte para la sostenibilidad del régimen, cosa que no ocurre en otros esquemas de pensión.

Es importante que se sepa que la inmensa mayoría de las y los trabajadores del Poder Judicial no estamos, ni hemos estado nunca, en contra de que se den reformas que aseguren la justeza y la subsistencia del régimen de pensiones. Por el contrario, somos los primeros interesados en esta revisión, pues es obvio que de ello depende que lleguen a ser una realidad los beneficios futuros por los que ahora trabajamos y cotizamos. La labor que en esta dirección ha venido desplegando el Frente de organizaciones gremiales de este Poder de la República ha sido seria y responsable.

Somos plenamente conscientes de que la pensión no puede constituirse en un mecanismo de abuso o de enriquecimiento injusto de nadie (las llamadas “pensiones de lujo”), por lo que deben existir topes. Tan solo aspiramos a que esta remuneración sirva para lograr el objetivo indicado: el de hacer posible un retiro en condiciones razonablemente dignas y a una edad que brinde una posibilidad real de poder continuar desarrollándonos como personas en los años venideros. Y que sabemos que en estos temas hay que ser tanto realistas como solidarios. Bienvenida sea, por tanto, la discusión constructiva y basada en criterios técnicos sobre estos temas.

17 de julio de 2016

Conductores: ayudémonos unos a otros

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Imagino que no sorprendo a nadie con la noticia de que las presas en las carreteras nacionales se han llegado a convertir en algo invivible. Las causas son muchas y también sus consecuencias, en términos de productividad perdida, combustible consumido en exceso, contaminación atmosférica y deterioro colectivo de nuestra calidad de vida. Por desgracia, es muy poco lo que podemos hacer individualmente al respecto; al menos a corto plazo. Sin embargo, cada vez que como conductor me encuentro al borde de la desesperación en un atasco, pienso que sí hay algo, de valor incalculable, que todos podemos hacer para mejorar aunque sea un poco la situación. Es algo sencillo, pero que puede tener efectos multiplicadores insospechados: ayudarnos unos a otros. ¿Cómo? Practicando proactivamente la amabilidad en carretera.

La próxima vez que vaya al volante y se encuentre en un atolladero de esos que cada vez parecen más frecuentes e inescapables, procure cambiar momentáneamente su perspectiva para darse de cuenta de una simple realidad: aunque para usted, todos los demás conductores son la presa, para ellos, la presa es usted. Usted –quiéralo o no– es parte del problema y, por ende, tiene el deber moral de ser parte de la solución. Practicar una amabilidad proactiva no significa más que estar atento(a) a las oportunidades que continuamente surgen para ayudar a otro a llegar más rápido y seguro a su destino. Y, cuando perciba una, haga lo que razonablemente esté a su alcance para dar esa asistencia.

Un ejemplo sencillo pero que puede lograr maravillas en carretera es practicar el “uno por uno”. Todos sabemos que, en nuestro país, hay una multitud de intersecciones recargadas de tránsito y vías mal diseñadas que se convierten en embudos para la circulación. Quienes transitan por esos puntos no tienen la culpa de ello, pero quienes circulan por allí con derecho de vía suelen tratar a quienes no lo tienen como infrahumanos que tienen bien merecido no poder cruzar la intersección o toparse con el inesperado final del carril por el que se desplazaban. “¡Yo tengo la vía, que se jodan ellos!”, piensan. Por el contrario, quien practique la amabilidad proactiva en esas mismas circunstancias verá la oportunidad de ayudar, por medio de la simple acción de cederle el paso a uno de los conductores en apuros. Sencillísimo; no toma más que unos segundos y, sin embargo, tendrá la satisfacción de haberle hecho la vida más fácil a un semejante.

La mala noticia es que ayudar a otros en carretera no va a resolver el problema de las presas. La buena es que va a hacer que las presas sean más vivibles y que usted gane la satisfacción y la paz de sentirse una persona mejor. Es buen karma. Pruébelo.